Pinceladas del amor divino. Erna Alvarado Poblete

Pinceladas del amor divino - Erna Alvarado Poblete


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Luego podrás amar y aceptar ver­daderamente a otra persona”. Cuando te sientas insegura, recuerda:

       El amor de Dios es eterno.

       Su amor por ti va más allá de tu entendimiento.

       Él siempre te amará incondicionalmente.

       Solo experimentando su amor podrás amar a tu prójimo.

       Afiánzate en su promesa: “Porque te aprecio, eres de gran valor y yo te amo” (Isa. 43:4).

      Soy mujer: soy perdonada

      “Aunque sus pecados sean como el rojo más vivo, yo los dejaré blancos como la nieve; aunque sean como tela teñida de púrpura, yo los dejaré blancos como la lana” (Isa. 1:18).

      Uno de los eslabones más débiles de la cadena de la conmise­ración humana es nuestra incapacidad de perdonarnos a nosotros mismos y de reconocer y aceptar el perdón de Dios. Esto nos ata a sentimientos de culpa que pueden llegar a ser obsesivos y esclavizadores. La culpa es como un repiqueteo constante a la conciencia que paraliza, debilita y enferma. Centrarnos en los errores cometidos y usarlos como un látigo para infligirnos autocastigo es poner en duda el amor de Dios.

      El remordimiento es otro peso inútil que cargamos; es simplemente “mor­dernos” vez tras vez y herirnos, considerándonos indignas de gozar la vida. El remordimiento pone en peligro nuestra salud; muchas enfermedades físi­cas y psíquicas son causadas por ese remordimiento que se sustenta en la inca­pacidad de perdonar.

      Recuerdo a aquella mujer que, agobiada por la culpa, se atribuía la muerte de uno de sus hijos. Era triste verla sumida en un dolor sin tregua; las discu­siones más intensas las tenía con ella misma y con Dios. No había nada ni nadie que pudiera hacerla salir de la cárcel donde habitaba voluntariamente.

      Muchas decisiones erróneas del pasado pueden hacernos sentir que no me recemos el perdón de Dios. Sin embargo, es bueno recordar que somos perdonadas por los méritos y la gracia de Cristo. El Señor nos enseña: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y no hay verdad en nosotros; pero si confesamos nuestros pecados, podemos confiar en que Dios, que es justo, nos perdonará nuestros pecados y nos limpiará de toda maldad” (1 Juan 1:8, 9).

      No permitas que el remordimiento y la culpa por errores pasados sean tu “zona de confort”, donde alimentas tu ego regodeándote en tu miseria, tal vez con la esperanza de obtener lástima. Dios desea que seas libre. Rompe las cadenas con las que voluntariamente te atas. “Cree que él pagó el precio de tu pecado y de tu culpa. Cree que él te ha salvado y te ha limpiado. Cree que él satisfará cualquier necesidad generada por tu pasado” (T.D. Jakes, Mujer, ¡eres libre!, p. 219).

      Mírate a través de los ojos del Salvador. Él te dice: “Si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; todas son hechas nuevas” (2 Cor. 5:17, RVR 95).

      Soy mujer: soy libre

      “Cristo nos dio libertad para que seamos libres. Por lo tanto, manténganse ustedes firmes en esa libertad y no se sometan otra vez al yugo de la esclavitud” (Gál. 5:1).

      El tema de la libertad se debate en diversos foros; hablan de ella los eruditos en la materia, y también las personas comunes como tú y yo. Jóvenes y ancianos, desde diferentes escenarios, levantan la voz exigiendo libertad. Lo cierto es que la libertad fue un regalo de Dios a sus criaturas, al cual renunciamos voluntariamente cada vez que decidimos dejar de depender del Señor. No nos damos cuenta de que, al hacerlo, nos encade­namos a un poder que nos somete, llevándonos a perder ese valiosísimo te­soro llamado libertad.

