Tras la puerta oculta. Germán Rodriguez
su asistenta personal, se extrañase cuando lo vio aparecer por el pasillo junto a un hombre alto de aspecto demacrado.
A sus cincuenta y ocho años, sor Virtudes llevaba más de quince al servicio del arzobispo, por lo que nadie conocía sus costumbres mejor que ella. El propio Del Val había insistido en llevársela consigo cuando se trasladó a Turín, aunque la monjita solía bromear diciendo que la única razón de ello habían sido sus sesos de cordero salteados en aceite de oliva y ajo y entreverados con ramitos de coliflor y perejil, con los que su eminencia se chupaba siempre los dedos. La bandeja que portaba sor Virtudes aquella noche, sin embargo, no contenía tan exquisitas viandas, sino un austero vaso de agua y las medicinas para los distintos achaques sin demasiada importancia que, producto de la edad, afligían al cardenal.
Del Val era de por sí un hombre serio, distante y de semblante hosco, pero ese día la monja percibió enseguida que su rostro parecía aún más contraído de lo normal. Mientras, por algún motivo, se tragaba las pastillas allí mismo, en pleno pasillo, sor Virtudes aprovechó para lanzar una ojeada a su acompañante; muy rápida, eso sí, pues no quería ser tildada de curiosa. El desconocido tenía aspecto de haberse acostado con el traje puesto y de no haber pegado ojo en toda la noche. La barba y el cabello descuidados la sorprendieron también, pues no eran habituales en los visitantes del despacho cardenalicio. Sin embargo, bajo aquel desaliño sobrevivía algo; en la forma de caminar, en la mandíbula apretada, en la manera de mirar al frente, reconoció los restos de una disciplina que a ella le resultaba muy familiar tras todos los años pasados en el Vaticano sirviendo a Del Val.
—¿Cenará a la hora de siempre? —preguntó una vez que el cardenal hubo terminado con las pastillas.
—No lo sé.
Fue una respuesta seca, en tono de impaciencia. Sor Virtudes se marchó, pero antes de desaparecer al final del pasillo se giró y vio al cardenal abrir la puerta del despacho con la única llave existente, que custodiaba él mismo, y entrar seguido por el misterioso hombre, que no había sacado la mano del bolsillo de la gabardina en todo el tiempo.
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Weiss examinó el amplio despacho de Del Val. Los grandes ventanales, que de día bañarían de luz la estancia, aparecían enmarcados por pesados cortinajes de terciopelo que caían como cascadas rojo escarlata. Colgados a lo largo de las paredes, los retratos de sus antecesores en el cargo, miembros de una fraternidad secreta acostumbrada a discutir sus asuntos a puerta cerrada, intercambiaban miradas de inteligencia. Generaciones de intrigas. Sin duda, Del Val había sido admitido de buen grado en sus conciliábulos.
A regañadientes, el cardenal le indicó la mesa al fondo del despacho. Weiss avanzó despacio, como si temiera estropear aquel entarimado reluciente. El recorrido se le hizo largo y el sonido de sus propios pasos extrañamente distante.
Buscó algo que le recordase al antiguo despacho de Del Val en el Vaticano, que conocía bien por haberlo visitado con asiduidad. Una biblia se encontraba abierta sobre la mesa, como en los viejos tiempos; pero no su vieja biblia manoseada, sino un ejemplar de lujo, encuadernado en piel con incrustaciones de metal y esmalte. El atril sobre el que reposaba era una pieza de anticuario. A su lado, junto a una vela sin estrenar, reconoció un gran crucifijo de piedra negra sobre el cual un Cristo metálico y flaco exhibía sus heridas como una rana diseccionada. Apartó la vista.
Los valiosos muebles de madera, recién encerados, brillaban como si acabase de pasar la brigada de limpieza del reino de los cielos. Se fijó en el entarimado, donde las vetas de la madera parecían dibujar el rostro sufriente de un hombre alrededor de un par de nudos. Al lado vio su propio rostro no menos sufriente reflejándose en el barniz, como un alma condenada a morar en otra dimensión, prisionera para siempre en el inframundo del despacho por culpa de Del Val. Se preguntó cuántas almas condenadas como la suya morarían bajo aquel parqué gracias al cardenal.
