Tras la puerta oculta. Germán Rodriguez
que sí. En la biblioteca del Club Nudista tenían la colección entera.
Ella rio con naturalidad.
—Yo aprendo español leyendo. Mi nombre es Olga —añadió, con un brillo a la vez inocente y seductor en los ojos—. Por aquí.
Dejaron el vestíbulo y la muchacha lo guio por un pasillo de suelo ajedrezado de mármol rojo y blanco que brillaba como un espejo. La decoración de arabescos, que se extendían por el techo y las paredes, creaba la impresión de que la casa había sido invadida por una hiedra omnipresente. A ambos lados se abrían habitaciones repletas de piezas de arte que parecían pertenecer a culturas antiguas del Oriente Próximo. Tanto lujo asombró a Tomás, que tuvo la sensación de estar recorriendo un museo guiado por una escultura que había cobrado vida.
De pronto notó salir de un cuarto a su derecha un olor indefinible y familiar, mezcla de humedad, polvo y acidez. Curioso, asomó la cabeza y se encontró con unas paredes cubiertas por grandes estanterías. Eran de madera y estaban cargadas de libros antiguos, de pilas de libros que llegaban hasta el techo. Un hombre de unos sesenta años cuya coronilla brillaba a la luz de un foco examinaba un grueso volumen encuadernado en cuero. Molesto por la intromisión, levantó la vista del libro y le clavó una mirada poco amistosa. El azul frío de sus ojos, junto a su pelo en pico sobre la frente, sus negras y más que tupidas cejas y su perilla le daban un aspecto fiero que parecía recomendar una retirada. Lamentablemente, porque a Tomás le hubiese gustado hurgar un poco entre los volúmenes.
—¡Vaya biblioteca! —le comentó a la joven, que aguardaba por él en el pasillo.
—Señor Viturro tiene libros muy valiosos. Muchos coleccionistas vienen. Compran y venden.
Continuaron hasta el taller del escultor, una amplia sala octogonal con altos ventanales modernistas. Allí los rayos del sol, reflejados en la pintura blanca de las paredes, bañaban todo en una luz intensa que parecía sostener en el aire una miríada de partículas de polvo. Una escalera de caracol en forja conducía al mirador del chapitel. Tomás reconoció el porche de afuera y supo que se encontraban en la base de la torrecilla.
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Un modelo de unos treinta años, con bucles en el pelo y rostro clásico, fumaba un cigarrillo reclinado en un diván. Su cuerpo apolíneo estaba tan desnudo como el de la chica.
—Él es Óscar —dijo la joven.
Óscar saludó con aire de deidad aburrida, y Tomás reconoció en su voz la del secretario personal de Viturro que le había concertado la cita con él.
—Nosotros posamos —aclaró Olga—, pero señor Viturro tiene que atender una llamada.
Tomás echó un vistazo al estudio. Más que al lugar de trabajo de un escultor, o a como él lo imaginaba, le recordaba a una ferretería o al taller de un aficionado al bricolaje. Estanterías llenas de cajones en las que colgaban herramientas eléctricas de todo tipo, sopletes, botes llenos de resinas de diferentes texturas y colores... Algunas figuras de arcilla a medio terminar, atrapadas en armazones de metal, aguardaban su turno para recibir las atenciones del artista. La mesa, de madera fuerte y robusta, acumulaba un montón de bocetos. Reconoció en muchos de ellos el cuerpo de Olga, seccionado en sus hermosas partes, de manera incruenta, por hábiles trazos de lápiz.
De repente, tuvo la sensación de que alguien le observaba a sus espaldas desde una esquina del estudio. Se giró y, cuando la vio sobre el pedestal, casi se quedó sin aliento. Era la Virgen María, de tamaño natural y desnuda bajo un leve manto de seda azul oscuro. Su mano derecha sostenía una rueda de plata y un velo ceñido por una corona de estrellas enmarcaba su bellísimo rostro, que sin perder esa serenidad divina dejaba traslucir un inmenso dolor. De hecho, sobre una de las mejillas se le había congelado una lágrima. Lo más asombroso, sin embargo, era que era igual que Olga.
