Tus grandes ojos oscuros. Lucía Victoria Torres

Tus grandes ojos oscuros - Lucía Victoria Torres


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Cómo habrá pasado todos estos días. Debe ser como para enloquecerse. Cuánto me ha ayudado. Me desvela pensar en ella y en el puñado de gente que quedó allá y debe seguir llena de miedo. Ya me convencí de lo que decía Ken. Somos humanos. No tenemos el control. Su pérdida ha sido doblemente difícil y dolorosa. Me asusté cuando murió. Se me convirtió en recuerdo al instante. El presente vuelto pasado. De un día para otro deja de ser y estar lo que tengo y amo. Su muerte me ha hecho pensar en cómo prepararme para la mía. Pero sobre todo me dejó sin norte. Creí que mi refugio era mi casa. Qué va. Mi verdadera coraza y protección se llamaba Kenneth Wilson. Era el centro y desconocía que lo fuera. Me he dado cuenta de que todo lo equilibraba. Las fuerzas sobre todo. No lo parecía. No me lo esperaba. Había leído que el amor no siempre puede salvarnos pero sí darnos un motivo para luchar. No sé si es mi caso. Ken me dejó un vacío y un pesar inmenso. Quizás insanable. Mi amor por él lo he comprobado en la falta y en la ausencia. En la necesidad que tengo de él. Sobre todo ahora en mi situación.

      2

      Van a ser las tres de la tarde y es la tercera vez que se sienta. Se paró de la cama a las cinco de la mañana, desayunó de pie mientras supervisaba la sacada del pequeño trasteo, se sentó en el auto que la llevó al asilo y luego en el restaurante donde almorzó con sus sobrinos y su hermana. Sin embargo, aún conserva energía y piensa seguir trajinando. Se da un respiro probando la cama que ha comprado. Es una cama sencilla, lo más razonable cuando el hábitat se reduce a una pieza de asilo, el estado civil es la viudez y se desestima la presencia de hombres en el lecho. Después de más de tres décadas durmiendo en cama doble y acompañada, volverá a ser como una mujer soltera o una monja. Imagina que no volverá a sentir el desierto frío y desolador que ha acompañado sus noches desde la muerte de Kenneth. Supone que morirá en esa cama cuya calidad comprobará esta noche. Por lo pronto, soba la cabecera con los dedos, acaricia con las yemas la refinada lisura del roble barnizado. Luego palpa con las manos el mullido edredón, extiende las palmas y presiona ligeramente. El cobertor se ve imponente y aún conserva atada al bolero inferior la etiqueta con el precio, una etiqueta que resulta imperceptible así esté rozándole los mocasines de gamuza. “El colchón se siente cómodo”, piensa. “Y el cuarto también”. Le ha tocado la habitación ciento doce, de las diecinueve que tiene el único piso de la edificación. Mira alrededor, repasando cómo ha quedado el sitio que en adelante será su hogar. Luego se levanta, saca del clóset el portarretrato con la foto de José Luis y lo pone encima de la nevera, pequeña, como de cuarto de hotel, que se estrena en su perenne faena de congelación.

      —No es el mejor lugar, pero toca dejarlo aquí mientras tanto, y prefiero exhibirlo en vez de mantenerlo guardado –dice y vuelve a sentarse en la cama.

      Elvira contempla el retrato. “Qué hermoso era”, piensa. Ha conseguido agua caliente en la cocina del asilo. El termo, la azucarera, el frasco de café instantáneo y la bandeja con pocillos se estrechan en una mesa auxiliar, al lado de la nevera.

      —Jóse corrió con suerte. ¡Tener dos mamás! –dice Elvira concentrada en la preparación del café.

      —Mamá solo hay una.

      —Hay excepciones también. Y el trato de él contigo es distinto. De mucha deferencia.

      —Exageras.

      —Adelantó el viaje. Jamás había hecho algo así. Detesta cambiar de planes. Todo por ti.

