Tras la puerta oculta. Germán Rodriguez

Tras la puerta oculta - Germán Rodriguez


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obra también de mi abuelo, aunque cada generación fue añadiendo elementos nuevos. La mesita que está junto a usted, por ejemplo, la diseñé yo.

      El conjunto resultaba exquisito. Era como si la propia casa hubiese dado a luz a los muebles más antiguos y éstos, a su vez, a los más recientes, todo en un lento y coordinado proceso orgánico en el que la belleza, lejos de deteriorarse con el paso del tiempo, se había ido perfeccionando a sí misma. Sin embargo, Tomás no pudo evitar una sensación opresiva, como si tanta elegancia acumulada fuese una espiral cada vez más asfixiante hacia su propio centro en lugar de hacia afuera.

      —¿Sabe? Una casa es arquitectura y decoración; pero, para ser una obra de arte, precisa de un tercer elemento a tono —reflexionó Viturro, abandonando por unos momentos el escrutinio de los papeles—; y ese elemento, amigo mío, son las personas, personas elegantes que vayan bien vestidas, o bien desnudas —añadió, sonriendo.

      De repente, Tomás fue consciente de su chaqueta de motorista, sus pantalones vaqueros y sus zapatos gastados. Quizá, pensó, era ese el motivo por el que se estaba sintiendo tan incómodo en medio de tanto refinamiento.

      —Una casa como esta —continuó Viturro— solo adquiere auténtica vida cuando se pasea por ella alguna criatura hermosa y ataviada con buen gusto. El efecto artístico precisa de ejemplares de porte distinguido; de ahí que procure seleccionar con un criterio muy riguroso los recursos humanos de los que me rodeo. —Inclinó la cabeza, pensativo, y añadió—: En la belleza reside la fuerza de la vida, ¿no le parece?

       Entonces, deberías mirarte en un espejo, capullo.

      —Supongo que sí.

      Viturro asintió lentamente con la cabeza, abandonado a sus pensamientos. Luego, sin más comentarios, volvió a concentrarse en los papeles.

      Al poco rato, Olga entró en el gabinete con una bandeja de bebidas. Había cubierto su desnudez con una bata de seda en tono escarlata como los de la habitación; probablemente, pensó Tomás, un imperativo de la obra de arte absoluta descrita por Viturro momentos antes.

      La joven llenó un vaso de ginebra y se lo alcanzó a Tomás, que se lo bebió entero mientras ella le servía el suyo a Viturro. Después, llenó de nuevo el vaso de Tomás. Mientras lo saboreaba, este aprovechó para curiosear las fotografías expuestas en la mesita de al lado.

      —Tiene usted amigos importantes.

      Viturro sonrió con aire de misterio.

      —Tengo una clientela muy fiel y muy exigente... Ah, creo que aquí está lo que buscábamos. —Se quedó una carpeta de color marrón y fue a sentarse junto a Tomás—. Veamos —dijo después de analizar el contenido—. Según consta, el encargo fue en octubre del 76. Aquí están los dibujos que me trajo el señor Weiss.

      La carpeta albergaba una pila de papeles; en concreto, un par de cuadernos y varias decenas de láminas sueltas con dibujos bien trazados, a lápiz o carboncillo. Algunos habían sido coloreados con acuarela. Todos ellos, tanto los apuntes rápidos como los dibujos más elaborados, parecían obedecer a una misma obsesión: retratar desde distintos puntos de vista, ya fuera al completo, ya fuera en parte o en detalle, a Jesús tal como aparecía en el crucifijo de San Lázaro.

      —¿Son de Weiss?

      —¡No, por Dios! Dudo que él fuese nunca más allá de dibujar casitas en el colegio. Si se fija, los más acabados llevan una firma.

      La firma, que consistía en dos iniciales en mayúsculas, dejó a Tomás intrigado: «N.L.». ¿Correspondían aquellas letras a Nicolás Late, el supuesto inventor del cronovisor? Y si era así, ¿qué sentido tenía aquello?

      —¿Sabe quién es N.L.?

      —No.

      —¿Y los dibujos? ¿Le parecen obra de un profesional, o de un aficionado?

