México obeso. Antonio López Espinoza
pueden venir de la mercadotecnia de productos específicos, revistas femeninas, páginas web. Por lo tanto, desde el punto de vista biomédico, puede existir cierto desdén hacia prácticas alimentarias –pudiéramos llamarlas tradicionales–, asumiendo que la población no sabe comer y se propone la “educación nutrimental” como la solución a la “ignorancia” respecto a cómo alimentarse. Ahora bien, habría que preguntarse, tal como lo hace Gracia-Arnaiz (2007), lo siguiente: ¿es cierto que no se sabe comer?
En cuanto al cuestionamiento anterior, algunos autores asumen que si la alimentación no se fundamenta en principios médicos y científicos, es, entonces, producto de la ignorancia (una verdad, unívoca, científica, única y homogeneizante):
El mito alimentario se presenta muchas veces como resto de un pasado de ignorancia, pero también es debido a creencias erróneas fomentadas por intereses comerciales, económicos y por una publicidad tendenciosa. La población está bombardeada por toda clase de opiniones infundadas y contradictorias y se encuentra en un lamentable estado de confusión, que le impide distinguir la realidad de la fantasía (Castillo et al., 2001: 346).
Por otra parte, la modificación de los hábitos alimentarios no está determinada de modo exclusivo por la preocupación por la salud, más bien es porque “engordar no consiste en contraer una obesidad mórbida, sino en dejar de tener un cuerpo socialmente aceptable” (Gracia-Arnaiz, 2007: 240). De este punto de vista, podría realizarse un profundo análisis crítico sobre la medicalización de la alimentación, el rechazo social de la obesidad, las conductas alimentarias de riesgo y los trastornos de la conducta alimentaria, que si bien aquí no se ahonda por cuestiones de espacio y discusión, son temas que forman parte de esta perspectiva reflexiva sobre la obesidad medicalizada.
Aunado a todo lo mencionado, la salud y la alimentación también se pueden abordar a través de los llamados programas “culturalmente apropiados” en los que: “La mercadotecnia social, entendida como la aplicación de conocimientos y metodologías de la mercadotecnia tradicional a los temas sociales, ha demostrado ser un enfoque efectivo para el diseño de intervenciones para la modificación de comportamientos” (Escalante-Izeta et al., 2008: 317).
Estos programas plantean que la cultura del otro –la que no es científica–, es errónea y puede modificarse. No obstante, estas propuestas omiten la comprensión de los contextos, los porqués de lo que se consume; más bien sustituyen sus conocimientos o prácticas por la cultura “medicalizada” que es considerada apropiada para atender la salud y la alimentación. Esta situación se da en programas gubernamentales en regiones consideradas como “pobres”, “indígenas” o “culturalmente retrasadas”, lo cual tiene fuertes implicaciones políticas. Un estudio al respecto señala que “otro punto es asegurar que las mujeres no relacionen el programa con causas electorales, ya que como se mostró en los resultados, algunas mencionaron no querer acostumbrar al niño al complemento ya que dependía del gobierno en turno” (Escalante-Izeta et al., 2008: 317).
¿Cómo se puede entonces establecer un diálogo, no solo entre disciplinas, sino también entre quienes pretendemos modificar el comportamiento alimentario y quienes llevamos a cabo el comportamiento alimentario?
Este llamado al diálogo no es nuevo. Por un lado, el antropólogo francés Igor de Garine (2004) ha enfatizado la pluridisciplina en los estudios sobre alimentación y nutrición, la importancia de trabajar en conjunto nutriólogos y antropólogos culturales, sociales y biológicos. Por otro lado, Pérez-Gil (2009) lo retoma en su artículo sobre cultura alimentaria y obesidad, donde indica que:
Es importante insistir en la necesidad de establecer un diálogo entre la antropología y la nutrición, pues “la alimentación constituye una de las múltiples actividades de la vida cotidiana de cualquier grupo social y, por su especificidad y polivalencia, adquiere un lugar central en la caracterización biológica, psicológica y cultural de la especie humana (p. 393).