      ¡Qué palabras! Se sienten como un reclamo. Así las recibe María Margarita. Sin embargo, se queda callada. Elvira ha sido la más leal y confiable de sus hermanas, a pesar de la distancia en edad. También ha sido admirable la fuerza de sus sentimientos y de su voluntad.

      Solo quise ser una buena madrina –dice mirando la foto.

      Por un instante, sin quererlo, se percata de su respiración, que se expande en el tórax, que le ocasiona un vacío opresivo en el pecho. Nota que Elvira termina de llenar los pocillos con agua, cierra el termo y toma la azucarera.

      —Al mío solo una cucharadita. Voy a empezar a reducir el azúcar –aclara.

      Recibe el café y ve a Elvira sentarse con su pocillo en el taburete que le ha prestado. Viejo pero bien conservado, es el único que hay por ahora en la habitación. Se fija en el reloj sobre la mesa de noche.

      —Nos ha rendido, son las tres y ya estoy acomodada.

      —Gracias a los muchachos. Sin su ayuda, quién sabe dónde iríamos.

      —Jóse es tan diligente.

      —Afanoso, diría yo. Estaba convencida de que iba a quedarse más tiempo, pero ya dizque se va… Ay, Margó, ¿no se te hace muy rápido?

      Margó es como le dicen en la familia.

      —¿Qué hacemos ahora? –Elvira trata de animarse.

      —Organizar nuestras vidas, la tuya, la mía, y preparar el viaje, a ver si nos olvidamos de este desastre.

      —¡Nooo, que qué hacemos ya! –aclara.

      —Ah… aquí nada queda para arreglar, al menos por hoy.

      —Podríamos dar una vuelta por el lugar. Así vas conociendo a la gente, saludas y ves si…

      —No no no, ahora no, mañana cuando tenga más ánimos.

      —¿No salimos entonces? ¿Y las compras que querías hacer?

      —Tomémonos este café primero.

      —O prefieres descansar.

      —No, todavía es temprano, me gustaría al menos arrimar a una agencia de viajes.

      —¿Vas a buscar otro presupuesto? Pero si ya le hemos echado todas las cuentas a ese viaje.

      —Es para ir haciéndome a la idea y ocuparme de otra cosa, pensar en que voy a volver a caminar por Manhattan me resulta más edificante en este momento, siempre añoraré Nueva York.

      —¡¿En invierno?!

      —Tiene su gracia. La nieve siempre es conmovedora.

      —¡¿A nuestra edad?! Dudo que se le sienta el encanto.

      —Puede ser…, sí, sería preferible aguardar a que pase tanto hielo.

      —Así nos da más tiempo de resolver todo.

      —Eso sí, y podría irme más tranquila.

      —Parece que ya se está arreglando este problema.

      —Ajá…, por lo menos salí de tu casa y voy a dejarte en paz.

      —¿En paz? Quién te dijo que… ¿Por qué me dices eso? Yo te recibí con mucho gusto. La casa de un hermano es como la casa de uno.

      —Lo sé, pero… es que en esas condiciones… caerte así de improviso, sin poder planear nada…

      —¿Y es que el destino puede planearse? Si a eso vamos… Mira yo cómo terminé en ese apartamentico tan estrecho.

      —¿Estrecho? No seas malagradecida, Elvira, cómo nos acomodamos de bien, la chica en su habitación, Julián en la suya, yo tuve la mía, y ahora te quedan dos desocupadas, y si la chica se independiza… Si hubieras conocido al menos un rancho de los miles que visité en el barrio, hasta diez metidos en una pieza con un mero colchón… peor, encima de un arrume de arena para darse calor.

      —Quién iba a creer que te cayera encima semejante problema. Justo a ti. Cómo les ayudaste. Tantos años resolviéndoles las necesidades y peleando por esa gente y…

      —Y terminé de arrimada.

      —¿Arrimada? ¡¿Te sentiste muy arrimada en mi casa?!

      —Es una manera de decir.

      —Así sea, ni lo debes pensar.

      —No te enfades por eso.

      —Claro que sí. He estado en deuda contigo. Siempre quise pagarte,


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