Tus grandes ojos oscuros. Lucía Victoria Torres

Tus grandes ojos oscuros - Lucía Victoria Torres


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una silla! Cómo sería la bulla con semejantes rodachinas para allí y para acá por ese corredor. ¿La inquilina de abajo nunca se quejó?

      —Claro que llegábamos a recibir quejas, aparte de que no le rendía el oficio… Dejar sola a Flor era un riesgo a veces, pero había que correrlo.

      —Le debe estar rindiendo mucho el tiempo ahora. ¡No más cuidando una casa!

      —Ah, pero en ese barrio y sola…, debe ser duro, pobre, la considero.

      —Siempre la has considerado más de la cuenta. Yo no sé, pero a mí esa muchacha me parece rara a veces. No me convence del todo.

      —Es ingenua, inmadura y algo torpe, ignorante también, un poco silvestre, aunque la hemos pulido, pero de ninguna manera es mala, bastante me ayudó a cuidar a Ken en sus últimos días, y le estoy muy agradecida por lo que está haciendo, ahora no vamos a hablar mal de ella, es de origen humilde, se crio en el monte y eso hay que entenderlo, pero trabaja bien y ha sido de toda mi confianza.

      —¿Entonces por qué no quisiste contarle que te venías para acá?

      —Ya te lo expliqué.

      Elvira, que se había vuelto a sentar, se levanta de su taburete, como hastiada.

      —¿Terminaste?

      Margó le entrega el pocillo vacío y la ve ir hacia el lavamanos del baño. Pensar en que no tiene lavaplatos la transporta a su época de inmigrante ilegal, arrendataria de un cuarto que era todo a la vez, como ahora. Piensa en decir: “No creí que volvería al comienzo”. Sin embargo, permanece callada. Es inevitable: Margó luce derrotada. Mira de nuevo el reloj. En el estante inferior de la mesa de noche está el cofre de las llaves. Es de una madera robusta y no le cabe una llave más. Llaves de puertas, de clósets, de candados, de carros, llaves en desuso, inútiles, recogidas a lo largo de los años, llaves que Margó se ha negado a botar y guarda como un símbolo de esperanza, con el convencimiento de que ayudarán a que nunca le queden cerradas todas las puertas. Saca de su cartera la llave del viejo jeep, por fin vendido, y la deposita en el cofre.

      —Tal vez no se abran más puertas en la tierra, pero alguna ventanita quedará en el cielo por donde pueda entrar o encontrar una salida, aunque ya ni sé qué es mejor, si entrar o salir.

      Elvira sale del baño, toma una toalla de papel, seca los pocillos y los pone donde estaban. Vuelve a entrar y deja la puerta abierta para seguir la conversación.

      Mientras su hermana se acicala, Margó espera sentada en la cama. Piensa. El lugar le da cierto temor, intuye una vida solitaria y aislada, de reclusión y retiro que podría llevarla a añorar lo que fue su vida, a comparar con lo que esperaba que fuera y a lamentarse por el resultado.

      —No entiendo por qué no me recibieron en Nazaret.

      —¿Acaso no te dijeron que era un asilo para pobres y no dabas la talla?

      —Sí, pero no es razón válida.

      —Para ellas, sí.

      —Me ilusionaba el contacto con esa comunidad, me habría gustado ser misionera y maestra como las nazarenas.

      —Ya para qué lamentarse. Pídele a Dios que te ayude a pasar de la frustración a la resignación. Es lo mejor que puede ocurrirte.

      —Ay, Elvira, a veces sería mejor callar.

      —Entonces no digo más.

      “¡Cómo hubiera podido ayudar con las obras de caridad!, le ofrecí a la superiora un porcentaje de la venta de las casas, pero no valió”, le dijo Margó a Julián cuando volvió desmoralizada del asilo de Nazaret. “¡Qué es eso, tía! ¿Y por qué les tiene que dar plata a esas monjas?”, respondió él. “Ser vecina de un convento me serviría de consuelo en medio de este desastre en que se convirtió mi vida”. “¿Acaso a usted no la echaron de un convento pues? Eso estaba contando la otra noche”. “Pero allí aprendí cosas esenciales para mi vida, discreción, respeto, confianza, lo que se necesita para ganarles a los otros”. “Para saber eso, tía, no hay que meterse en un convento”. Y ahí terminó la conversación con su sobrino.