Cabe mencionar que otros autores han realizado llamados a abordar la alimentación como un hecho extremadamente complejo, en el que se tienen que tomar en cuenta cuestiones biológicas, ecológicas, tecnológicas, económicas, sociales, políticas e ideológicas (Contreras, 1992). Por ello, para continuar con este diálogo, se presentará una síntesis muy somera de abordajes sobre la cultura desde la antropología, ya que como hemos revisado, el “problema de la obesidad” en su gran mayoría es reducido al dilema de cómo bajar de peso para mejorar la salud y no en relación a la salud-bienestar, como es el caso de Zepeda Castañeda (2005). Habría que decir que el problema se complejiza y agudiza porque desde esta perspectiva se afirma que es fundamental estudiarla o ubicarla en la esfera de lo sociocultural, sin que necesariamente se reflexione sobre esta “socioculturización de la obesidad”.
A nivel internacional, existen algunos estudios que han puesto de manifiesto que la obesidad es un problema social. Las investigaciones realizadas por de Garine (1995) en algunas sociedades africanas y europeas, explican cómo ocurre lo anterior. Por su parte, en Francia, Poulain (2009), en su libro Sociología de la obesidad, pone de manifiesto la gran complejidad del problema haciendo un análisis de la situación europea. Algunos investigadores en México también han trabajado el tema de la obesidad como un problema social (Meléndez et al., 2010, 2012). Carrasco (1992), por ejemplo, conceptualiza a la obesidad como un problema de inseguridad alimentaria. En este sentido, existen algunos esfuerzos por tratar de entender desde otras miradas este problema tan complejo, el cual no puede ser visto solamente a la luz de una sola disciplina y descontextualizado socialmente.
En el caso particular de México, algunas investigaciones se han orientado a enfatizar la relación entre la obesidad y las políticas públicas4 derivadas de ella; sin embargo, han sido abordadas principalmente desde la epidemiología. Los autores que concuerdan con esta relación, dicen que son dos procesos “sociales-económico-políticos” los que han impactado en el desarrollo y prevalencia de la obesidad en México y en el mundo: la urbanización y la occidentalización de la dieta (Barquera et al., 2010; González, 2002; Ortiz, Vázquez y Montes, 2005). Estos procesos, que equívocamente se asumen como “factores”, son los que repercuten en los famosos “estilos de vida”. Por ende, en la literatura sobre la obesidad se encuentran ennumeradas todas aquellas características que se han modificado y que impactan directamente en la acumulación de grasa en los cuerpos “obesos” sin que necesariamente se reflexione sobre su relación; desde la perspectiva nutricional existen esfuerzos por analizarlos dentro de lo que se ha denominado las transiciones epidemiológicas o transiciones alimentarias.
Qué de novedoso podemos escribir si epidemiólogos, médicos, nutriólogos, antropólogos, e incluso programas gubernamentales o instituciones internacionales como la OMS, coinciden en que el problema de la “obesidad” es un problema individual y al mismo tiempo social. Como afirman Ortiz et al. (2005), “el patrón alimentario está determinado por la desigualdad social y factores inherentes a la liberalización social de la economía, como lo es la amplia y a la vez homogénea oferta de la industria alimentaria” (p.18).
El análisis del contexto social, económico, político en el que realizamos nuestras prácticas alimentarias resulta imprescindible para comprender la problemática. Pero, es necesario un análisis desde una perspectiva crítica y compleja, pues abordarlo desde perspectivas reduccionistas, podría hacernos perder la sensibilidad de puntos clave del problema. Un ejemplo de esta situación, es el intento de incluir los aspectos económicos en el análisis de la problemática alimentaria. Al buscar una relación entre la obesidad y los elementos “socioeconómicos” y debido al tipo de análisis, se delimita lo “socioeconómico” al ingreso per cápita familiar o a la situación rural o urbana de los individuos (Wang, 2001). De esta forma, en la búsqueda de esta relación, los resultados pueden ser contradictorios, pues en algunos casos se delimita como factor de riesgo, en otros como protector, y en otros no se encuentra asociación. De manera similar, al intentar llevar el estudio al análisis multi-céntrico, es decir, con poblaciones de diversas características y contextos, los resultados vuelven a ser discordantes. De este modo, quedamos sin comprender esta relación, que va más allá de un análisis reducido y lineal, de las múltiples realidades alimentarias.