El dulce reato de la música. Alejandro Vera Aguilera
entre los cuales se halla una amplia gama de matices y posibilidades; nuevamente enfrentados, a fin de cuentas, al problema de la dualidad.
La producción previa
No tiene sentido referir aquí todos los textos que han abordado la música del Chile colonial durante más de un siglo; primero, porque ya he realizado este ejercicio en relación con los que pueden considerarse como «tradicionales» -sin duda los que más han influido en nuestra visión actual del campo-;38 y segundo, porque la mayor parte -si no su totalidad- será citada en más de una ocasión a lo largo del libro. Aun así, ofrezco a continuación una breve reseña de los trabajos previos que me parecen más relevantes.
Aunque no pretendiera realizar una investigación en sentido estricto, el primero que ofreció información histórica sobre la música del Chile colonial fue José Zapiola, primero en el Semanario Musical, periódico editado en 1852 en el que publicó anónimamente una serie de artículos titulada «Apuntes para la historia de la música en Chile»;39 y más adelante en sus Recuerdos de treinta años, donde dichos artículos fueron ampliados para dar forma al capítulo «Música, teatro y baile».40 Este último constituye el principal texto histórico sobre música del autor y está basado fundamentalmente en su experiencia de vida, por lo que abarca mayoritariamente el siglo XIX. Sin embargo, incluye datos sobre la última parte del siglo XVIII, tomados de testimonios orales y de uno que otro documento que Zapiola afirma haber consultado, aunque sus referencias sean imprecisas. En términos generales el texto presenta a un Santiago colonial en el que había unos cincuenta claves, algunas espinetas, veinte o treinta arpas, uno que otro salterio y una «innumerable cantidad de guitarras». Además, afirma que los dos primeros pianos arribados a Chile lo hicieron a fines del siglo XVIII y que ambos pertenecían a la fábrica del constructor sevillano Juan del Mármol. Si se excluyen las cifras, estas afirmaciones son plausibles y he podido confirmar, incluso, algunas de ellas. Lo que resulta más discutible es el tono despectivo que el autor emplea para referirse a la vida musical de la colonia, que queda de manifiesto en expresiones discutibles como «se cultivaba la música en proporción a esos escasos recursos» y «Poco más o menos en este estado de esterilidad y atraso permanecimos [...]»; o derechamente falsas, como cuando señala que los «instrumentos de cobre eran desconocidos entre nosotros» y que la «corneta, el clarín, etc. viejos ya en todas las colonias españolas, aún no habían llegado a Chile». Esta evaluación negativa del período anterior le permite ponderar el tiempo que le tocó vivir y situarse a sí mismo como precursor del verdadero arte musical, cuyo inicio fija en 1819 -época en la que, no por casualidad, afirma haber comenzado sus estudios musicales-. A todo ello se unen otros datos erróneos, como la supuesta existencia de un padre «Madux», a quien me referiré en el capítulo 5. De manera que el texto de Zapiola, pese a su indudable interés musicológico, resulta poco fiable como fuente respecto a la música del Santiago colonial.
Pese a estos problemas sus afirmaciones tuvieron un gran impacto en la literatura posterior. Así queda de manifiesto en la obra de Aurelio Díaz Meza, escritor y periodista que publicó a comienzos del siglo XX una serie titulada Leyendas y episodios chilenos, consistente en relatos ficcionales sobre el Chile colonial, aunque construidos a partir de datos históricos.41 De este hecho se desprende el principal problema de esta obra: a menos que se cuente con fuentes complementarias, como ocurre en ciertos casos, no siempre queda claro qué datos proceden de fuentes documentales o bibliográficas y cuáles lo hacen de la imaginación del autor. Otro problema es la forma acrítica en la que Díaz Meza reproduce la evaluación general de Zapiola, incluso cuando contradice otros pasajes de su libro. Por ejemplo, afirma que hacia 1811 «los instrumentos de metal; la corneta y el clarín, tan en uso en toda la América española, no habían llegado aún a Chile»; y esto pese a haber mencionado en otro capítulo los «clarines» que sonaron durante la recepción del gobernador Meneses en 1664.42 Sin perjuicio de ello, Díaz Meza proporciona antecedentes valiosos y con frecuencia verosímiles a la luz de los documentos que he revisado, lo que explica que lo use como fuente en algunas ocasiones, pese a las reservas ya apuntadas.