      Esta es una razón por la que muchas mujeres vivimos en las cárceles psi­cológicas del miedo, la ansiedad y la amargura. Intentando ser “libres” de una manera independiente a Dios, construimos muros infranqueables que no solo nos separan de Dios, sino también de los demás. Limitamos así nuestra actuación a un escenario pobre, miserable y estrecho donde solo sobrevivi­mos, sin disfrutar la emoción de vivir una vida plena en Cristo Jesús. Alguien dijo: “Hay muchas personas que sueñan con la libertad pero siguen enamo­radas de sus cadenas”. ¡Qué acertado!

      La libertad que Dios nos ofrece no es el libertinaje irresponsable de quie­nes desean hacer lo que les venga en gana, sean cuales fueren las consecuencias. La mujer libre en Cristo tiene frente a ella un escenario de enormes oportu­nidades de crecimiento personal. La libertad en Dios nos permite llegar a “ser” lo que él quiere que seamos, sin intentar parecernos a nadie.

      La mujer que escoge ser libre:

       Sueña sus sueños con Dios.

       Ama sin ataduras de dolor.

       Pone límites para preservar su integridad y dignidad.

       Ejerce su autonomía.

       Expresa sus emociones, sin lastimar a nadie.

       Es auténtica y original.

       No permite que la empujen a hacer lo que va en contra de sus principios.

       Busca el bien en ella y en los demás.

       Comienza y termina su día agradeciendo las bendiciones recibidas.

      Amiga, escoge ser libre, con esa libertad que rompe cadenas, pero que a la vez pone límites saludables para asegurar su permanencia en Dios.

      Soy mujer: soy feliz

      “Alégrense siempre en el Señor. Repito: ¡Alégrense!” (Fil. 4:4).

      Algunos aseguran que la felicidad es un arte que se puede cul­tivar; otros afirman que es un estado emocional que desarrollamos como un hábito; también hay quienes aseguran que es parte de la di­cotomía de la vida; es decir que, para ser feliz, es necesario conocer la tristeza. No importa de qué lado nos pongamos, lo cierto es que el pedido de Dios al respecto es: “Estad siempre gozosos” (1 Tes. 5:16, RVR 95). Pero ¿cómo lograr­lo, siendo que vivimos en un mundo de dolor y sufrimiento? ¿Es acaso un pe­dido imposible? Por supuesto que los pedidos de Dios no son imposibles.

      Por naturaleza, los seres humanos tenemos tendencia a evitar el dolor y el sufrimiento. La máxima de la vida es encontrar la felicidad, y los caminos para encontrarla son inimaginables. La felicidad del mundo, basada en el princi­pio del placer, genera un desgaste emocional y físico, en ocasiones, con gra­ves consecuencias. Sin embargo, el gozo que Dios nos ofrece es mucho más sencillo. Es de dentro hacia fuera, y no está sujeto a nada de lo que ocurre a nuestro alrededor.

      Las mujeres que creemos en Dios tenemos razones más que suficientes para ser felices, aun en medio de las vicisitudes de la vida. La felicidad no de­pende de un instante; la felicidad es una cadena formada por muchos eslabones de gratitud, fe, confianza, amor, misericordia y sensibilidad. Si así no fuera, ¿cómo entenderíamos el hecho de que personas que viven en medio de caren­cias de todo tipo puedan verse gozosas y radiantes?

      Parece ser que existe una estrecha relación entre utilidad y felicidad; de he­cho, sentirse útiles abre la puerta a la verdadera alegría. Pienso ahora mismo en la misión de Jesús, que “no vino para ser servido, sino para servir” (Mat. 20:28, RVR 95).

      Amiga, ¿por qué no empezar hoy? Considera en tu bitácora del día un acto de servicio. No solo ayudarás a alguien, sino que también te ayudarás a ti mis­ma. La satisfacción de realizar un acto generoso en favor de otro es un detonante efectivo para sentir satisfacción personal, que indudablemente producirá gozo. Como dijo Teresa de Calcuta: “El servicio más grande que podemos hacer a alguien es conducirlo para que conozca a Jesús, para que lo escuche y lo siga; porque solo Jesús puede satisfacer la sed de felicidad del corazón humano, para la que hemos sido creados”.


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