Tus grandes ojos oscuros. Lucía Victoria Torres
contra la naturaleza, tan natural en zonas altas, única forma de transitar por la cadena de viviendas que como un rosario, y un milagro, encaraman en los cerros de las ciudades los desplazados y despojados, también los inescrupulosos que, sacando partido de la miseria y de la tierra, hacen de las invasiones un rentable negocio.
Claro que, vístase como se vista, Margó no pierde su presencia agradable y distinguida; la irradia en gestos, hablado y aspecto físico. También en el cutis, lozano por naturaleza y cuidado con método. Hasta en el aroma perfumado que siempre lleva consigo. Es una mujer de edad irreal a primera vista. De su rostro se han borrado años gracias al esmero por la salud, el gusto por el arreglo personal y el respeto a los hábitos que ello demanda. Ha sido leal a las cremas humectantes e hidratantes, a las cepilladas de dientes, al enjuague de canas, a los rulos nocturnos y al fijador de pelo, así como al maquillaje, que no pasa de un poco de polvo translúcido y toques leves de color en labios, cejas, pómulos y uñas. Tampoco abandona el collarcito de perlas, los aretes de piedrecillas preciosas y el infaltable pisargolla de oro, solitario desde que enviudó y concluyó que el anillo matrimonial no merecía el lugar que hasta entonces había ocupado.
—También me gustaría ir a la Basílica, llevo años sin entrar –dice Margó cuando sale del baño.
—Se mantiene cerrada. No le quité el ojo mientras almorzamos y nunca abrieron.
—Seguro abren para el rosario y la misa de seis.
—Sí, podemos volver. Así te encomiendas.
—O encomiendo esta nueva vida.
—Yo también quisiera verla… Quedó muy bien el espejo, ¿cierto?
—Lo que no quedó bien fue este pelo mío, cambiar de peluquera es lo peor.
—Te lo dejaste cortar demasiado.
—¿Yo?…, no sabía cómo era tu peluquera… Hablando de peluqueras, ¿para dónde se habrá ido Claudia?, la he llamado y tampoco contesta, me contó doña Amparo que le quitaron los secadores y le quebraron los espejos.
—¿Y eso?
—Empezaron a molestarla desde que abrió el salón de belleza en la casa, que porque no les pidió permiso, y a presionarla con el impuesto semanal, pero ella no quiso pagarles.
—¿Era mucho?
—Lo que ganara en un día de trabajo, pero a veces no le llegaban clientes, entonces el jefe de la banda le dijo que le pagara en especie.
—¿Recibían víveres también?
—No, Elvira, ay, cómo eres, en qué mundo vives… que semanalmente tenía que acostarse con él.
—¡Madre mía! ¿Y entonces?
—Obviamente se negó, pero empezaron a insultarla en la calle y al esposo lo cogieron un día a golpes, y al niño también se lo insultaron cuando iba para la escuela y al perro se lo patearon cuando lo sacaron a orinar…
—Salvajes. No aguanta nadie.
—Era buena peluquera, la tuya no me pareció tan profesional.
—Lo es, pero estabas acostumbrada a otra.
—¡Mira cómo me dejó de trasquilada!
—Finalmente el pelo se organiza solito con el tiempo. Y es saludable cortarlo.
—Pero no tan rapado…, eso para las monjas… Claro que a mí en el convento no me echaron tijera así, la motilada era cuando se hacía el matrimonio con Dios y se vestían los hábitos para siempre.
—Te salvaste entonces. Menos mal te saliste.
—Me salieron, dilo como es –contesta Margó. Por un instante se queda quieta con los ojos perdidos en las baldosas y se le pasan por la mente unas palabras que no pronuncia: “Echada del convento, deportada y ahora sacada de mi propia casa, espero que esto pare aquí”.
—Solo esa vez te he visto el pelo largo largo. ¿Te acuerdas de cómo llegaste?
—Supongo que caminando, no tengo memoria de esa parte, no sé muy bien cómo hice, estaba más atortolada que ahora.
