Tus grandes ojos oscuros. Lucía Victoria Torres

Tus grandes ojos oscuros - Lucía Victoria Torres


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que la asistencia social y humana ha existido por siglos. No les interesaba saber que en el mundo entero hay voluntarios que trabajan por los necesitados. Gente preparada que promueve la caridad. Universidades que piensan la pobreza. Nunca pudieron entender que eso también puede ser una inquietud de la inteligencia. O yo no pude convencerlos como sí logré convencer a esas mujeres que recordaré siempre y extrañaré tanto como al barrio. Porque aun en medio de tanta carencia y doblez el barrio tuvo sus momentos bonitos. Y tenía otro nombre cuando Ken y yo llegamos. San Javier. Nombre de origen vasco que curiosamente significaba casa nueva o castillo. Compramos el lote porque nos pareció muy agradable todo alrededor. La primera vez que fuimos a verlo había tres vacas y dos terneros masticando hierba. Me gustó la arboleda en la parte más alta. Sigue casi igual. Quién sabe si se conservará en el futuro. Servía de escondite a los guerrilleros y por ahí escapaban los delincuentes cuando empezaron los allanamientos y requisas. Al lado de ese bosque nació el botadero de escombros a donde han ido a dar los desaparecidos de estos años. Cientos de muertos sepultados en una fosa común impensada. Se sabe por el olor. Es inevitable ignorarlo. Cómo imaginarse entonces semejante porvenir. Nos ilusionaba construir una casa a nuestro gusto y al final decidimos hacer dos. Una encima de la otra. La de abajo para alquilar. La de arriba para vivir con mamá. Durante nueve meses vimos cómo levantaban cada parte de las casas. Sé por dónde van las tuberías y los cables de la electricidad. Aún me parece sentir el olor de los adobes húmedos y el piso de tierra cuando íbamos en las tardes a ver cómo había avanzado el maestro de obra. Seguramente lo tenía cansado yendo a diario a chequear lo que estaba haciendo. Que si el inodoro allí y que si el lavamanos allá. Que la poceta y la instalación para la lavadora. Que esto y aquello. Me emocionó mucho ver el armazón de madera para techar la casa de encima. Lloré cuando terminaron de poner las tejas de barro. Yo fui artífice y testigo del nacimiento de lo que hoy me quieren quitar y tuve que dejar. Mis casas no tienen balazos en las paredes como las de tantos en el barrio o como las escuelas. Sin embargo están en peligro. Las quiero por lo que llegaron a representar para mí. Nunca antes había tenido una casa propia. Ni soltera ni casada. La casa de Ken era la de él y su madre. Ella terminó aceptando que cambiara cosas. Un mueble. Una alfombra. El puesto de las ollas. Ella terminó muriéndose y yo pude hacer lo que quise. Pero esa casa nunca fue mía ni pude sentirla como mía. Quería tener una y en mi país. Hacer la casa de los dos. Fue el inicio de una nueva vida. Nuestra vida aquí. No sabíamos cómo podía resultar. Tomamos el riesgo con ilusión. Ken terminó conformándose y trabajando en lo menos pensado. Ken no había necesitado plantearse el servicio a los demás. Desconozco qué significó para él conocer la pobreza extrema y vivir rodeado de ella trabajando para hacerle frente. Nunca se me ocurrió preguntárselo. Lo embarqué en una empresa y un compromiso que lo extenuaban. Pero jamás le oí renegar por ello. Lo asumió con seriedad y nobleza. Se dedicaba a los contactos y a conseguir las ayudas con los curas y las entidades estatales. Ser extranjero y hombre le facilitó las cosas. La presencia y el acento le abrieron puertas. Le caía en gracia a la gente por la forma como se vestía y hablaba. Fue el gestor del centro médico que tanto nos enorgulleció después de haber empezado en una carpa en la calle con practicantes de medicina y las novicias como enfermeras. Fue mi cómplice y compañero en la aventura. Me alentó en momentos en que quise darme por vencida. Por eso merece que le perdone lo que me hizo. Aún no logro excusarlo del todo. Pero el día llegará. Fue justo el homenaje en la Alcaldía y que le dieran la ciudadanía. Mínimo reconocimiento por sus servicios a un país que no era el suyo y lo recibió de esa manera. Yo pienso y pienso en toda esa gente amontonada de mi barrio querido. Gente sencilla. La gente sencilla conmueve. Más si es honesta y trabajadora. Nunca podré olvidar la mirada de respeto que siempre nos dirigieron. El tono de voz cuando nos hablaban. Acordarme de eso me resarce ahora que tuve que echarme para atrás. Me hace ver un lado diferente de las cosas y me evita arrepentimientos. En ese momento era lo que había que hacer. Alguien tenía que hacerlo. Nos tocó a nosotros. No me pesa. Me ha gustado vivir en la frontera. Eso ofrece otra mirada. Ayuda a entender la verdad del otro. Enseña que la de uno es solo una entre muchas y no necesariamente la correcta. Que hay ideas más valederas. No es fácil llegar y entrar de manera segura sin levantar sospechas. Generar rechazo o correr peligro. A Ken le tocó lo bueno dentro de todo eso tan nefasto. Siquiera se libró del chantaje. Las amenazas. La decadencia. Hasta donde pude le oculté las llamadas y los anónimos. Me sentía culpable. Pero estuvo a salvo. Yo también lo estuve mientras vivió a mi lado. Había estado opacada por él y se fijaron en mí apenas quedé sola. Ahí mismo fueron a visitarme. Ni siquiera había terminado el novenario. Primero llegó un hombre solo. Que a darme el primer aviso que porque no habíamos hecho caso de las boletas debajo de la puerta y las llamadas. Como estaba haciéndose el bueno, con un cinismo desvergonzado, entonces me tocó cantarle la tabla. Se me grabó la conversación.

