Tras la puerta oculta. Germán Rodriguez
tu Sábana, Señor, y meditamos tu Pasión».
El cardenal Del Val observó la Sábana detenidamente. Como arzobispo de Turín y custodio pontificio de la Síndone, conocía bien cada centímetro cuadrado de aquella tela de lino blanco. Y aun así, como siempre, no pudo evitar un estremecimiento. No de fe, ni de exaltación ante la presencia de Dios, sino de zozobra. Inquietud, incertidumbre, temor. Un escalofrío que le recorría la espina dorsal como una serpiente.
La imagen de la Sábana era una presencia viva a la que solo le faltaba respirar. Por un momento, tuvo la sensación de que aquel hombre estaba a punto de alzar los párpados y mirarlo. Apartó la vista y se arrodilló. Luego entrelazó con fuerza sus manos vigorosas y rezó. Como la muchedumbre que desfilaba cada día ante la imagen de la Sábana, él también había buscado en el Sudario la prueba que alimentase su fe. Prudentemente, se había mantenido a una distancia equitativa tanto de las pruebas científicas que parecían acumularse en favor de su autenticidad como de las evidencias en contra que iban surgiendo como respuesta a aquellas. Siempre con paciencia, a la espera de una confirmación. Y cuando por fin esta llegó, no pudo haber sido más desconcertante.
Recordando el sentimiento de haber sido víctima de una trampa insidiosa, apretó las manos todavía más, hasta que le dolieron. Aun así, no pudo evitar que un fuego incontrolable comenzase a arderle por el pecho y despertase en él deseos de agarrar a Dios por las solapas y pedirle explicaciones.
Elevó la vista hacia la suntuosa cúpula en busca de la luz diáfana que tantas veces había contemplado derramarse por ella; pero la noche ya había caído. Pensó entonces en Guarini el arquitecto, quien, de rodillas como él ahora, había proyectado esa bóveda, ese círculo perfecto, en verdad un misterio geométrico que desafiaba a la mente. Poco a poco dejó que su vista cayese en la trampa caleidoscópica de arcos enervados, de círculos, triángulos y hexágonos que distorsionaban el espacio y que proyectaban la cúpula a más altura de la que en realidad alcanzaba. Ilusiones ópticas jugando con el espectador. Si un hombre había sido capaz de concebir algo así, ¿qué no podría hacer el Supremo Arquitecto?
Pero el engaño y la simulación, pensó, no eran propios del Gran Hacedor, sino de su imitador contumaz. ¿Quién sino él, parodia del Ser Supremo, administraba los espejismos y trampantojos? ¿No era él, acaso, el disimulado patrón de la ciencia, creadora de todos los sueños de la antigua magia? ¿No había visto Del Val, con sus propios ojos, cómo se realizaban algunos de esos sueños para devenir pesadillas a continuación?
Sin embargo, se dijo, no debía cometer el error de culpar a Satanás. Era el hombre, en su soberbia, quien se perdía por los grandes inventos y prodigios, por los milagros de su intelecto. El enemigo solo se aprovechaba para sacar su lucro, mientras dejaba que aquel, asombrado y envanecido por sus propios logros, se hundiese más y más en la jactancia hasta creerse capaz de cualquier cosa. Como los físicos ensoberbecidos que, ensalzando la materia, se dispusieron a explicar el universo y acabaron por tener que aceptar los límites difusos de la realidad, pues se toparon de bruces con un mundo de partículas huidizas que, como estrellas fugaces, jugaban a aparecer y desaparecer en la noche.
Sí, yo he sido testigo de vuestra magia engañosa. Decidme, sacerdotes de la ciencia, ¿qué es lo soñado y qué es lo real?
Su mirada se perdió suspendida en el pasado, que a sus setenta y dos años, se lamentó, debería quedar ya lejano y que, sin embargo, se hacía presente cada día como una enfermedad crónica. Las arrugas que surcaban su rostro parecieron hacerse más profundas. Por un momento, el cardenal altivo, fuerte, de gesto enérgico y acostumbrado a encarnar el poder de la Iglesia dio paso a un anciano atribulado por los remordimientos.
