Tus grandes ojos oscuros. Lucía Victoria Torres

Tus grandes ojos oscuros - Lucía Victoria Torres


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      —Su visita a la tumba del papá me lo recordó más.

      —Ay, esa visita… le dio duro, pobrecito, casi ni habló en el almuerzo.

      —Claro. ¡Con lo que Fonso le hizo! Y me hizo a mí. No me separé por no cargar más problemas. ¡Que un papá eche a un hijo de la casa! Siempre que me acuerdo me pregunto con qué clase de hombre me casé.

      —Nunca se sabe con qué puede salir un hombre. Mira a Ken.

      Sin ponerse de acuerdo, las dos mujeres coinciden en sorber su café. Silenciosas, miran alrededor e inspeccionan de nuevo la organización del cuarto.

      —Bueno, ¿y cómo quieres los zapatos?

      —Descansados. –Margó se mira los pies–. Parecidos a estos.

      —¿Como esos? Cómprate algo menos rudo. Ya no tienes que preocuparte si te sacarán ampollas o no y si la suela aguanta las piedras.

      —Creo que serán los últimos que compre. Muere también mi engorrosa búsqueda de zapatos.

      Vuelven a quedarse en silencio. El significado de lo dicho por Margó está claro para Elvira. En realidad, desde los sesenta años de edad uno podría empezar a considerar como últimas muchas cosas, especialmente el hecho de adquirir nuevas posesiones. Hasta las más simples o indispensables terminan siendo revaluadas. El desprendimiento de los objetos materiales se hace más fuerte a medida que la conciencia de la muerte se vuelve presencia en la vida diaria, en ese momento en el que la frontera entre la vida y la muerte es cada vez más sutil. A la edad de Margó algunos incluso ponen en duda el sentido de comprarse una propiedad para vivir solos y les resulta más sensato meterse en esos internados de viejitos tan parecidos a los conventos.

      Gracias a las semanas en casa de su hermana, Margó pudo buscar con cierta calma dónde acomodarse. Un sitio digno, acorde a su estatus y capacidad económica. La habitación asignada se ajusta a su condición y a su nivel de exigencia. Dio la talla cuando inspeccionó cada huella posible de suciedad: pisos brillantes, paredes blancas recién pintadas, rincones exentos de telarañas o mugres acumulados, baldosines casi nuevos en el baño, griferías y conexiones en buen estado. Un espacio casi inmaculado. La limpieza del lugar, infalible, la convenció de que era el mejor. En otros que visitó, los olores a orines y a viejos sin bañarse la espantaron en la puerta de entrada.

      —No previmos lo de la cortina, pero siquiera no hay que comprar y me defiendo con la que vas a prestarme mientras traigo las mías.

      —Creo que te agradará. Tenemos gustos parecidos.

      —Cómo es la vida, sin cortina y con el montón de trapos que tenía, algunos se quedaron sin estrenar.

      —Si te hubieras ido cuando empezaron esas invasiones habrías podido lucir las bellezas que trajiste de Estados Unidos.

      —Lo que debí hacer fue no guardar nada, pero uno siempre está como a la espera de algo, sabiendo que el futuro nunca puede adivinarse, sencillamente no existe.

      —Lástima la vajilla tan fina. Apenas la usaste.

      —Era indigno en medio de tanta miseria.

      —Y el cristal. ¡Y ese montón de porcelanas!

      —Ya, Elvira, ya, deja eso.

      —Es que… ¡qué vas a hacer con tanta cosa!

      —Ya veremos, nunca tuve tiempo de pensar en eso, ahora me sobrará, por ahora solo me interesa la cortina.

      —Mañana te la mando.

      —Pero no molestemos más a los muchachos que ya han volteado demasiado y qué pena haberlos preocupado por una cortina.

      —Preocupados han estado y estarán hasta que se resuelva todo. Lo malo es que lo de Flor los ha puesto más ansiosos.

      —Por qué Flor no me contestará. Para eso le dejé el teléfono, para mantenernos comunicadas. Debí comprar el celular. Cómo voy a vivir sin teléfono aquí.