      —Mmm... —Viturro encogió los hombros con indiferencia—. Si son de un aficionado, he de reconocer que no le faltaba talento. Claro que también puede ser que Weiss recurriese a otro artista antes que a mí, al tal N.L., y que este dibujase los bocetos; por lo que fuera, no llegaron a un acuerdo pero Weiss se quedó con ellos. Quién sabe. Yo no le pregunté nada; me limité a coger mi cheque.

      Tomás examinó los dibujos con más calma, pasando láminas y láminas que repetían los mismos motivos. Visiones completas de Cristo en la cruz desfilaron ante sus ojos entremezcladas con apuntes de los más variados detalles: hombros desencajados, muñecas horadadas por clavos, coronas de espinas clavadas en una frente de la que escurría sangre. El rostro del Crucificado había sido retratado desde todos los ángulos, una y otra vez, incansablemente.

      De repente, un dibujo destacó entre los demás, cautivando su atención. Era un retrato en primer plano del rostro desencajado, con el ojo izquierdo incendiado de resentimiento y mirando al frente con tal intensidad que parecía capaz de hacer arder el papel. Al pie de la página, N.L. había escrito en una cuidada caligrafía la cita en latín del salmo 68 que Tomás ya conocía de la capilla: «Hablaré cosas escondidas desde tiempos antiguos, las cuales hemos visto y entendido».

      Atrapado por el ojo fatal, se quedó examinando el dibujo mientras apuraba el vaso con la bebida. Entonces reparó en otro detalle: pequeñas manchas de color rojo oscuro, algunas casi invisibles, salpicaban toda la superficie del papel como si irradiasen de un mismo foco.

       ¿Rojo oscuro como sangre salpicada?

      Sintió una punzada en la cabeza que retumbó en su mente como un disparo. Los vapores de la ginebra le invadieron la nariz y en la punta de los dedos se le apareció la textura áspera de una gabardina empapada en el mismo olor: la gabardina de Weiss. ¿Por qué de repente pensaba en él, en su sangre rociándolo todo tras volarse la cabeza en la soledad de su capilla y bajo la mirada implacable de aquel ojo que todo lo veía?

      —¿Qué son estas manchas? —preguntó, señalando los puntos de color sangre.

      —Acuarela, supongo. ¿No creería que era sangre de verdad? —dijo Viturro con una sonrisa burlona—. Es curioso: se ha quedado usted mirando el dibujo con la misma expresión que recuerdo en la cara del señor Weiss.

      Tomás hizo un esfuerzo para retirar la vista del papel, y tras sacarle una foto con su móvil lo colocó debajo de las otras láminas. Aun así, el ojo del Crucificado, sediento de la sangre de Weiss, seguía grabado en su mente de forma imborrable.

      Viturro le alargó su vaso a Olga para que le sirviera, esta vez, un whisky. La muchacha obedeció enseguida. El sol entraba por una ventana e incidía sobre su pelo y su piel, bañándolos en una aureola etérea.

      —No te muevas —le pidió el escultor—. Quédate quieta.

      Ella se quedó quieta con toda naturalidad.

      —Perfecto. Deliciosa. Mañana, a esta hora, vendremos y te dibujaré así, aquí mismo; como te ves en este instante.

      Tomás aprovechó la distracción de Viturro para intentar encajar y dar lógica a los nuevos datos aportados por el escultor. ¿Qué sentido tenía que Weiss hubiese pagado la reforma de la capilla y del crucifijo para suicidarse allí, ante él, treinta y tantos años después? Aunque, pensándolo bien, volarse la cabeza frente a aquella imagen inquietante, a pesar de haberla pagado y haber rezado ante ella durante más de tres décadas, le resultaba lo menos extraño de todo. En cualquier caso, ¿qué tenía que ver aquello con el cronovisor? Si N.L. era Nicolás Late, ¿qué implicaba la existencia de los dibujos? ¿Cómo los había conseguido Weiss? ¿Existía alguna relación entre ambos hombres? Notó que le sudaba la frente. No conseguía pensar con claridad. Su vaso ya estaba vacío y echaba de menos otro. Por suerte, Olga pareció adivinar lo que necesitaba y volvió a llenárselo. Hizo un trago y empezó a sentir una niebla en la cabeza. Sin duda, era el peor momento para soportar la nueva perorata que Viturro estaba iniciando sobre sus ideales estéticos. Tomás simuló escuchar con atención mientras daba buena cuenta de la bebida.

      —Me gusta ver a mis modelos pasear, sentarse,


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