Un zumbido penetrante lo sacó de sus reflexiones. Era un niño haciendo volar un helicóptero de juguete entre los lirios y azucenas que adornaban el relicario. La encargada de retirar las flores que serían sustituidas por otras más frescas a la mañana siguiente había tenido la mala idea de llevar a su hijo con ella. Al cardenal le molestó la escena, no solo porque la casa de Dios no era lugar para juegos, sino sobre todo por aquel zumbido de abeja del helicóptero, un zumbido que, sin que supiera el motivo, le sonaba a amenaza. ¿Qué había en él para que lo inquietase así? Al percibir el malestar de Del Val, la mujer alzó la voz para amonestar a su hijo, y al instante la mirada del chiquillo se encontró con la del cardenal. La notó tan áspera, tan adusta, que de repente comprendió qué quería decir aquello de que Dios iba a castigarlo si se portaba mal. E inmediatamente su helicóptero paró en seco y se posó en el bolsillo de su anorak.
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Las luces se habían ido apagando. Aquí y allá, solo pequeñas velas moribundas mantenían ahora a duras penas una penumbra temblorosa y amarilla. Mientras escuchaba sus pasos resonando entre las paredes de piedra, Del Val no pudo evitar el pensamiento de que la catedral entera parecía una sala de tanatorio gigantesca para la presencia adorada en la Sábana. Frunciendo el entrecejo con obstinación, procuró alejar esas reflexiones de su mente y se concentró en las tareas que lo aguardaban. Se había hecho tarde; el informe diario de su hombre destacado en Madrid estaría ya listo.
Se apresuraba por la nave lateral hacia sus aposentos cuando desde un rincón oscuro llegó hasta sus oídos el sonido de una respiración pesada. Extrañado, se detuvo a buscar su origen. Entonces entornó los ojos y adivinó la figura de un hombre alto arrodillado en un confesionario. Su rostro, una mancha negra, se mantenía pegado a la celosía. Durante unos instantes permanecieron en silencio, cada uno consciente del otro. Del Val empezó a experimentar una desconocida sensación de incomodidad, pero al fin el hombre rompió el silencio con un acento extranjero que le resultó familiar.
—Deseo confesarme —le dijo.
—La catedral ha cerrado; ¿no lo ve? No puede estar aquí.
La figura oscura no se movió. Y se hizo otro silencio. La sensación de incomodidad no abandonaba a Del Val: era como si se hubiese topado con un perro sin collar y no supiese cómo iba a reaccionar. Desde luego, aquello era de lo más inoportuno y alguien del servicio de seguridad tendría que rendirle cuentas.
—Vuelva mañana. —Su voz sonó rotunda y masculina.
—¿Le niega confesión a un pecador? —replicó el hombre. Luego cambió el tono de voz—: Se lo suplico.
El cardenal tendió la vista alrededor en busca de ayuda, pero se encontraba completamente a solas con el desconocido. Resignado, suspiró y se dirigió al confesionario.
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Ya no solía confesar a nadie, aunque hubo una época en que había recibido valiosas informaciones por aquel procedimiento. Le gustaba el diseño del confesionario, que bajo la apariencia de proteger la identidad del penitente la descubría por completo sin dejar nada oculto. Y es que la voz era la clave. Mientras pudieses escuchar, los rasgos de la cara resultaban prescindibles, una cubierta exterior fácil de moldear y por lo tanto engañosa. Eran los tonos e inflexiones de la voz, que salía de dentro, los que trasparentaban todo, como bien sabían los ciegos o los oyentes de la radio. Si el rostro era una fotografía, la voz era una radiografía, y tras una cierta práctica uno podía desnudar a su interlocutor sin necesidad de verlo.
Del Val agudizó el oído. El extraño había despertado su curiosidad. Desde luego, no parecía ningún vagabundo ni ningún loco. Se expresaba con corrección. Y, sin embargo, en el momento de intercambiar las fórmulas rituales el olor a ginebra había invadido el confesionario. Además, estaba ya seguro de algo: el origen de la inquietud que lo rondaba estaba precisamente en su voz. No acababa de entenderlo; el hombre estaba allí mismo, al otro lado de la celosía, y en cambio su voz parecía venir de algún lugar lejano. Pensó entonces, sin siquiera saber por qué, en los sonidos amortiguados que se oían debajo del agua.
Los segundos pasaban lentos y él seguía inquieto. Se imaginó el confesionario como una cámara de aislamiento sensorial; respiró profundamente, llenando bien de aire el ancho tórax, y procuró relajarse.
—He ofendido a Dios —declaró finalmente el penitente.
—¿Qué le has hecho?
—Lo