      —Convéncete. Cortaron la línea. Esos hombres te cogieron bronca.

      —Se supone que ya están derrotados, ¿para qué han sido tantas operaciones entonces?, y no fue bronca, ni a mí solamente, con todo y por todas partes se metieron.

      —Son como una plaga. Con razón Julián dice que eso es muy difícil de erradicar. Ay, ese muchacho. Es capaz de irse para allá si Flor no da señales de vida de aquí a mañana.

      —Si va, me gustaría que me trajera el baúl, no se me quita de la cabeza, no sé por qué.

      —¡Ese armatoste! ¿Para ponerlo dónde?

      —En esa esquina, con las otras fotos, y allá va a ir el escritorio.

      —Un escritorio es muy necesario, pero ¿si cabe aquí?

      —Ahí junto a la vidriera, sí.

      —¿Tapando la salida al patio?

      —Ya lo calculé y da justo.

      —¿Y en el patio qué? ¿Vas a poner matas?

      —Todavía no sé.

      —Pon una mesita con un par de sillas plásticas. Tomar el sol es muy necesario. Respirar aire.

      —¡En esta ciudad tan contaminada!, cómo se te ocurre, ¿no ves que esto está en pleno centro?

      —Como sea, pero el encierro del todo es más perjudicial. Estás acostumbrada a casa con patio, terraza y balcón… Para que no extrañes mucho, eh.

      Las dos mujeres caen en un vacío de palabras que aunque corto se siente pesado. Margó mira las baldosas de granito blanco y sin levantar la vista dice con la voz mermada:

      —Siempre extrañaré todo, especialmente esto que me está pasando, creo que nunca voy a entenderlo, la vida nunca es lo que uno se imagina y al final como que nada vale la pena.

      —Mejor no pensemos. –Elvira se levanta y da una vuelta por el cuarto–. A ver, entonces el escritorio, aquí, y la silla giratoria… no cabe…, ¿qué harás con ella?

      —Ni sé.

      —Consíguete una más pequeña, sin brazos. Como la de Violeta.

      —La de Ken es mejor y le valió mucho, mira que la hizo tapizar en puro cuero, él no era de lujos pero se descrestó con el comino crespo, esa silla y el escritorio son unos muebles finos que vale la pena conservar por el valor sentimental además.

      En esa silla giratoria con su escritorio Margó y Kenneth se sentaron horas a apuntar lo entregado por las parroquias. A dejar consignada meticulosa, honradamente, cada cosa que conseguían para los necesitados. A echar cuentas. A pensarle a la repartición de las limosnas entre tanto pobre. Años de tardes y noches registrando cada mercado y cada atado de ropa, nueva o usada. Cada donación, en especie, monedas, billetes o cheques. Revisando listas de anotados. Verificando nombres de viudas y dejadas del marido. Chequeando el número de hijos por hogar. Corroborando las edades de los huérfanos. Decidiendo qué remediar primero con las medicinas: si la escasez de la farmacia del puesto de salud o la penuria de los habitantes de los ranchos.

      Encima del escritorio Margó desea poner los dos portarretratos de siempre: el de su ahijado y el de su boda. En cada imagen habita un significado diferente, pero ambas le han ayudado a hacerle frente a lo difícil. La primera fue una precaria manera de llenar la sufrida ausencia de José Luis cuando lo mandó para Nueva York luego de los años de convivencia con él. La otra foto le permitió sobrellevar más de una decepción conyugal y obedece a un consejo de su madre. “La foto de matrimonio hay que tenerla siempre a la vista para mirarla en los momentos de crisis, recordar el sentimiento de entonces, espantar ideas caprichosas de separación y superar las iras que suelen generarle a uno las torpezas de los hombres”. Así le dijo mamá Rosita. Ya que el recuerdo de Kenneth quedó en peligro de nublarse después de su muerte, le conviene tener la foto a la vista. La mesa de noche es buen lugar mientras llega el escritorio.

      —Ojalá


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