      Ciertas cosas del asilo sugieren una vida conventual: los corredores brillantes y sosegados, el patio central saturado de plantas florecidas, los hábitos de las religiosas que administran el lugar, la división por pabellones, la numeración de las habitaciones. Asumir la nueva situación la devuelve fugazmente a la época de noviciado. Es inevitable. Las ideas se atraviesan silenciosas, sin aspavientos, con cautela y discreción por la mente de Margó, pero alcanzan a inquietarla. Se atreve a expresarlas.

      —Me da cierto temor sentirme sola, esto me recuerda el convento o cuando llegué a Estados Unidos, yo sé lo que es añorar compañía, lamentarse por no tenerla, sobre todo cuando se está enfermo, o cuando se ha sido tan andariega y activa como yo.

      —Te lo he dicho. Una mujer casada corre el peligro de irse quedando sola, y es peor cuando envejece o deja de trabajar. Por eso son buenos los costureros –contesta Elvira desde el baño–. Te quedaste demasiado tiempo en ese barrio y le entregaste la vida.

      —Si algo me dio el barrio fue la sensación de estar acompañada, eso me gustaba.

      —Pero no cultivaste amistades. Tus amigas eran las vecinas y se fueron. Esperemos que aquí hagas relaciones. Sola no estarás. Tendrás compañeras. Y siempre es posible hacer amigos, más cuando se enviuda o se cambia de ambiente –dice Elvira saliendo del baño con una lámpara de estudio en las manos–. ¿Dónde pongo esto?

      El objeto, fino y sobrio, podría hacer parte del surtido de una tienda de antigüedades de lujo. Fue de los pocos enseres que quiso traer Kenneth consigo. Margó se levanta, recibe la lámpara y la deposita sobre la nevera. Le parece más reluciente y más intenso el verde del metal lacado de la pantalla.

      —Dejémosla aquí mientras llega el escritorio, ¿hay algo más en el baño?

      —Nada.

      Margó siente el olor del fijador que Elvira se ha puesto en el pelo. Se pasa las manos por sus bucles canosos. Se espabila.

      —Voy a arreglarme entonces –dice con nerviosismo–, debo estar como una muerta, no me echo labial desde esta mañana que salimos de la casa, para que nos vamos, qué bueno unos zapatos nuevos, también quisiera ropa interior, y un pijama, por si una enfermedad sobre todo…, ah, y un delantal.

      —¿Delantal? ¿Vas a ponerte a hacer oficio aquí? Si estás pagando.

      —Por qué no, ojalá resultara alguna actividad, en todas partes siempre hay algo por hacer, nunca he podido quedarme quieta y si me toca ayudar, pues lo hago, así sea doblando ropa en la lavandería o cosiendo ropita para los huérfanos, o también puedo ayudar con las curaciones y las inyecciones, todavía soy capaz de ponerlas.

      —¡Pero te invité a mi costurero y dijiste que no!

      —No es de mi gusto encontrarme con señoras que hacen de la caridad un club social…, allá hay señoras que solo van a coser chismes y a jugar cartas –contesta Margó escabulléndose para el baño con la excusa de que “voy a ensayar el gabinete que los muchachos colgaron”.

      Elvira la mira impaciente.

      —Bueno, compramos también el delantal. Aunque considero más urgentes los zapatos. En verdad los necesitas. Y ropa distinta. Porque, ¡qué vestiditos los tuyos! –dice Elvira en tono corrosivo. Le gustaría agregar “la ropita de dama de la caridad y los zapatos de monja que se queden en la vida que no volverá”, para desquitarse por lo dicho sobre su costurero. Sin embargo, se contiene. Margó es la hermana mayor y la respeta como si fuera su madre. Hay que tenerle consideración, por la edad y por su situación. ¿Cómo podría ofenderla?, ¿y para qué reñir? Ningún sentido tienen ya las disputas entre ellas, así sean lo natural a su condición de hermanas.

      Pero Elvira tiene razón sobre la forma de vestirse de Margó y lo que le exige su naciente situación de residente de asilo privado. Le irían bien una ropa menos elemental y modesta,


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