Tras la puerta oculta. Germán Rodriguez
en ellos nada llamativo. Se centró en la fotografía, que mostraba a un hombre delgado, nervudo, de rostro alargado, rasgos finos y un aspecto juvenil acentuado por una melena castaña que caía hasta cubrirle las orejas. Solo las primeras canas, que empezaban a salpicarle la barba pelirroja muy corta, delataban que se iba aproximando a los cuarenta. De hecho, fue la mirada lo que más captó su interés. El ceño fruncido formaba una arruga clavada como un puñal en el entrecejo. Supo enseguida que aquel pliegue profundo no era producto de la hosquedad sino más bien de la obsesión. Y reconoció la intensidad malherida de unos ojos que parecían saber de un enemigo invisible, de alguna sombra que amenazaba con aparecerse y llevárselo todo. La misma sombra esquiva que, cada mañana, se deslizaba en el espejo por detrás de su propio rostro.
Entonces, de repente, se dio cuenta: el hombre de la foto era el cliente con el que acababa de hablar en la tienda.
c a
Forzando su cojera, se asomó a cada una de las calles que desembocaban en la plazoleta. Demasiado tarde. El extraño se había esfumado.
Desalentado, tomó asiento en uno de los bancos y hundió la cabeza entre las manos. ¿A qué retorcido giro del destino había obedecido aquel encuentro? Se sintió atrapado por una maquinaria implacable, como si su cuerpo girase entre los engranajes de un reloj que amenazaban con triturarle los miembros. ¿Cuándo acabaría aquello? Apretó los dientes y se tiró del pelo hasta causarse dolor.
De pronto, unas palabras resonaron en su cabeza. Potentes e imparables, se hicieron dueñas y ocuparon cada rincón de su mente.
Si he pecado, ¿qué te he hecho con ello, oh, guardián de los hombres? ¿Por qué me has hecho blanco tuyo? ¿Por qué te sirvo de inquietud?
Creyó reconocer en ellas su propia voz, pero una voz sobre la que no tenía ningún control. ¿Se habría vuelto definitivamente loco? Si así era, ¡qué decepcionante resultaba la locura! Y es que nada decían aquellas palabras y aquella voz que él no hubiese pensado ya cuando estaba cuerdo. Escuchó mejor y notó algo que no encajaba, como cuando en sueños un personaje de repente era otro. Entonces vio al predicador sudamericano. Se había mudado hasta una esquina de la plazoleta y desde allí continuaba lanzando su letanía a los cuatro vientos. A él pertenecía, estaba claro ahora, la voz que reverberaba en su mente. De nuevo, el libro de Job.
—«¿Por qué mi ofensa no toleras, y no dejas pasar mi iniquidad? Pues bien, pronto yaceré en el polvo; me buscarás y ya no existiré».
Me buscarás y ya no existiré.
Weiss pareció despertar de repente, como si el hombre que tropezaba en la oscuridad unos segundos antes hubiese visto la luz. Algo lo impulsó a mirar hacia arriba. Frente a él, un letrero en el segundo piso de un viejo edificio brillaba con un gastado resplandor esmeralda: «Al Otro Lado».
Sintió un asombro liberador. Ahora, por fin, sabía lo que debía hacer.
III. CRIATURAS DE LA NOCHE
Un golpeteo en la ventana lo sobresaltó. ¿Quién llamaba a esas horas?
¿A la puta ventana del dormitorio? ¿En un ático?
Se giró en la cama y entonces lo vio: era el hombre de la tienda, el tarado aquel con la botella de ginebra. Su cara de muerto en vida le dio miedo. ¿Cómo lo había encontrado? Se quedó mirando sin saber qué hacer mientras el hombre seguía golpeando el cristal con los nudillos, cada vez más fuerte, amenazando con romperlo.
Una parte de sí mismo se obligó a despertar. ¿O seguía dormido? El hombre ya no estaba, pero ahora un fantasma blanco le observaba desde la ventana con un ojo redondo y brillante, casi transparente. Un extraño parpadeo y un segundo ojo apareció como por arte de magia al lado del primero. Aún aturdido, comprendió por fin que se trataba de un gran búho albino posado en el alféizar, con los ojos clavados en él. Un ave de mal agüero, según le contaba su abuela de niño. En un reflejo supersticioso, Tomás agarró el vaso que tenía en la mesilla y lo arrojó contra la ventana. Entre un estrépito de cristales rotos, el fantasma huyó y desapareció en la noche.
