Tras la puerta oculta. Germán Rodriguez
me he encontrado con esto en el felpudo. —Le indicó los documentos esparcidos sobre la mesa—. Alguien los ha dejado en la carpeta azul, con esta nota.
Le alargó una misiva manuscrita con caligrafía nerviosa y con la tinta corrida por haberse mojado el papel.
«A la atención del señor Tomás Mellizo».
—¿Desde cuándo eres yo? —se quejó este con resignación observando el manoseo que Eulalia había dado a la documentación.
—Digamos que les he echado un vistazo para asegurarme de que te interesarían.
Se sonrieron con complicidad. Ambos sabían que de no separarlos más de un cuarto de siglo hubiesen acabado juntos. O algo parecido.
—¿Te brillan los ojitos?
Eulalia no respondió. Encendió en la llama de una de las velas el cigarrillo que tenía preparado. Le dio una larga calada y sus intensos ojos verdes parecieron relucir al mismo tiempo que la colilla.
Tomás, intrigado, examinó el contenido de la carpeta: una lata de película con fecha 11 de abril de 1976, algunos sobres con fotografías y, ya en la mesa, viejos papeles escritos a máquina en italiano, con las indicaciones «SUB SIGILO» y «SECRETUM OMEGA» estampadas en rojo. Escogió uno de los papeles, sin ningún membrete identificador salvo un sello con la silueta de un árbol.
—¿Qué es este árbol?
—Puede que un enebro —dijo Eulalia.
—¿En qué lo distingues?
—En nada. Pero, según ciertos rumores, el Enebro sería el nombre con el que se conoce a una especie de agencia secreta del Vaticano. ¿Te suena el cardenal Del Val?
—No. ¿Es español?
—Italiano de padre español. Actualmente es el custodio de la Sábana Santa de Turín; pero se dice que dirigió el Enebro en los setenta y los ochenta. Mira abajo.
Tomás miró al pie del documento y localizó la firma de Del Val, perfectamente legible.
—Y… ¿de qué va todo esto?
Eulalia le pasó un fajo de páginas unidas por un clip a una fotografía tomada en los años setenta. El retrato mostraba a un hombre de unos cuarenta años, pulcro, vestido con hábito, con el pelo negro engominado y raya en el medio y con unos rasgos fuertes, unas espesas cejas y una boca que sonreía con confianza a la cámara. Otra fotografía suelta mostraba al mismo hombre, esta vez en pantalón corto, posando junto a una tienda de campaña en un paraje desértico con otros tres hombres y una mujer.
—¿Es Del Val? —le preguntó Tomás.
—No. Según los papeles, se llamaba Nicolás Late. Español; jesuita, físico y otras cosas, y vinculado al Observatorio del Vaticano. Las fotos vienen acompañadas por una carta que le hizo llegar al papa en 1973. Está en italiano; no te costará entenderla.
—¿Y si me lo cuentas tú y ahorramos tiempo?
Eulalia dio una larga y profunda calada al cigarrillo, hasta casi agotarlo.
—Es una propuesta para desarrollar un proyecto científico —siguió entonces—. Un proyecto nada normal. —Pero inmediatamente se detuvo, como si quisiera jugar a las adivinanzas. Tomás esperó sin éxito a que continuase.
—Dices que el tal Late era del Observatorio del Vaticano, ¿no? —insistió él—. ¿Contacto con civilizaciones extraterrestres? ¿Misioneros a Ganímedes?
—Una máquina para ver el pasado —contestó ella con cautela ignorando su broma.
Tomás, perplejo, tardó en reaccionar.
—¿Una máquina del tiempo? —Arqueó sus cejas en una mezcla de sorpresa e incredulidad.
—No para viajar al pasado; solo para verlo.
—Venga ya. ¿Cómo iban a hacer algo así?
