Las batallas de Concón y Placilla. Andrés Avendaño Rojas
Valderrama, don Luperlino Rojas, don Benjamín Gutiérrez (revolucionario).- Fila de atrás, cadetes: don Jorge Larenas (revolucionario), don Carlos Hinojosa (revolucionario), don Carlos Briones (revolucionario), don Ambrosio Acosta y don Nicanor Peña. Fuente: Archivo Museo Histórico y Militar de Chile.
La Historia Militar de Chile, del Estado Mayor General del Ejército, en relación con esta materia señala que “…la infantería de línea no conocía el combate de tiradores, por lo menos en el sentido moderno, no se le daba importancia sino a los ejercicios de la táctica lineal y de columnas que preconizaba el reglamento en vigencia. Se practicaban manejos de fusil y descargas y se atribuía un gran valor al asalto en orden cerrado. No se reconocía una instrucción sistemática y práctica, ni del tiro al blanco ni del servicio de campaña”39.
En la misma dirección de lo señalado precedentemente se orienta el diagnóstico del teniente José S. Urzúa, oficial destinado en Arica en 1888, quien en un artículo publicado en la Revista Militar de Chile con el título “La instrucción militar de nuestros soldados”, afirmaba que “…es imprescindible poner atención en un proceso de enseñanza que le dé al soldado plenos conocimientos del arma que posee, que le designe el modo de hacer el mejor uso de ella y cómo sacar el mejor partido posible de sus condiciones balísticas. Sin esta instrucción, las armas de precisión serán imprecisas, y por ello, es que es necesario formar un ejército de buenos tiradores, ya que en la realidad nuestros soldados están en tal grado de atraso que la mayor parte de ellos no conocen ni el arma que poseen, mientras se ocupan de aprender lucidos manejos de armas, movimientos simultáneos y ejercicios armónicos que llenan de encanto a los espectadores, sin aportar elementos prácticos a su instrucción. Lo que nos conviene, es tener un ejército de buenos tiradores y no de soldados que se mueven automáticamente”40. Es éste el mismo desafío que hoy siguen teniendo quienes integran el Ejército: estructurar una fuerza que por sobre todo sepa combatir, sea eficiente en el uso de los recursos de que dispone y en definitiva, que en su entrenamiento privilegie el fondo por sobre la forma.
Los grados de efectividad que más tarde alcanzarán los soldados congresistas, al adoptar nuevas tácticas de combate y técnicas de uso de sus fusiles Mannlicher, marcarán la diferencia y hablarán por sí solos de la validez de esta afirmación.
Como se ve, los oficiales más adelantados y evolucionados tenían un duro diagnóstico respecto de la capacidad operativa y táctica del Ejército que pocos años antes había resultado vencedor en la Guerra del Pacífico. La técnica tironeaba a la táctica y generaba insatisfacción en quienes veían cómo su Ejército se había estancado y no progresaba. Aún más, por esos mismos días, a través de las mismas páginas de la Revista Militar de Chile, su redactor, el teniente coronel José de la Cruz Salvo Poblete, apuntaba sus críticas a la inexistencia de un Estado Mayor permanente, señalando que este “…no tiene por única misión auxiliar a los generales en el mando de las tropas en la guerra, sino que en tiempos de paz, debe prepararla y diseñarla en sus menores detalles”41. Como es posible observar, se comenzaba a vivir un período de autocrítica —tan necesaria para la evolución y mejoramiento de las organizaciones complejas—, de conciencia de las limitaciones propias y de una creciente demanda de progresos profesionales. Cosa siempre deseable y constructiva y verdadero caldo de cultivo para el proceso modernizador que se avecinaba.
En lo que a material de guerra se refiere, la infantería del Ejército estaba dotada principalmente con fusiles Gras, modelo 1874, de fabricación francesa y con fusiles Comblain, de fabricación franco–belga, ambos de calibre 11 mm. La gran novedad la habrían de constituir los fusiles Mannlicher. El Ejército chileno fue el primero de América en contar con este fusil, arma muy moderna para la época, cuyas cualidades más sobresalientes eran su gran precisión, su cadencia de tiro, la solidez de su mecanismo y su manejo sencillo. Sin embargo, por carecer de la munición correspondiente el ejército gobiernista no pudo utilizarlo durante la guerra civil, entregando la ventaja a los congresistas, quienes equiparon una de sus brigadas, la 2ª, con dicha arma. Tan insólita situación se explica ante el hecho que el día 8 de enero de 1891 el acorazado Blanco Encalada al servicio de los revolucionarios, se apoderó en Valparaíso de 4.500 fusiles Mannlicher, sin munición, que habían llegado de Austria para el gobierno de Chile42.