Admiró el tremendo parecido. La técnica hiperrealista empleada por Viturro, la misma que había empleado en el crucifijo, conseguía insuflar vida a sus obras hasta confundir y turbar al espectador. Supuso que utilizaba algún tipo de silicona que permitía reproducir el aspecto de la carne humana. Entonces se acercó a la imagen hasta casi pegarse a ella. La piel del rostro, tersa y suave, absorbía la luz solar con avidez y brillaba con un resplandor juvenil; su cuerpo desnudo y lleno de gracia parecía palpitar bajo el manto con la plenitud de la vida. No hubiese podido distinguirla de la Olga de verdad de no haberse acercado ella hasta hacerle sentir su aliento.
—Soy yo —susurró—. Cuando el sol la calienta, piel parece de verdad. Si tú quieres, puedes tocarla.
Tomás rehusó el contacto con la estatua.
—¿Qué te hizo estar tan triste? —le preguntó intuyendo que había en ella algo más profundo que una simple chica alegre y desnuda.
Ella observó su propia imagen atrapada en la silicona.
—Yo entiendo su dolor.
Ahora, como en un espejo, su expresión reflejaba la de la escultura. En sus pícaros ojos verdes temblaba una lágrima, y el dolor contenido había transfigurado su rostro en pura belleza. Su desnudez, esta vez, hacía que Tomás la percibiera frágil e indefensa. Deseó poder envolverla en un manto de seda como el de su doble.
—Está inacabada —dijo una voz ondulante desde la escalera de caracol.
Un hombre pequeño, de sesenta y muchos años, descendía por los peldaños y examinaba a Tomás de arriba abajo. Sus ojos eran penetrantes y oscuros, pero tirados hacia atrás por alguna cirugía estética, lo que confería a su mirada un vago aire mongol. El cráneo esférico rapado al cero reforzaba de algún modo ese aspecto seudoexótico, casi de Gengis Kan hollywoodiense.
—¿Inacabada? —repitió Tomás examinando la estatua—. No sé qué puede faltarle.
—Envejecer. —El hombre hizo una sonrisa nostálgica. Luego avanzó hacia él con una extraña manera de caminar, juntando las rodillas, y le tendió una mano velluda—. Soy Marcos Viturro.
—Tomás Mellizo.
—Mmm... Curioso nombre —musitó, con aire ensimismado.
—Curioso, ¿por qué?
—No tiene importancia. —Agitó la mano como desechando su comentario—. ¿Así que le gusta mi escultura?
Tomás se pensó la respuesta.
—Para serle sincero, me resulta turbadora.
—Le ocurre a mucha gente con este tipo de obras hiperrealistas —explicó el artista con simpatía. Su sonrisa se extendía a su mirada y terminaba marcando en el rostro unas larguísimas patas de gallo—. Es la conciencia del pecado —añadió, en voz más baja y enarcando las cejas.
—No comprendo a qué se refiere.
—Quizá no recuerda el enunciado completo del segundo mandamiento: «No harás escultura, ni imagen alguna de lo que hay arriba en el cielo, o aquí abajo en la tierra, o en el agua bajo tierra». O, en otras palabras: Dios debería ser el único escultor; y nosotros, sus criaturas modeladas en polvo, las únicas esculturas. De ahí que esta hermosa estatua —dijo, acariciándole los pómulos— sea una transgresión de la ley divina. Pero yo… ¿qué le voy a hacer? ¡Necesito ganarme la vida!
Rio con un tono agudo. La capa de maquillaje bajo la que tapaba su piel pálida y desvaída le daba un aspecto más artificial que el de sus estatuas.
Tomás se fijó en la escultura de un anciano que yacía sobre un soporte, entre botes de pintura usados. Supuso que sería la imagen de algún santo. Desnudo y caído, elevaba los esqueléticos brazos al cielo en demanda de amparo. La obra estaba inacabada, pues aún carecía de pelo en todo el cuerpo. Sin embargo, la piel mostraba ya en sus innumerables pliegues todos los detalles de la decadencia física: blandeces, manchas, varices, el sexo fláccido y amoratado…, todo con un realismo patético y fascinante.
—¿Le turba también un retrato tan crudo de la vejez? No me culpe a mí. Dios es el maestro.