El dulce reato de la música. Alejandro Vera Aguilera

El dulce reato de la música - Alejandro Vera Aguilera


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sus habitantes, sus costumbres y -desde luego- sus sonidos. Los santiaguinos de hoy suelen hacer cosas que no hacían en esa época, como, por ejemplo, ir al centro comercial (o mall) los fines de semana; celebrar en la plaza Baquedano (o «plaza Italia») los triunfos -hasta hace poco inexistentes- de la selección nacional de fútbol; o marchar por las avenidas del centro para protestar por las paupérrimas condiciones de jubilación que ofrece el sistema actual de administradoras de fondos de pensiones (las célebres AFP); y aunque la música suela estar presente en todas ellas, lo hace generalmente a través de medios de reproducción tecnológicos en lugar de interpretaciones en vivo.

      A la inversa, el Santiago colonial -fundado por Pedro de Valdivia en 1541-tenía características que lo diferenciaban de su homólogo actual. Una de ellas eran sus dimensiones, mucho menores que hoy en día. Según Armando de Ramón, el plano original de la ciudad estaba compuesto por 126 manzanas, cuyos lados medían aproximadamente 125 metros. Más adelante, en 1748, Jorge Juan y Antonio Ulloa afirmarían que la ciudad tenía 1 946 metros de largo y 973 metros de ancho, lo que denota un crecimiento importante. Su descripción, sin embargo, no incluye el barrio de La Chimba, que estaba situado al norte del río Mapocho, a medio camino entre lo urbano y lo rural.71 En cuanto a su población, las cifras disponibles no son del todo confiables, pero señalan un número aproximado de cinco mil personas en 1657, doce mil en 1700, treinta mil en 1779 y sesenta mil hacia 1810. Al parecer, la evolución demográfica se caracterizó por un crecimiento de los «españoles» (tanto peninsulares como criollos) y afrodescendientes, mientras la población indígena disminuía y era reemplazada por mestizos.72

      No debe olvidarse, sin embargo, lo ambiguos que resultaban términos como «mestizo» y «español» en el contexto colonial, dado que muchos indígenas intentaban hacerse pasar por mestizos y estos últimos por criollos. Por ejemplo, en 1648 la Real Audiencia de Chile autorizó a los mestizos a vestirse de españoles, pero no así a los indios, que debían vestirse como tales, «eligiendo cada uno el traje que le toca». La medida a la postre resultó inoperante (los indios comenzaron a hacerse pasar por mestizos y entonces podían vestirse como españoles), pero demuestra cuán problemática resultaba para la mentalidad jerárquica del conquistador la inevitable integración del indígena en su cultura.73 Estas tensiones se acentuaron en el siglo XVIII, lo que se relaciona con el auge de las ideas ilustradas, que promovían una mayor ortodoxia religiosa y un rechazo hacia las manifestaciones populares.74 Pero también se relaciona con dos hitos en la historia de la ciudad. A fines del siglo XVII los indígenas libres aumentaron considerablemente a causa de la brusca disminución de la encomienda,75 que se había transformado en una fuente de abusos y trabajos forzados. Al mismo tiempo, Santiago comenzó a aumentar su tamaño por el norte y el sur, a causa del crecimiento de sus suburbios o arrabales, en los que la población indígena, mestiza y afrodescendiente predominaba.76 Esta población se hizo gradualmente más numerosa, lo que provocó en las elites una reacción temerosa y violenta para mantenerla bajo su control.77 A esto se agregaba una particularidad no menor: el casco histórico de la ciudad no tenía áreas segmentadas étnicamente como las había en otras ciudades de Hispanoamérica (por ejemplo Cuzco); de manera que la elite estaba siempre interactuando con los otros, hecho que contribuía a aumentar su inseguridad.78 Así lo confirma una «relación» escrita en 1744: «No tiene [Santiago] gente tributaria; porque los mulatos, negros, sambaigos y indios libres son todos milicianos y hacen envueltos entre el concurso al servicio a Vuestra Majestad y al común vecindario en que se confunden».79

      Sin perjuicio de sus modestas dimensiones, el espacio urbano de Santiago se hallaba jerarquizado, del mismo modo que lo estaba el resto de las ciudades coloniales. Por lo general, estas eran diseñadas según la estructura en damero propia del Renacimiento, con las instituciones representativas del poder civil (gobernación, real audiencia, cabildo) y religioso (catedral), así como las casas de los personajes de elite, concentradas en la Plaza Mayor; alrededor de ellas, y en importancia decreciente a medida que se acercaban a la periferia, se hallaban los estratos medios y subalternos (comerciantes, escribanos, artesanos...) y otras instituciones religiosas (parroquias, conventos, beaterios) que actuaban como «satélites» de la catedral.80