En verdad, apenas había nada que le recordase a la vieja guarida de Del Val, aquella austera oficina sin ventanas cuyos desconchados muebles metálicos, sepultados bajo montañas de papeles en desorden, se oxidaban lentamente por la humedad. Si su antiguo despacho parecía el nido, tejido en un oscuro rincón, de una araña, este se asemejaba al de un águila allá en lo alto de un pico, en las inmediaciones del sol. Era evidente que Del Val estaba ahora más cerca de Dios. Sin embargo, pensó, uno nunca se retiraba del todo de ‘aquello’. Si bien era cierto que había abandonado su oscura madriguera, ocupada ahora por alguien más, también era cierto que solo él sabía cuánta suciedad había dejado bajo la alfombra; y a la hora de pasar la aspiradora no habría más remedio que recurrir a su persona. Sin duda, aquel viejo zorro era todavía uno de los hombres más poderosos del Vaticano.
Pero ahora era él, Weiss, quien sostenía una pistola. La había vuelto a sacar del bolsillo de su gabardina y volvía a apuntar con ella al cardenal.
—Ezequiel... —leyó mirando la biblia abierta sobre la mesa. La página estaba marcada con un curioso colgante: una cruz sobre una media luna acostada y con los brazos y el madero vertical rematados por sendas medias lunas más pequeñas. Lo tomó y le pareció pesado, de plomo. Lo devolvió a su sitio—. ¿Una lectura provechosa? —le preguntó a Del Val.
El cardenal se acercó a la mesa, cerró el libro y se sentó.
—Tienes un problema y me gustaría ayudarte, Weiss.
—Aún no sabe cuál es mi problema.
—Por tu aliento, yo diría que es la ginebra. ¿O no?
El desconcierto y la humillación se hicieron patentes en el rostro de Weiss. Parecía ser que, incluso sin pistola, aquel maldito dominaba la situación. El cardenal se recostó en la silla y centró sobre el pecho la cruz de Caravaca dorada que le colgaba del cuello, haciéndola tintinear como una campanilla contra su anillo de zafiro. Parecía sentirse cómodo en la tensa convivencia que el arma había creado entre ambos.
—Siéntate —lo invitó, en tono paternal.
Weiss sintió la tentación de aceptar, de obedecer. Qué fácil sería encomendarse a aquel hombre. Confiar, depositar una fe ciega en él y en lo que representaba. No hacerse más preguntas. Acogerse a su protección, dejar que él juzgase y aceptar su sabio veredicto. Abrazar sus órdenes, como había hecho siempre. Pero la misma desesperación que lo había llevado hasta allí lo hizo agarrar con más fuerza la pistola.
—Prefiero estar de pie.
Del Val sopesó la situación.
—Bien. ¿Qué quieres?
—Saber por qué.
—Por qué, ¿qué?
—Hace casi cuarenta años, pero debería acordarse. ¿Por qué me dio aquella orden? ¡¿Por qué tuve que hacerlo?! —De nuevo, su voz había adquirido un tono lleno de desespero.
—No es asunto de tu incumbencia —le recriminó el cardenal con firmeza—. Ni entonces, ni ahora.
Weiss murmuró algo entre dientes en su idioma, como si serrase las palabras, y de repente se abalanzó sobre la mesa y la hizo temblar de un puñetazo; amartilló la pistola y apuntó directamente a la cara del cardenal. Del Val sintió una oleada de miedo por el vientre, pero evitó retroceder; sostuvo la mirada de aquellos ojos inyectados en sangre y percibió su debilidad.
—Hiciste lo que se te ordenó por el bien de la Iglesia. A cambio, recibiste la recompensa que tanto anhelabas. Con eso debería bastarte. Lo que ocurrió era la voluntad de Dios.
—La recompensa que tanto anhelaba… —Ahogó una risa amarga—. Una recompensa que Él acabó convirtiendo en otro castigo... Si lo que ocurrió era su voluntad, ¿por qué me lo reprocha? ¿Por qué no deja de perseguirme?
—¿Es Dios o la ginebra, Weiss?
Del Val le clavó una mirada acusadora que lo penetró hasta el fondo. Weiss vaciló. Llevaba muy dentro la culpa y la vergüenza, pero no debía permitir que él las utilizase para manipularlo. No debía dejarse confundir. Si prolongaba demasiado el diálogo con él, corría el riesgo de que lo convenciera.