Tras la puerta oculta. Germán Rodriguez

Tras la puerta oculta - Germán Rodriguez


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sacó su cámara de fotos y obtuvo un primer plano de la cara desde el mismo ángulo que la fotografía supuestamente tomada por el cronovisor.

      Estar allí subido, frente a frente con aquel rostro turbador, le producía una profunda aversión, de modo que se conformó con una única instantánea y se bajó de la escalera.

      Había llegado el momento de la verdad. De la bolsa que llevaba en bandolera extrajo su ordenador portátil y envió la foto recién obtenida a un programa de tratamiento de imágenes. Junto a la pantalla colocó una copia en papel de la foto que habría hecho el cronovisor. Los encuadres eran prácticamente iguales. Solo faltaba manipular la foto del crucifijo para darle el grano y la textura de la otra. Aunque no era ningún experto, pronto consiguió un resultado más que aceptable. Un resultado, de hecho, que no dejaba lugar a dudas, pues las dos imágenes eran prácticamente imposibles de diferenciar. La única conclusión creíble, por decepcionante que fuera, se abrió paso: Mateo tenía razón. La fotografía supuestamente tomada por el cronovisor era en realidad una fotografía del crucifijo. Un engaño. Un fraude como una casa.

      Enojado, hizo una bola de aquella falsa foto y la arrojó al suelo. Se sentía ridículo. Recogió el portátil y se dispuso a marcharse.

      Fue en ese momento cuando todo dio un giro repentino.

      —Disculpe, joven. —La jubilada devota se había acercado a él—. Si no es mucha molestia, ¿podría ayudarme a guardar el cubo y la escalera? Es que la ciática me está matando, ¿sabe? Ya le he dicho a don Anselmo que no puedo cargar pesos, pero ya ve.

      Con sus gafas gruesas que convertían sus ojos en dos grandes redondeles negros, recordaba a la abuela algo desinflada del muñeco de Michelín. Había dado su trabajo por terminado y escurría a fondo la fregona en el cubo. Tomás se quedó mirando el agua sucia, incapaz de contestar.

      Lo sorprendió, porque era un agua roja profunda. Primero pensó que tenía que ser un reflejo de la pintura escarlata de las paredes. Seguramente su intenso color debía de estar reflejándose sobre la superficie del agua. Sin embargo, pronto vio que las fibras retorcidas de la fregona aparecían teñidas con el mismo tono rojo profundo. Antes de alarmarse, pensó un poco más. Solo quedaba una explicación: que la mujer, al pasar el mocho, hubiese desteñido la pintura. Pero… ¿tanto?

      Ella observó su desconcierto y pareció más sorprendida que él.

      —¿No sabe lo que ha pasado?

      —No.

      La devota bajó la voz en tono confidencial.

      —¡Un señor que se ha pegado un tiro! Aquí mismo, en la capilla. Ahí donde estaba usted hace un momento, frente al Cristo. —A pesar de la consternación que exhibía, era evidente que disfrutaba contándolo. Tras comprobar con satisfacción el impacto causado en su interlocutor, prosiguió con el relato—: Ha sido a las tres y media de la mañana. ¡Imagínese! —exclamó, incorporando una rica gesticulación de raigambre popular—. ¡Menudo disgusto! En la cabeza se ha disparado, el pobrecito. ¡Y ya ve que lo ha dejado todo perdido!

       Joder. Entonces sí que es sangre.

      —¿Era de por aquí?

      —Bueno, más o menos... Llevaba muchos años fuera, pero aún venía mucho a esta capilla, a rezarle al Cristo. ¡Parecía un hombre muy devoto! ¡Pensar que se ha matado aquí mismo, delante de Él! —Se persignó—. Hoy en el pueblo no se habla de otra cosa.

      Tomás recordó los corrillos de lugareños conversando en voz baja. Después contempló de nuevo el crucifijo preguntándose si la devota lo habría limpiado ya, pues de no ser así tal vez podía quedar sangre salpicada de la víctima mezclada con la del Cristo. Era una posibilidad macabramente poética; en cualquier caso, había una cuestión más importante.

