Tus grandes ojos oscuros. Lucía Victoria Torres

Tus grandes ojos oscuros - Lucía Victoria Torres


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cuántos decibeles registra este sitio? ¡Ochenta! ¡Ochenta para que se sepa! Y las autoridades ambientales, calladas.

      —Yo sin mi musiquita no podría vivir.

      —Yo tampoco. Y él, menos –dice Julián señalando a su hermano–. ¿Sabe a quién le está embetunando los zapatos?

      El lustrabotas alterna miradas entre los dos clientes. No atina a decir nada. Cuando Julián le informa “A un músico”, el hombre se entusiasma, “¡músico!”, exclama, “¿y en qué orquesta canta?”, indaga.

      —Cantante no, señor, le dije que músico. Y en los iunais estéis –dice Julián remarcando cada sílaba.

      —¿En la usa? –pregunta el lustrabotas sin dejar de mover el cepillo de crin y mirando alternadamente a José Luis y a Julián.

      —Cómo le parece.

      —¿Y dónde va a presentarse?

      —Nada. Él no da conciertos aquí. Vino por asuntos familiares.

      La boda de Julián, celebración anhelada, se juntó con el problema de Margó, drama anunciado. Por eso en la fiesta, la tía más echada para adelante acaparó tanta atención como los novios, aunque lució frágil, vulnerable, indefensa, desvalida, indecisa, amilanada, acongojada, afligida, entristecida, vencida, desengañada, desencantada. Cada cual le puso el adjetivo que mejor le pareció, todos negativos. Cada cual especuló sobre el sitio donde iría a quedarse. Todos opinaron. Que debería vender esas casas por lo que le den pero salir de ellas cuanto antes, que es mejor no venderlas, que en un barrio en guerra ni regaladas, que los paramilitares no se las dejan negociar, que con la operación del Gobierno eso se va a componer, que ya es demasiado tiempo con Flor sola cuidando la casa, que tan confiada la tía, que a Flor se le puede dañar el corazón, que qué será lo que guarda Margó en ese baúl. De Margó a Flor, de esta a aquella. Y los novios apenas despertaron los comentarios precisos aunque se casaban preñados.

      Ya salieron de la boda y sigue sin resolverse del todo el problema de la madrina querida de José Luis, principal asunto que él vino a atender. Llegó hace tres semanas y le quedan tres días. Por eso, la ida al barrio es para cogerla de una vez por los cuernos. Julián lo capta y embiste con una última propuesta.

      —Hay que ir hoy, no nos queda de otra.

      Al oírlo tan decidido, José Luis se llena de ese frío interno que suele pasarle por los brazos cuando se siente frente a algo inevitable pero determinante. “¿Será peligroso?”, se dice en una duda fugaz y recóndita. Se queda mirando al lustrabotas que desliza con velocidad una bayetilla roja de un lado para el otro en su empeño por sacarle más brillo al cuero. Tal operación de limpieza se siente cálida y suave, como un masaje en los pies. Hay una entrega admirable en el gesto del hombre. Le evoca al hermano menor.

      —Ignoraba que los restos de Luciano estaban en San Francisco. Menos mal se murió primero que mamá.

      —Era lo que ella quería. Se lo oí decir desde que nació. Rezaba para que así fuera. Vivía con miedo de que lo maltrataran o le dijeran mongólico.

      —Con razón. Son personas demasiado sentimentales y se dan cuenta de ciertas cosas, así otras no las capten. Luciano las percibía cuando íbamos por la calle, preguntaba que por qué la gente lo miraba raro. Se tranquilizaba y sonreía con la explicación de mamá. Ella me dejó pasmado el día que le dijo que lo miraban porque era muy guapo.

      Julián vuelve a parar la lectura, descansa el periódico en sus piernas.

      —No sé qué tanto pensaría Luciano sobre sí mismo y su condición, lo cierto es que hablaba muy bien. A algunos no se les entiende nada. Menos mal le enseñamos a comunicarse. –Mira a su hermano–. Ya que dices pasmado, ¡tremenda pasma te dio en el cementerio! ¿Qué te pasó?

      —No sé… Es que impresiona ver tanta tumba de la familia. Todos enterrados. Todos juntos.

