Tras la puerta oculta. Germán Rodriguez

Tras la puerta oculta - Germán Rodriguez


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      —Sí, ya veo. Oiga, ¿por qué Weiss recurrió a usted? ¿Por qué le contrató?

      Viturro pareció algo contrariado por volver a un asunto que le interesaba poco.

      —Bueno, él había conocido mi obra en Israel, donde yo trabajaba en un proyecto de reforma en un monasterio. Supongo que le gustó mi estilo, o puede que no conociese a ningún otro escultor; o quizá le daba igual.

      —¿Qué hacía Weiss en Israel?

      —Ni idea. Turismo, supongo.

      Tomás se preguntó si esa estancia turística habría corrido a cargo del Vaticano en el marco del Proyecto Cronovisor. Las fechas coincidían, pero… ¿cuál habría sido la misión de Weiss? No parecía que Viturro fuese a resultarle de ninguna ayuda a ese respecto, así que decidió volver al terreno artístico.

      —Entonces, ¿Weiss le pidió que se inspirase en los dibujos para el crucifijo?

      —¿Inspirarme? ¡Por Dios! —Su voz ondulante adquirió un matiz chillón—. ¡Tuve que copiarlos tal cual! Como ya le he dicho, ese pelagatos tenía su idea de la escultura entre ceja y ceja. Y por si fuera poco, era un individuo insoportablemente quisquilloso. Este hilo de sangre por aquí, ese por ahí; la nariz así, las orejas asá... Todo según los dibujos, al pie de la letra, ¡al milímetro! Se mostró intransigente ante cualquier sugerencia; ignorante, patán… Ni siquiera se dejó aconsejar lo más mínimo. Simplemente se empeñó en que me ciñera a lo que veía en los dibujos sin cambiar ni un detalle.

      Tomás había terminado su tercera ginebra. Haciendo un esfuerzo, obligó a su mano a tapar el vaso para impedir que Olga le sirviera otra.

      —¿Por qué querría Weiss mostrar un Jesús tan...? —dudó.

       Tan real.

      —…tan fuera de lo común?

      —Mmm… Debo reconocer que para ser un hombre tan mediocre, Weiss tuvo una visión original. De hecho, creo que con sus limitaciones fue capaz de ver más claro que la mayoría. Lástima que no se dejase aconsejar para extraerle todo el potencial a su idea y todo acabase en terrenos populacheros más propios del museo de cera que de la sofisticación que el tema merecía.

      —¿Qué tema?

      Con un brillo de sorna en los ojos, Viturro sonrió de forma sugerente.

      —¿Sabe lo que le digo? Creo que Dios tiene unos gustos muy convencionales si hablamos de arte.

      —¿A qué se refiere?

      —Me refiero a la crucifixión. ¿Ha reflexionado alguna vez sobre ella?

      —Lo normal.

      —Habrá reparado en su inmenso poder de evocación. Hablo de la ceremonia en sí, por supuesto. Del hecho de crucificar a Dios.

      —Pensaba que hablábamos de arte.

      —Así es. ¿O es que acaso no es la crucifixión, el acto de clavar a Dios en una cruz, una obra de arte en sí misma? Aún diría más: se trata de la obra de arte total del hombre para Dios.

      —No le sigo.

      —Adopte usted un dios; adórelo, póstrese ante él y pídale todos sus deseos, pero mientras tanto, en secreto, vaya tallando una cruz con un pedazo de madera. Cuando la cruz esté terminada, coja a su dios y asesínelo sobre ella. ¡Genial! ¡Sangre sobre un cuerpo perfecto suspendido en equilibrio sobre la cruz! ¡Grandes principios morales y sadismo! ¡La eternidad sobrevolando la escena! Una deidad con el debido sentido del deber artístico se mostrará encantada de participar en esa suprema farsa. Pero un dios taciturno y severo, insensible a las sutilezas estéticas, como se sospecha que es el dios de los cristianos, podría considerarlo una broma pesada. Quizá el señor Weiss, en su simplicidad, fue capaz de intuir algo así; de ahí que su Crucificado muestre tan poco espíritu de colaboración. —Hizo una pausa para saborear sus propias palabras junto a un sorbo de whisky—. De todas formas, tampoco se lo puede culpar. Si me crucificasen a mí, no sé qué cara pondría, la verdad...

      c a

      Tras un par de desvíos erróneos por los senderos secundarios del jardín, consiguió salir a la calle. Sopesó la petaca. Solo quedaba un trago de ginebra y decidió bebérselo para recargarla. En ese momento sonó el teléfono móvil.