      Desde el punto de vista geológico, la capital del reino había sido emplazada por Valdivia al sur del río Mapocho, en un valle rodeado por imponentes cadenas montañosas dominadas por la cordillera de Los Andes -las mismas que hoy en día impiden la circulación del aire y contribuyen a aumentar los niveles de contaminación ambiental-. Quizás por su clima cálido, este mismo lugar había sido ocupado por los Incas durante sus expediciones. De hecho, al momento de llegar los españoles varias comunidades indígenas vivían ya allí, lo que permitió a los primeros aprovechar las tierras agrícolas y los canales de regadío preexistentes.81

      Una característica que hoy se ha perdido y era motivo de elogio por parte de los cronistas -particularmente en la primera mitad del siglo XVIII- eran los innumerables jardines y árboles frutales que había en la ciudad.82 El viajero francés Amédée Frézier aporta bellos detalles al respecto:

      Para impedir que el río en tiempo de desborde cause inundaciones, hicieron una muralla y un dique, por medio del cual se preparan en todo tiempo arroyos para regar los jardines y refrescar las calles siempre que se desea, comodidad inestimable que no se encuentra más que en unas pocas ciudades de Europa de manera tan natural. Además de estos arroyos, se forman canales más gruesos para que puedan moler los molinos que se hallan dispersos en diferentes lugares de la ciudad, para la comodidad de cada barrio.83

      Los mismos cronistas, sin embargo, se quejaban de la escasez de inmuebles altos y el predominio de casas de un piso con muros de adobe. Las excepciones eran algunos edificios públicos como la residencia del gobernador, las instituciones religiosas y las casas aristocráticas cercanas a la Plaza Mayor, que normalmente tenían dos pisos.84 A fines del siglo XVIII, Carvallo Goyeneche reiteraría algunos de estos conceptos en su descripción del reino de Chile:

      [...] casi todas [las casas] son bajas, a causa de los terremotos tan frecuentes en aquella tierra, algunas de cal y ladrillo y todas las demás de adobes, porque en ellas hacen los terremotos menos estragos que en los edificios de piedra y ladrillo [...]. Las más son adornadas de hermosas fachadas de piedra labrada, que blanqueadas y pintadas sus paredes, alegran las calles y les dan lucimiento [...]. Tienen cómodas habitaciones con jardines de exquisita variedad de flores, y colocados con proporción algunos frutales, principalmente naranjos y limones, añaden la utilidad del recreo.85

      Según Guarda, el modelo ideal de casa en la época incluía tres patios. Al primero se accedía por un zaguán que debía ser de amplias dimensiones, pues entraban a través de él «diversos vehículos, desde el simple caballo a la carreta, pasando por las sillas de manos, calesas y carrozas». Sus puertas eran pesadas, de hojas de roble o alerce, con un postigo y armazón robusta. El segundo patio estaba rodeado por corredores y los cuartos de familia, «en torno a un grato jardín». El tercero era el de servicio y, además de albergar los cuartos de la servidumbre, cocina y despensa, solía constituir un verdadero taller para diversas labores (confección de dulces, faenación de animales, etc.). Algunas casonas -las más importantes- tenían sobre su fachada un segundo piso con cuartos para alquiler. Aunque entre este tipo ideal y los más modestos ranchos existían muchos modelos intermedios, todos ellos solían mantener a lo menos dos patios y el zaguán mencionado.86

      Otro aspecto diferenciador era la fuerte concentración de instituciones religiosas, que podría parecer desproporcionada para el tamaño de la ciudad. La catedral fue fundada en 1560 y destruida varias veces a causa de terremotos o incendios (como el de 1769); la construcción del edificio actual se inició hacia 1780.87 El seminario fue fundado en 1584, al costado de la catedral, pero se desplazó cuatro cuadras en 1603. Había tres iglesias parroquiales que administraban el centro urbano (El Sagrario) y la periferia o arrabales (Santa Ana y San Isidro), siete monasterios de frailes y colegios de diferentes órdenes (dominicos, mercedarios, franciscanos, agustinos y hermanos de San Juan de Dios), cinco colegios jesuitas y cuatro conventos femeninos (dos de clarisas, uno de agustinas y uno de carmelitas). Además, en la Chimba se hallaba desde 1643 la Recoleta Franciscana y desde 1754 la Recoleta


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