Por otra parte, la artillería de que disponía el Ejército en 1890 estaba principalmente constituida por material utilizado durante la Guerra del Pacífico y comprendía aproximadamente unos 80 cañones adquiridos casi en su totalidad en la fábrica Krupp. El armamento recién descrito se vio reforzado con sucesivas compras efectuadas entre los años 1889-189043.
En síntesis, respecto a la organización y equipamiento hacia fines de 1890, podemos señalar que el Ejército de Línea era una fuerza militar con años de atraso en relación con sus similares de Europa. Su organización, desde el punto de vista operativo, era deficiente, ya que adolecía de una estructura de mando que permitiera su preparación y empleo en forma oportuna; carecía de un mando centralizado y no estaba libre de interferencias políticas. Los oficiales y suboficiales que lo integraban no tenían —en su mayoría— una formación sistemática en la ciencia de la guerra, por lo que podemos decir que su gran potencial radicaba, muy principalmente, en las experiencias y glorias del pasado; las de la Guerra del Pacífico.
Los soldados, como ya se dijo, producto del sistema de reclutamiento vigente provenían de los grupos más débiles de la sociedad y, por lo mismo, su disciplina y entrenamiento era escaso. Su equipamiento era prácticamente el mismo de la Guerra del Pacífico y sus técnicas de combate no habían progresado sustancialmente; así lo reflejan las críticas, ya públicas, de los oficiales más evolucionados.
Con todo, pese a que finales de la década de 1880 se podían advertir incipientes aires reformadores en el Ejército, éstos solo alcanzarán mayor fuerza y profundidad con el triunfo de la causa congresista, ya que como sucede con todo proceso de transformación —especialmente éste, el del Ejército vencedor de la Guerra del Pacífico— había encontrado resistencias entre los oficiales, particularmente entre aquellos que habían sido formados en Francia, tales como los generales Luis Arteaga y José Francisco Gana, quienes fueran, director de la Escuela Militar y de la Academia de Guerra el primero, e Inspector General de la Guardia Civil y más tarde Ministro de Guerra el segundo. Dados los cargos que ejercían, ambos eran reconocidos y no despreciables opositores al modelo de modernización prusiano.44
La campaña del norte
La revolución de 1891 constituyó un hito de especial trascendencia en la vida de nuestro país, a tal punto que hay concordancia en que puso término al siglo XIX histórico de Chile. Desde el punto de vista del Ejército, significó un violento enfrentamiento fratricida que, finalmente, dio paso al proceso de modernización y profesionalización más profundo que nunca antes había tenido.
Desde la perspectiva de las operaciones, la revolución destaca por la extensión de sus campañas —ocho meses—, por el número de fuerzas involucradas —más de treinta mil soldados— y por la ferocidad con que se combatió. Fue una verdadera campaña, a diferencia de las revoluciones de 1851 y 1859, que por lo breve, tuvieron características más bien de un estallido, de un incendio que fue apagado casi de inmediato y en las cuales la Armada no participó, a lo menos, activamente en las operaciones.
En 1891, tanto el Ejército como la Armada se dividieron. Los combates que durante la revolución se produjeron fueron tan cruentos, o más, que las más encarnizadas batallas de la Guerra del Pacífico. Es decir, ésta puede ser considerada en los hechos como la más profunda, radicalizada y violenta división que ha tenido nuestro país a lo largo de su historia. A lo menos si la observamos desde el punto de vista de las operaciones militares y de los muertos y heridos que de ellas se derivaron. No así de las divisiones que produjo en nuestra sociedad, ya que pese a la odiosidad y violencia con que se actuó, las pasiones a poco del término de la guerra, de una manera sorprendentemente rápida, fueron quedando atrás.
En la explicación de la génesis de la revolución de 1891 la historiografía se ha concentrado en torno a dos visiones principales. La tradicional —presente en el ministro Julio