Pinceladas del amor divino. Erna Alvarado Poblete

Pinceladas del amor divino - Erna Alvarado Poblete


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      Cambia tu lente

      “Te aconsejo que de mí compres oro refinado en el fuego, para que seas realmente rico; y que de mí compres ropa blanca para vestirte y cubrir tu vergonzosa desnudez, y una medicina para que te la pongas en los ojos y veas” (Apoc. 3:18).

      Hace unos días asistí a mi cita periódica con el oftalmólogo, aten­diendo a su recomendación. Me dijo que, cada dos años como máxi­mo, los lentes deben ser revisados para cambiar su graduación. Me sentía bien con mis lentes; yo creía que me ofrecían una visión clara y nítida, y pensé que era innecesaria la revisión. Sin embargo, ya en el consultorio y tras haber hecho las pruebas pertinentes, me di cuenta de que me hacía falta un cambio de lentes. No vemos lo que no podemos ver.

      De repente, todo parecía tener una nueva luz, un nuevo brillo; ahora veía los pequeños detalles de los objetos que me habían pasado desapercibidos sin darme cuenta. Al mirarme al espejo descubrí rasgos en mi rostro que no sabía que tenía: unas cuantas arrugas que yo no había visto, pero que sí, allí estaban; y me descubrí lanzando una exclamación de sorpresa. Indudablemente, era necesario el cambio. Mi conclusión fue: “Las cosas no son como yo las veía”.

      Apliquemos esta experiencia al ámbito espiritual. A veces pasamos la vida con una visión borrosa de la realidad. Juzgamos en función de lo que “vemos”, y así mismo opinamos. Incluso amamos a través del filtro de nuestra propia lente, sin preguntarnos si realmente lo que vemos es lo que es. Nuestra visión debe ser renovada, ahora lo comprendo claramente. Para ello tenemos que acudir a la consulta del oftalmólogo celestial, nuestro Dios. En su sabiduría, perfeccionará nuestra visión, y veremos con los ojos del discernimiento es­piritual lo que no sabemos ver por nosotras mismas, con nuestra mirada car­nal. Nuestra mirada será entonces más empática. Veremos a los demás como Dios los ve. Y descubriremos “arrugas emocionales y espirituales” en noso­tras mismas que nos devolverán la humildad. Esa humildad que es la clave de la vida cristiana.

      Si tu visión está empañada por un pasado de vergüenza, traumas, desilu­siones y fracasos, y estos no te dejan vivir el presente ni mirar con optimismo el futuro, no repartas culpas ni te escondas tras excusas. Ve al consultorio del divino médico, clama por restitución y toma responsabilidad de tu vida. La mirada corregida por el poder de Dios te hará sensible, misericordiosa y equi­librada; podrás trabajar en ti misma y dejar atrás la arrogancia.

      Estén siempre alegres

      “Llénenme de alegría viviendo todos en armonía, unidos por un mismo amor, por un mismo espíritu y por un mismo propósito” (Fil. 2:2).

      Te propongo iniciar hoy una serie de cinco reflexiones basadas en 1 Tesalonicenses 5:16 al 22, que dice así: “1) Estén siempre alegres, 2) oren sin cesar, 3) den gracias a Dios en toda situación, […] 4) somé­tanlo todo a prueba, […] 5) eviten toda clase de mal”. Empecemos por la primera parte: “Estén siempre alegres” (NVI).

      Estar siempre alegres parece imposible. Sin embargo, es un pedido de Dios, y él nunca nos pediría nada que no esté a nuestro alcance. Lo que lo hace pa­recer imposible es nuestro concepto de la alegría. Entendida como una emo­ción basada en el placer, claro que es un pedido inalcanzable. Sin embargo, la alegría va más allá de eso.

      La alegría a la que se refiere Dios es el estado que alcanzamos cuando vi­vimos en armonía con él, con nosotras mismas y con el prójimo, y es ajena a las circunstancias que nos rodean. La alegría se asemeja a una planta que se cultiva día a día con cuidado y voluntad; es una decisión firme de restar lo ne­gativo y sumar lo positivo; es pasar del ego al altruismo. El terreno para cultivar la alegría somos tú y yo, así como las relaciones con la familia, los amigos, y las personas que llegan y se van de nuestra vida en el trajín cotidiano.