      —¡Soy yo! Acabo de ver la película —dijo la voz de Jesús desde el otro lado.

      Tomás aparcó lo del trago.

      —¿Y?

      —Me temo que Fermín y Juanma dieron en el clavo, colega. Es un anzuelo para que piquemos.

      —No jodas. ¿Qué se ve?

      —Bueno, se lo han currado bastante. Parece de verdad. Yo diría que quien la haya hecho produce cine o televisión.

      —¿Pero qué se ve?

      —Cardenales, o supuestos cardenales; de aquí para allá. Todo muy sugerente, pero ni una sola imagen del cronovisor. Nada de nada: ni Jesucristo en la cruz, ni leches. Apesta a Roswell, tío. Mañana llevaré el proyector para que todos la veáis.

      —De acuerdo. —Colgó el teléfono—. ¡Mierda!

      Frustrado por saber que la película no serviría de nada, se dirigió a su moto. Entonces se percató de que cerca había un coche aparcado y se fijó en el conductor. Rondaría la treintena, iba trajeado y tenía el pelo rubio platino, el rostro cuadrado y un cuerpo fuerte y atlético. Estaba haciendo algo con el móvil, y levantó la vista de él para observarlo cuando se acercó. Tomás se quedó con una sensación rara, pero siguió hasta su moto y desapareció del lugar.

      c a

      Eulalia sostuvo en una mano la foto del crucifijo de San Lázaro obtenida por Tomás y, en la otra, la fotografía original de Jesús que acompañaba los documentos del cronovisor.

      —A ver si lo entiendo —dijo, enarcando las cejas con escepticismo—. El crucifijo al que se refirió Mateo existe; la foto supuestamente obtenida con el cronovisor bien podría ser una foto de ese mismo crucifijo; pero, aun así, ¿te empeñas en que no es ningún montaje? ¿En que de verdad fue realizada con el cronovisor?

      Tomás observó de nuevo la fotografía de Jesús, borrosa y oscura como un mal sueño materializado, y asintió desde el otro lado de la mesa. Ella lo miró con un gesto que reclamaba explicaciones.

      —¿Qué quieres que te diga? Cuanto más lo pienso, más convencido estoy. Es la única manera de que este asunto tenga algún sentido.

      —Depende de lo que entiendas por tener sentido —dijo Eulalia sin apearse de su escepticismo—. Para mí y para cualquiera, es evidente que Weiss se inventó una historia y luego le sacó una foto al crucifijo para que sirviera de prueba.

      Tomás sacó la petaca y bebió un trago mientras negaba con el dedo índice. Sentía una fina película de sudor sobre la piel, más producto de su excitación mental que del hecho de que la estufa del despacho estuviese encendida a su lado.

      —Para fabricar una foto borrosa —explicó— le hubiese valido cualquier crucifijo. ¿Por qué iba a encargar uno a propósito? Y, lo que es más: ¿por qué uno tan extraño?

      —¿Porque estaba como una cabra?

      —Olvídate de eso y supón por un momento que nuestra foto es auténtica. Fíjate en las fechas.

      Cogió la fotografía de Jesús y se la mostró junto a un documento que extrajo de la carpeta de Weiss.

      —Según pone aquí, Late obtuvo la fotografía en Israel en junio de 1975, o sea, más de un año antes de que Weiss le encargase el crucifijo a Viturro, en octubre del 76. Así que el crucifijo estaría inspirado en la foto, no al revés.

      Eulalia se colocó el cenicero en el regazo y se echó hacia atrás en el asiento, reflexionando. Por unos momentos jugueteó con el encendedor


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