—No, digo, con el pelo más abajo de la cintura. Yo estaba asomada a la ventana y de pronto vi a una mujer que no era del barrio. Quién será esa con semejante pelero, pensé. A medida que te acercabas..., porque venías por la calle en dirección hacia nuestra casa…, a medida que te acercabas te iba reconociendo.
—No nos acordemos de eso, mejor vamos.
Al salir de la habitación, las mujeres se encuentran con una muchacha que desliza la trapera de un lado para el otro, del zócalo de la pared al borde de la zanja del patio, de este al zócalo otra vez, de principio a fin del corredor, de muro a muro. Sin quererlo, sin saberlo, la muchacha hace que los recuerdos de Margó insistan, que le traigan otra vez la época de monja y la de enfermera. Cuántas veces trapeó y trapeó corredores como lo hace esa muchacha, con las mangas del hábito remangadas, el vuelo de la falda recogido con ganchitos de nodriza y la humildad que caracterizó su paso por la vida religiosa. Incontables fueron también las caminadas por corredores de hospitales, de bata y toca blancas, unas veces chequeando enfermos e historias clínicas, otras fijándose en las condiciones laborales y recogiendo firmas para cumplir los compromisos con el sindicato. Conventos y hospitales, dos espacios familiares para ella, tienen algo en común con el asilo. Cambian la vestimenta y la condición de sus moradores, pero al fin de cuentas todo se reduce a hábitos, uniformes y rutinas. El asilo, lugar ajeno, empieza a ser parte de su vida, su vida misma. De ahí, ¿para dónde? “Para los pabellones y los jardines del cementerio”, lo piensa por un instante, pero no se atreve a decírselo a Elvira; sabe que para su hermana es espantosa la idea de la muerte, indeseable, así signifique la posibilidad de encontrarse con los seres ya idos: Alfonso, Luciano, Ramón, mamá Rosita o Iris.
Un hogar de ancianos parecía ir en contra de la naturaleza de Margó. Poco a poco hermanos y sobrinos fueron aceptando lo impensable. “¿Para dónde más va a irse?”. “Se está volviendo caprichosa”. “La vida en comunidad es lo que le ha gustado”. “Ha vivido en función de los otros”. “No sabe vivir sola”. También ella fue haciéndose a la idea. Las pérdidas llegan cerrando posibilidades. En este caso, de compañía, como en los tiempos opacos del noviciado y la existencia escondida de inmigrante ilegal. Sale del barrio, se distancia de las vecinas, se priva de la criada. Obligada a dejar todo. Para Julián, la culpa la tiene el Gobierno “por su insensatez y desidia”. Margó responsabiliza a las autodefensas. La realidad es que la muerte de Kenneth determinó el desenlace, aunque la decisión final fue solo de ella. Antes de que el comandante de policía llegara a advertirla, ya había dicho “ni crean que voy a pagarles extorsiones, y tampoco les doy el gusto de matarme, prefiero desocupar”. Y cumplió su palabra.
En la puerta de salida a la calle, las dos mujeres se detienen para saludar al portero y empezar a grabarse su cara. Al ver el teléfono sobre el escritorio del hombre, Margó no aguanta la tentación y pide prestado el aparato “para una llamada cortica”. Una llamada que debe colgar sin modular palabra.
—Nada que contesta –dice saliendo de la portería.
—Todavía no lo entiendo. –Elvira ve la oportunidad para insistir en que Flor debería enterarse de la decisión de Margó de irse para el asilo.
—Ni yo, ¡por qué no me responde!
—No. Me refiero a que no entiendo por qué no le has dicho nada.
Margó se detiene antes de empezar a caminar por la acera, acerca su cara a la de su hermana y viéndola a los ojos le dice sin vacilar:
—Para qué insistes si es mejor explicárselo personalmente, sé que va a angustiarse mucho, pensaba que íbamos a seguir viviendo juntas, creía que iba a cuidarme la vejez como a Ken, se lo hice prometer, le generé la expectativa, ¿cómo salirle con un cambio de planes tan grande en una llamada telefónica?, no merece que le haga eso, una cosa así es para hablarla frente a frente, además, han sido varias decisiones