      Comienza estando alegre contigo, con lo que eres, lo que haces y tienes. Si alguno de estos aspectos de tu vida se puede mejorar, atrévete a intentarlo: sue­ña con lo que es posible y muévete a la acción. Por otro lado, la alegría no se vive a solas; al experimentarla, te encontrarás con personas que vienen, otras que se van y muchas tantas que se quedan. Tal vez tú esperas que los que se quedan, se vayan, y que los que se van, se queden. Al aceptar que no ocurre así, abres la puerta a la flexibilidad mental, que es un principio básico para lo­grar estar alegres de una manera permanente. Entonces te será posible hacer tuyo el pedido del apóstol: “Alégrense siempre en el Señor. Repito: ¡Alégren­se!” (Fil. 4:4).

      Cultiva tu alegría cooperando con la voluntad de Dios; entusiásmate frente a los desafíos; ve lo bueno que hay en ti y en los demás; desarrolla el buen humor; ponle sabor a lo desabrido; sé precavida pero no miedosa. El mundo está lleno de alegrías; el arte consiste en saber distinguirlas.

      Oren sin cesar

      “Manténganse constantes en la oración, siempre alerta y dando gracias a Dios” (Col. 4:2).

      Se me ocurrió buscar en el diccionario la definición de la pa­labra “oración”, y me refirió al siguiente concepto: “Enunciado que tie­ne un verbo como núcleo del predicado”. En realidad, no era este tipo de oración el que yo buscaba, pero sentada frente a esta definición, reflexio­né en ella y la apliqué al concepto de la oración como plegaria.

      Cuando oramos, necesitamos que el núcleo sea el Verbo; recordemos quién es el Verbo: “En el principio era el Verbo, el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios” (Juan 1:1, RVR 95). El verbo es quien nos mueve a nosotras, que so­mos el sujeto. En otras palabras: cuando oramos nos ponemos en sintonía con Dios para que su Espíritu nos mueva a conocer, aceptar y cumplir la volun­tad del Padre.

      La oración es una fuente inagotable de bendiciones. La mujer que ora, en­cuentra sabiduría y discernimiento para hacer frente a sus retos; su fortaleza será renovada cuando el cansancio y la fatiga tomen como presa su cuerpo y su mente. En las Sagradas Escrituras leemos: “Dejen todas sus preocupa­ciones a Dios, porque él se interesa por ustedes” (1 Ped. 5:7).

      Cuando oramos, se ve nuestra naturaleza humana: buscando respuesta a una petición, somos insistentes y nuestras súplicas no cesan. Pudieras llegar a pensar que cansas a Dios; sin embargo, ten la certeza de que te escucha con profunda compasión, y su corazón empático se conmueve. No hay ningún aspecto de tu vida que quede fuera de su atención. La niña, la joven, la espo­sa, la madre, la abuela siempre encontrarán sustento cuando acudan reveren­temente ante Dios suplicando ayuda.

      “Tomen tiempo para orar, y al hacerlo, crean que Dios los oye. Mezclen fe con sus oraciones. Puede ser que no todas las veces reciban una respues­ta inmediata, pero entonces es cuando la fe se pone a prueba” (Testimonios para la iglesia, t. 1, p. 156). La oración de fe sencilla bendice, restaura, sana, une y, además, renueva tu mente, de tal modo que agudiza tu capacidad de dis­cernir, lo que te lleva a gozar de libertad para tomar decisiones responsables.

      Hoy, antes de iniciar tu jornada, inclínate ante Dios con humildad. Que tu oración sea: “Señor, gracias por este nuevo día. Me regocijo en ti. Gracias por todo lo que sentiré y haré hoy, pues confío en que serás mi ayudador, mi amigo, mi consejero y mi sustentador. Amén”.

      Den gracias a Dios en toda situación

      “Y todo lo que hagan o digan, háganlo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios el Padre por medio de él” (Col. 3:17).

      Los expertos aseguran que la gratitud es un sentimiento que pue­de traer mayor bienestar y sentido de plenitud al ser humano. Afirman que la gratitud puede eliminar la negatividad y el desgano aun frente a las circunstancias más adversas. Un hecho tan simple como decir “gracias” no es tan fácil como pudiéramos creer; hay quienes no perciben en su entorno na­da por lo que agradecer.

      El pedido del Eterno es:


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