       ¿Por qué iba a matarse alguien precisamente anoche, precisamente ante este Cristo?

      —¿No ha venido la policía?

      —¡Sí, claro!

      —¿Y han dicho que había sido un suicidio?

      —¡Pues hombre, naturalmente! ¿Qué otra cosa iba a ser? Pobrecillo... ¡Tenía usted que ver cómo estaba todo!

      La mujer interrumpió su cháchara al oír cerrarse la puerta de la sacristía y, a continuación, unos pasos por el altar mayor. Con disimulo, estiró el cuello para fisgar lo que pasaba.

      Tomás miró en su misma dirección. Un hombre de unos setenta años, todavía recio y con la desenvoltura de quien está acostumbrado a dar órdenes, cruzaba hacia la nave principal. Llevaba un vendaje discreto en la sien. Un metro detrás de él lo seguía un sacerdote sexagenario de aspecto sumiso. Su sotana desteñida contrastaba con las elegantes vestiduras en negro y escarlata que lucía el primero.

      —¿Quién era ese? —preguntó Tomás.

      —¡Un cardenal! Ha venido desde Italia en cuanto se ha enterado. Creo que se llama Del Valle, o De Blas... o algo así.

      De ser un perro, Tomás hubiese estirado las orejas.

      —¿No será Del Val?

      —¡Justo!

      Tomás frunció el ceño. Del Val, el cardenal cuyo nombre aparecía en los documentos. ¿Qué tipo de casualidad era aquella? El asunto del cronovisor, que hacía tan solo un minuto había descartado como un fraude, parecía reservar sorpresas.

      —¿Y por qué ha venido el cardenal Del Val?

      —Pues por lo del señor Weiss, claro. Es que era guardia suizo o algo así del Vaticano; bueno, estaba retirado.

      —¿El señor Weiss es el hombre que se ha pegado el tiro?

      —¡El mismo!

      Mientras procesaba la información, Tomás vio salir a Del Val por la puerta lateral que daba al norte. Allí aguardaba por él una berlina negra. Era evidente que habían buscado un lugar discreto para aparcar, evitando la entrada principal; de ahí que no hubiese visto antes el vehículo. El cardenal parecía dar instrucciones al párroco, que asentía repetidamente con la cabeza.

      Del Val, recordó, habría dejado el Enebro veinte años atrás.

       Aunque uno nunca se retira de algo así; siempre quedan cabos sueltos.

      Ello podía explicar la presencia del hombre de traje oscuro que aguardaba junto a la berlina. Moreno, pelo muy corto, unos cuarenta años, atlético. Se mantenía alerta, demasiado para ser un simple chófer. En realidad, guardaba un aire inequívoco de guardaespaldas. Y vale que un cardenal quizá no debería gozar del privilegio de un escolta, pero si era el exjefe del Enebro, ah… eso ya debía de ser otra historia.

       Sí, el suyo es el inequívoco porte de un agente de seguridad, y si relajase esa mandíbula apretada y abriese la boca hablaría con un acento suizo, quizá de habla alemana, igual de inequívoco, aunque yo no lo haya oído nunca y no tenga ni puñetera idea de cómo debería sonar... ¿O sí?

      —Ese señor, Weiss... ¿tenía unos sesenta años, era alto y cojeaba?

      —¡Pues sí! —dijo la mujer—. ¿Lo conocía?

      —Es posible. ¿Vivía en el pueblo?

      —No. Estuvo casado con una de aquí; pero cuando ella murió, se marchó. ¡De eso hace ya muchos años, treinta o más! Eso sí, aún venía a menudo por la iglesia. Era muy devoto del Cristo.

      —¿Rezaba ante esta imagen?

      —¡Huy! ¡Y tanto que rezaba! A veces se pasaba horas ahí, de rodillas. —Señaló un banco situado en primera fila, directamente ante la imagen—. ¡Horas y horas! Y no me pregunte por qué. A mí es que ese Cristo me da... como mucho respeto... Que Dios me perdone, pero yo prefiero rezarle al san Lázaro que tenemos en el altar mayor.

      La mujer se persignó de nuevo, con aire entre culpable y aprensivo, mientras miraba


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