      No se la venga a dar de redentor que yo llegué primero que ustedes a este barrio y empecé el trabajo con la comunidad cuando no había nada –le dije. Entonces me contestó:

      —Yo no sé cómo habrán sido las cosas ni me importa. En todo caso el encargado de la seguridad del barrio con quien tiene que entenderse va a venir para que cuadren la cuota.

      —Que ni se aparezca.

      —Yo no sé, doña. Cuadre con él para que la deje vivir tranquila. Verá que le colabora si usted le colabora. Para que sepa, eso se hace un negocio de palabra, solo de palabra, con plata en efectivo. Vea que ya arreglaron la cancha y están haciendo el mantenimiento de las cunetas.

      —Eso le toca al municipio, por qué no se lo piden a ellos, presenten un proyecto para el presupuesto comunitario, esta ciudad tiene con qué.

      —¡Meterse con el Gobierno! Es mejor tenerlo lejos. Son unos corrompidos.

      —Los corrompidos son ustedes, y perezosos, además, porque les gusta lo fácil.

      —Puede que haya uno que otro corrompido y echado, pero también gente caritativa y trabajadora. La mayoría. Si no, cómo cree que nosotros hemos hecho todo esto. Ya se lo dije. Yo cumplo con hacerle la advertencia. –Y se fue.

      A los dos días llegaron tres hombres. De civil. Dos se quedaron afuera en las escaleras. El que me habló no pasó de la puerta. Se presentó como el responsable de la seguridad del barrio. Venía a exigirme que les diera una casa.

      —Usted no puede tener dos casas tan grandes y buenas en un barrio de pobres donde hay tanto necesitado. Eso es una ofensa para la comunidad.

      —Ofensa es lo que ustedes me están haciendo porque esas casas son mías y son producto del trabajo de mi marido y yo que las conseguimos honestamente y con mucho esfuerzo.

      —Y eso qué –me contestó–. Lo que importa es que las tiene y no las debe tener.

      Le pregunté por qué no habían dicho nada cuando Ken estaba vivo. Ni se inmutó. Le pedí que dejara de aprovecharse porque ya me veían sola. Le recordé que Ken y yo nos habíamos sacrificado por el barrio. Dijo que eso tampoco tenía que ver. Le insistí. Inútil. Me parece oír su ultimátum:

      —Nos tiene que entregar una y esa es la norma y para todos es igual y usted no va a hacer la excepción. Puede escoger si la de arriba o la de abajo. Le damos esa ventaja.

      Y se fue con sus compinches. Ningún argumento valió para convencerlo de lo contrario. Después vino el comandante a advertirme del peligro. Si la Policía no podía darme garantías qué más iba a hacer. Los unos me echaban. Los otros me pedían plata. Todos me mandaban decir que cuidado. Todos andaban tan armados y mataban tan fácil. Y yo una anciana ya. No es lo mismo que cuando se tienen bríos. Lograron perturbarme la vida. Trastocarla. Por eso tengo que irme para ese asilo a donde nunca imaginé ir a parar y dónde no sé cómo me irá ni cómo voy a sentirme. Un asilo puede caer bien a mi edad. Los viejos somos silenciosos. Es nuestra mayor ventaja. Si ahora hablo y hablo es porque tú me obligas y quiero que escribas mi historia. Te lo agradezco porque además como todo está tan fresco me sirve para desahogarme. A veces son penosas y fatigantes estas confesiones. Me dejan pensando. Me retroceden a cosas ya olvidadas. Es bueno recordar algunas. Me sorprendo de lo que he sido capaz de vivir y hacer. Eso le da dimensión a mi vida que ahora vale tan poco. De otras no es tan bueno acordarse. Me reviven lo malo. Todas me corroboran que la resistencia


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