El dulce reato de la música. Alejandro Vera Aguilera
que negaran su pasado y permaneciesen en su indianidad, y que se aculturaran sin que ello significase estar en el mismo estrato que los españoles. Esta esquizofrenia inherente a toda dominación colonial nos remite a lo contradictorio del deseo: se afirma todo negando, se rechaza todo asimilando.8
Pero, aunque el caso de los caciques resulte ejemplar, todos los sujetos de la época asumían en mayor o menor medida una condición dual y variable dentro del sistema, tanto si pertenecían a los sectores subalternos como si formaban parte de la elite. Por ejemplo, los criollos constituían uno de los grupos dominantes en la América española, pero durante mucho tiempo estuvieron a la sombra de los peninsulares, quienes ocupaban los puestos de poder más importantes, hecho que algunos historiadores consideran como una de las causas para la emancipación que tendría lugar en el siglo XIX; y, pese a ello, los peninsulares que vivían en América dependían a tal punto de los criollos -por el poder económico que habían adquirido las familias locales- que establecieron con ellos relaciones de mutua conveniencia.9 Asimismo, aunque resulte innegable que la sociedad colonial estaba segmentada y jerarquizada étnicamente, sería tan erróneo asumir que los grupos dominantes estaban formados exclusivamente por españoles o criollos, como pensar que los grupos subalternos estaban formados únicamente por indígenas o afrodescendientes.10
Tampoco el ámbito urbano escapaba a esta característica. Madrid era la capital del imperio hispánico, pero, en términos musicales, a fines del siglo XVIII parece haber sido percibida por las elites criollas como una ciudad secundaria en comparación con otras como Londres, París o Viena, en las cuales el mercado de la música tenía sin duda un mayor desarrollo.11 Lima, por su parte, podía considerarse subsidiaria de Madrid desde el punto de vista político-administrativo, pero era a la vez la capital del virreinato del Perú y por tanto constituía el referente directo para las ciudades que lo integraban. Una de estas era Santiago, que, como se verá, tuvo en Lima al principal modelo en muchos aspectos, incluyendo el musical. Pero, a su vez, y pese al carácter marginal que algunos de sus propios habitantes le atribuían, Santiago fue durante la mayor parte del período la capital del reino de Chile y constituía un referente para ciudades como Concepción, La Serena o Talca. Para colmo, la aglutinación del poder político no aseguraba la concentración del quehacer artístico y cultural (por ejemplo, no siempre los mejores músicos de España trabajaron en Madrid, pese a ser la capital del imperio). Y ni hablar de los eventos extraordinarios que podían alterar significativamente la posición de un centro urbano dentro del sistema, como, por ejemplo, ocurrió con el descubrimiento de oro en la localidad de Minas Gerais hacia 1680.12
Posiblemente, esta forma dualista de entender la realidad se viera alimentada por las culturas que los españoles encontraron a su llegada a América. María Ester Grebe ha planteado que el «dualismo», rasgo presente en muchas culturas, constituiría un elemento estereotípico en los mapuches, que condicionaría su forma de percibir el universo y relacionarse con su entorno. Su concepción del espacio, por ejemplo, se basa en una «bipartición estratificada del cosmo de acuerdo a dos polaridades principales: las oposiciones bien-mal y sobrenatural-natural». Su mitología está conformada por diversas familias de dioses, cada una de las cuales se compone a su vez de dos parejas: el anciano y la anciana; el joven y la joven. Las principales efigies rituales son también dos -el nillatúe y el rewe-. La música se presenta normalmente en series compuestas de cuatro canciones o danzas ceremoniales, cada una de las cuales posee su propia subdivisión binaria. Los acompañamientos instrumentales exhiben constantemente las dicotomías fuerte-débil, largo-corto y alto-bajo. Y los movimientos corporales de los danzantes son pendulares, como reflejo, quizá, de una concepción del tiempo como una oscilación constante entre opuestos (en un momento el «yo» se halla rodeado por la luz del día y en otro por la oscuridad de la noche).13
Estamos, pues, en presencia de una de esas «historias de la música cuyos centros y periferias son más móviles, frágiles y cambiantes de lo que parecen».14 Y, aunque podría pensarse que esta característica es extrapolable a cualquier período histórico o contexto sociocultural, en la colonia parece haber constituido, en términos musicales, una suerte de tema central que dio lugar a múltiples variaciones o diferencias. De hecho, se verá a lo largo del libro que las manifestaciones musicales (géneros, instrumentos, prácticas) que permanecieron vigentes durante todo el período fueron con frecuencia aquellas que tenían a la dualidad como característica distintiva.