Se asomó furtivamente a la calle, como un niño asustado por su propia travesura. La acera aparecía sembrada de pedacitos de cristal. Sintió un estremecimiento y lo achacó al frío que entraba por la ventana, pero en el fondo sabía que no era eso. Era el extraño encuentro en la tienda. ¿Quién era aquel tipo? ¿De dónde había salido?
Los dígitos rojos del despertador digital marcaban las 03:44. Cogió la botella de la mesilla y bebió un buen trago de ginebra.
Volver a la cama sería inútil. Como tantas otras noches, se encaminó a su escritorio, entre un desorden de libros y papeles apilados por el suelo, y encendió el ordenador. A la suave luz de un flexo no tardó en encontrar la concentración. Escribió, hasta que un doble zumbido lo avisó de que tenía correo.
«¿Estás despierto? Tengo ALGO para ti».
c a
Tomás detuvo la moto de un frenazo, convirtiendo el charco en el que se reflejaba el letrero luminoso de «Al Otro Lado» en un borrón esmeralda. Subió de dos en dos los viejos escalones de madera y antes de que pulsase el timbre oyó unos tacones que se acercaban a la puerta.
En el umbral apareció Eulalia. Con su rostro aguileño enmarcado por un pelo blanco y espeso y su elegancia de siempre, lo miró de arriba abajo mientras lo alumbraba con una vela.
—Bienvenida, criatura de la noche —le dijo con voz de terciopelo.
Tomás se fijó en su colgante, una media luna entre dos círculos concéntricos de turquesa, y esbozó una sonrisa traviesa.
—¿Es nuevo? —preguntó, señalándolo—. Va con tus ojos y realza tu belleza nefertítica, si es que se dice así.
Eulalia se mostró escéptica ante el piropo.
—Ten cuidado; aún estoy a tiempo de darte con la puerta en las narices.
—Venga ya —replicó Tomás con sorna mientras cruzaba el umbral—. ¿Me llamas a las cuatro de la madrugada toda emperifollada y me vienes con esas?
Como siempre que visitaba la redacción a esas horas, con las luces apagadas, Tomás pensó con satisfacción que si existiese el equivalente a una protectora de animales para fantasmas y monstruos abandonados se parecería mucho a aquel gran departamento de altos techos, paredes desconchadas y raídas molduras art decó. A decir verdad, allí se hospedaban ya decenas de seres desconocidos, seres acechantes entre las sombras pero sujetos ahora por frágiles pedazos de cinta adhesiva que a duras penas les impedían atacar. Pósteres y fotografías de alienígenas, espectros, momias e ídolos de látex de la serie B se desplegaban por los cubículos de los redactores; pero también laberínticos mandalas, bucólicos delfines, escarpadas cumbres tibetanas o el colorido elenco divino de la mitología hindú.
Como si no quisieran despertar a los viejos ordenadores que dormían ahora un merecido sueño, Eulalia y Tomás caminaron en silencio hacia la débil y temblorosa claridad que salía del despacho de la directora.
c a
Aunque no era necesario por encontrarse solos, Eulalia cerró la puerta tras de sí. A la luz de las velas, las antigüedades egipcias y del Oriente Próximo de las que se había ido rodeando a lo largo de su vida, modestas pero auténticas, le daban al despacho un aire de sanctasanctórum preparado para alguna ceremonia misteriosa. Tomás se acercó a contemplar la nueva adquisición que, tras la mesa, ocupaba la pared. Una granada, dos tigres, una mujer desnuda, una abeja. No era el original, por supuesto.
—¿Ahora te da por Dalí?
—Un toque de surrealismo para compensar la falta de sueños propios. Tengo la melatonina por los suelos.
—¿Ya estás haciéndote la vieja?
Se fijó en el cenicero, rebosante de colillas que parecían muy recientes. Demasiada nicotina, incluso