      —Y todos vamos para allá. Ahí iremos quedando. Sin misterio. –Julián regresa a su periódico.

      —Yo no. A mí me dejan en Nueva York.

      —Lógico. Te han tratado mejor allá. Es un infierno distinto –Julián estira el periódico y sigue mirando las páginas extendidas–, porque qué caos tan berraco esto aquí. La cosa fue seria.

      Pasa una hoja. Otra. Ve fotos de casas destrozadas, con las fachadas llenas de huecos, fotos de encapuchados armados, de uniformados también, fotos de gente que llora, de gente que carga heridos ensangrentados, de gente común atrincherada como soldados. José Luis revisa el segundo zapato, lo aprueba, baja el pie de la caja y paga por el servicio.

      —Cóbrese de una vez la de él –le dice al lustrabotas que ya ha empezado a cepillar con ímpetu el primer zapato de Julián–. Este señor me hizo acordar de las embetunadas de Luciano –dice al oído de su hermano–. Cómo era de metódico con la limpiada de los zapatos. No se me quita de la cabeza, lo siento cerca, como si estuviera vivo. Será por la ida al cementerio.

      —Su tumba es él de alguna manera. –Julián quita la vista del periódico y mira al frente, hacia ningún punto en especial, pensativo–. ¿Te acuerdas de que al principio se volvía mierda? Y volvía todo mierda. Tuvo que practicar mucho para convertirse en el embolador oficial de la familia.

      Dolorosa llega la imagen del hermanito por cuyas manos pasaron los zapatos de la casa: los de ellos, los de Violeta, los de Rubén, los de Brenda, los de Teresa, los de la mamá, los del papá y hasta los de Iris. Los devolvía como nuevos. En retribución, cada uno hacía su aporte monetario. Así, con un gesto natural y amoroso, nació el primer trabajo remunerado del niño de la casa, aunque a él nunca se le habría ocurrido cobrar por sus servicios, que cubrían además la organizada de los clósets y la sacada de mugre acumulada de cualquier cosa.

      José Luis se deja llevar por los recuerdos. Ve a Luciano metido en un overol de obrero poniéndose guantes plásticos y escogiendo las medias viejas que utilizará para lustrar. El muchacho las separa por el color, que debe ser parecido al tono del betún y estar acorde con el cuero de cada par de zapatos. Extiende los periódicos para no manchar las baldosas. Iris y la mamá sonríen encantadas con el juicio del niño. Pero el papá, Violeta y Julián se alborotan al descubrir las noticias del día forrando el piso del patio. Sentado como está en una banqueta de patas cortas con zapatos de todo tipo rodeándolo, cajas de betún y cepillos, el muchacho deja la impresión de hallarse frente a un oficio bastante tedioso. Sin embargo, se ve a gusto con su obligación, esforzándose por hacer las cosas lo mejor posible. Parece ser el más consciente de su limitación, como si la consciencia del síndrome que padece hiciera parte del mismo. Julián voltea a mirar a su hermano.

      —¿Te arrepientes de haber ido al cementerio?

      —No, arrepentirme no.

      —Según mamá, querías visitar la tumba de papá porque te remuerde no haber venido al sepelio.

      —Más que arrepentimiento, era una deuda por saldar.

      —¿Y cómo se salda una deuda con un muerto?

      —No era con él. Era conmigo. Esa visita me ha hecho pensar que las cosas existen solamente cuando estamos frente a ellas. Yo he estado lejos. Si uno no ve lo que le representa dolor, pues no lo siente. Pero verlo es otra cosa. Se revive.

      —Si se trata de algo que no ha sido elaborado, sí.

      —Puede ser que no lo haya procesado totalmente y apenas lo esté descubriendo.

      —Un buen comienzo para cerrar el asunto.

      —Sí, es posible que la visita al cementerio ayude a la liberación total. Quise ir para ponerme a prueba, te lo confieso. Mi papá ha sido como una ausencia que al mismo tiempo ha significado una presencia imposible de evadir. ¿Entiendes?

      —Más o menos.

      —He llegado a la conclusión de que fui el deshonor de mi padre y soy la tragedia de mi madre. Pero como es irrefutable que nací de ellos, eso los hace


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