Sin embargo, topamos aquí con un inconveniente: al aceptar esta realidad compleja y cambiante, se corre el riesgo de negar -o minimizar- las diferencias y jerarquías propias del sistema colonial. Y esto constituiría un problema mayúsculo, porque este era esencialmente jerárquico y tenía en la diferencia a uno de sus componentes esenciales: negar que el afrodescen-diente -entendido como una categoría antes que como un individuo- tuviera en la época un estatus en principio inferior al de un criollo -entendido de la misma forma-, equivaldría a un desconocimiento del sistema estudiado; lo mismo si se pretendiera que Santiago ostentaba una posición equivalente en términos políticos a la de Lima o Madrid. El problema, en definitiva, es similar al que John Elliot enunció hace algunos años en su estudio sobre el sistema colonial español y británico:
La historia comparativa se ocupa -o debería hacerlo- tanto de similitudes como de diferencias, y es poco probable que una comparación histórica y cultural de organismos políticos grandes y complicados, que culmine con una serie de marcadas dicotomías, haga justicia a las complejidades del pasado. De igual modo, una insistencia en la semejanza a expensas de la diferencia es susceptible de ser igualmente reduccionista, pues tiende a ocultar la diversidad debajo de una unidad artificial. Un acercamiento comparativo a la historia de la colonización requiere la identificación en igual grado de los puntos de similitud y contraste, y un intento de explicación y análisis que haga justicia a ambos.15
Así, tanto las dicotomías simplistas como la exacerbación de uno de estos componentes en desmedro del otro constituirían un obstáculo para la presente investigación. Necesitamos, en cambio, balancear los extremos y considerar las complejas interacciones entre ellos.
Si dejamos de lado por un momento la historia para volver a la musicología, al menos tres autores han dado cuenta en sus trabajos de los problemas que nos ocupan, aunque desde perspectivas diferentes. Uno es Bernardo Illari, quien en su tesis doctoral utiliza a la música policoral como metáfora para caracterizar a una sociedad que se imaginaba a sí misma compuesta por diferentes estados -es decir, grupos de personas basados en el estatus o la profesión- antes que individuos, pese a lo cual todos ellos se hallaban coordinados -al menos en teoría- por su común adherencia a la monarquía. La estructura social se asemejaba así a «la textura de una pieza policoral, en la que la unidad de acción no está dada por una sola línea, sino por un grupo de voces o instrumentos (un coro), coordinado según el plan maestro armónico provisto por el bajo continuo [...]».16
El segundo es David Irving, quien en su estudio sobre la música en Manila ha utilizado al contrapunto -también de forma metafórica- para referirse a la sociedad colonial. Luego de afirmar que la música es esencialmente oposición y que esto caracteriza tanto sus técnicas compositivas como su práctica de ejecución, afirma:
La historia del encuentro intercultural a través de la música en la edad moderna, durante la (necesariamente plural) era de los Descubrimientos, es también un tipo de contrapunto: es una narrativa que enfrenta la consonancia contra la disonancia, la interdependencia contra la independencia, la tolerancia contra la intolerancia, y la compatibilidad contra la incompatibilidad.17
Más adelante, Irving utiliza otra metáfora de gran interés para nosotros, al hablar de «acción enarmónica» (enharmonic engagement). Su propuesta es que, así como la teoría musical de origen europeo puede dar dos o tres nombres a una misma nota (o acorde), lo que implica asignarle una función diferente según el contexto armónico, la música como práctica cultural puede ser entendida desde perspectivas muy distintas en función de sus diferentes contextos histórico-sociales.18 Esta metáfora resultará útil para comprender algunos aspectos de la vida musical en el contexto que nos ocupa.
Si bien de manera menos explícita que Irving, Geoffrey Baker también