—Según Late, era posible sintonizar la información del pasado y convertirla en imágenes; o eso he creído entender. —Le indicó la carta de Late con un gesto que la eximía de responsabilidad. Tomás echó un vistazo al texto en italiano y resopló.
—Me fiaré de ti —dijo al fin—. Pero solo dime: si Late quería ver el pasado, ¿por qué escribió al papa?
—Porque no quería ver cualquier cosa.
—¿Qué quería ver?
La mujer dio su cigarrillo por terminado; encendió otro con la llama de la vela, aspiró el humo y lo exhaló mientras se recostaba en la silla.
—Quería ver a Jesús.
En ese momento, Tomás sintió una ola de sangre en el cerebro. De repente, todo el despacho parecía mecerse como un barco a la oscilante luz de las velas.
—No jodas.
Eulalia se encogió de hombros.
—Suena a ciencia ficción —admitió—; pero es lo que pone ahí. Lo llamaron Proyecto Cronovisor. Del Val, como jefe del Enebro, fue el encargado de supervisarlo, y de mantenerlo en secreto.
—Proyecto Cronovisor… —repitió, musitando, Tomás. La pregunta más obvia se abrió paso entre otras mil—. Y… ¿qué ocurrió?
—Solo he podido echar una ojeada. Por lo visto, se fueron a Israel y allí pusieron todo en marcha; pero no acabó bien. —Escogió un documento y se lo pasó a Tomás—. Una carta de Del Val a Late, anunciándole que los trabajos se suspenden. Es de abril del 76. —Escogió otro—. Y este es un informe del mes de agosto del mismo año, de Del Val al papa, confirmando la muerte de Late en Jerusalén. Suicidio, según la policía israelí.
—Entonces..., ¿el proyecto fracasó?
En silencio, Eulalia le alargó un sobre beige que había mantenido apartado del resto de documentos. Tomás intuyó que su contenido iba a sorprenderlo; lo sopesó y lo abrió despacio. Contenía una fotografía que extrajo lentamente, centímetro a centímetro, como horas antes había hecho Weiss en el avión.
Era una fotografía oscura y borrosa, con tanto grano que recordaba al pixelado de una pantalla. Según salía del sobre, fue revelando un inquietante primer plano lateral de un hombre agonizando en la cruz. En medio de la oscuridad, su figura reflejaba una débil luz mortecina, de tono anaranjado. Las huellas de dolor habían quedado impresas sobre aquel rostro tumefacto; el párpado derecho, inflamado a golpes, se había cerrado; la boca, retorcida en una mueca horrible, parecía lanzar una última maldición al mundo; pero por encima de todo destacaba el ojo izquierdo, tan desorbitado y rebosante de furia que desde el papel hizo presa en Tomás, que sintió un escalofrío recorriendo su columna vertebral.
Y esta vez no era un dibujo en la portada de una novela. Esta vez, ese Dios que juraba venganza era real.
IV. COSAS ESCONDIDAS DESDE TIEMPOS ANTIGUOS
Jesús, con los brazos abiertos en cruz al límite de la dislocación, elevó la vista al cielo y exclamó:
—¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?
Enlazó el final de la frase con un tremendo bostezo y mantuvo los brazos estirados por unos segundos, desperezando y contorsionando todo el cuerpo hasta que su prominente barriga asomó bajo su camiseta de Big Fish, de Tim Burton. Luego husmeó y con sus ojos de rana entornados detrás de las gafitas dirigió una mirada de desagrado a las velas, apagadas ya desde que había amanecido.
—Aquí huele a misa, ¿no? —Se encogió de hombros y cambió de tema con un parpadeo pegajoso—. No puedo seguir así, os lo juro. Estuvimos rodando el corto hasta las seis de la madrugada y cuando por fin llego a casa, resulta que en no sé qué canal están dando mi película favorita: Big Fish, de Tim Burton. ¿Os lo podéis creer? ¡A las seis de la mañana! Así que no me quedó más remedio que