Llegamos así a la primera investigación stricto sensu sobre la música del Chile colonial: el libro Los orígenes del arte musical en Chile (1941) del historiador Eugenio Pereira Salas, que está dedicado en gran parte a ese periodo. Como es sabido, esta obra influyó poderosamente en las investigaciones posteriores y fue considerada durante mucho tiempo como un texto definitivo sobre la materia.43 A ello contribuyeron sus indudables virtudes, como, por ejemplo, el haber proporcionado información inédita a partir de documentos de archivo; su atención a una amplia variedad de tipos musicales -desde la música sacra hasta la «popular»- y espacios -desde las casas particulares hasta las plazas de las ciudades-; y su esfuerzo por integrar lo oral y lo escrito a través de un trabajo comparativo entre las fuentes coloniales del pasado y la música tradicional del presente. En estos y otros aspectos Los orígenes resultó anticipatorio de tendencias que iban a adquirir primacía en la historia cultural y la musicología durante las décadas posteriores.
Sin perjuicio de ello, el libro de Pereira Salas presenta también algunos problemas. Quizá el más importante es que reproduce la tendencia ya detectada en los textos de Zapiola y Díaz Meza a retratar de forma precaria la vida musical del Chile colonial para, al mismo tiempo, enaltecer los aportes del período republicano. El autor afirma, por ejemplo, que «Los primeros ensayos de una pedagogía aplicada al estudio de la música» datan de la época republicana y que hasta entonces «el arte musical había sido una improvisación, un mero entretenimiento; se tocaba la música de oídas, y los niños aprendían a cantar como los pájaros» (p. 155); afirmaciones que, tal como en el caso de Díaz Meza, contradicen algunos de los datos que él mismo proporciona en otras partes de su libro. Otro problema importante es que la impresión tan positiva que Los orígenes causó en su época y las décadas posteriores, como un texto «exhaustivo» sobre la materia, condujo a una visión acrítica que daba por válidas sus afirmaciones, sin percartarse de sus numerosos errores en términos de datos -se verán algunos más adelante- y el reducido corpus de fuentes originales del que hacía uso. De esta forma, aún treinta años más tarde Roberto Escobar afirmaría que la guitarra, el arpa y la cítara eran los únicos instrumentos «que se podían obtener» en Chile durante el siglo XVIII.44
Esta visión general del período fue recogida en los trabajos de Samuel Claro Valdés, especialmente en su Historia de la música en Chile, que en gran medida se nutrió de los aportes de Pereira Salas.45 Por ejemplo, el autor afirma que el «Chile del siglo XVII no reflejaba el adelanto cultural europeo, ocupado como estaba en la guerra y la colonización», ya que «los colonos chilenos se entregaban a quehaceres menores, llenos de terror ante los fenómenos de la naturaleza y obedientes sumisos de las reales cédulas que llegaban a sus manos de allende los mares». Unos años más tarde, en un texto divulgativo de su autoría añade que con la llegada de la república «el arte musical recibió un nuevo estímulo» y que este «despertar de la música nacional» se vio reflejado en «un nuevo auge de la música tradicional del pueblo»;46 afirmaciones que estaban condicionadas en parte por la creencia de que los archivos y las bibliotecas del país habían sido «exhaustivamente estudiados» por Pereira Salas, como el propio Claro Valdés afirmó en otro lugar,47 de manera que poco podía decirse que él no hubiese dicho antes.
Pero no creo que esta coincidencia de ideas se explique solo por la influencia de un autor sobre otro. Pienso más bien que la evaluación negativa de la colonia fue aceptada sin reparos porque encajaba a la perfección con la ideología nacionalista imperante en los siglos XIX y XX, según la cual el período de dominación española representaba el sometimiento de Chile ante una potencia «extranjera», lo que explica que se retratara de manera oscurantista todo aquello que fuese parte de su cultura -la música incluida-. Sin embargo, la perspectiva antiespañola condujo a atribuir al siglo XVIII cierto «progreso cultural», por cuanto la llegada al trono de un rey francés como Felipe V parecía haber contribuido a «desespañolizar» la música de España y sus colonias. Según Pereira Salas, en ese momento la cultura tuvo «un singular florecimiento» y Chile entró en «una etapa de desarrollo acelerado»; afirmaciones que resultaban contradictorias con las que ya se