Tras la puerta oculta. Germán Rodriguez
su propia imagen en miniatura.
—Sí que lo quería. Es que estoy cansada. Anda, vete a darle un beso a tu padre. Le hace mucha falta.
Obedeció. Sin decir nada más, volvió junto al banco en el que, con la cabeza hundida entre las manos, estaba su padre. Esther miró entonces a su alrededor, como saliendo de un breve sueño: un letrero que señalaba la dirección a las salas de autopsia, el mostrador de atención al público, un reloj en la pared cuyo segundero se empeñaba en avanzar hacia el futuro; el Instituto de Medicina Legal. De pronto, fue consciente del tiempo que llevaba allí sentada, esperando. Su imagen, reflejada en el cristal de la puerta, se le presentó más cansada de lo que suponía. El rostro de facciones suaves, que antaño alguien había descrito como sereno y reservado, mostraba una mueca de desánimo que la sorprendió. En realidad solo se había visto así la noche de su último cumpleaños, el trigésimo tercero, que no había querido celebrar.
Un grupo de estudiantes de medicina pasó ante ella. Se reían mientras hablaban de cadáveres, pero la contorsión y la palidez de sus rostros evidenciaban un verdadero calvario interior. Miró de nuevo al reloj y suspiró.
Ese día se había hecho a la idea de la burocracia que puede generar un suicidio. Aunque no sería considerado oficialmente como tal mientras no se realizase la autopsia, tanto el forense como la policía le habían explicado que se trataba de un mero trámite. Incluso el forense, muy amable, le había prometido que recibiría los objetos personales de su padre cuanto antes. Ella le había asegurado que no era necesario; pero, ante la humanitaria insistencia del médico, no había tenido más remedio que darle las gracias. Y ahora estaba allí, esperando a que alguien le entregase unos objetos con los que no sabría qué hacer.
Transcurrieron varios minutos más hasta que, por fin, un funcionario se le acercó con unos papeles para firmar. Tras comunicarle, sin mirarla a los ojos, que la autopsia se llevaría a cabo antes de veinticuatro horas, le alargó una bolsita de plástico negro y se escabulló.
Esther abandonó el edificio y se detuvo junto a la primera papelera. Iba a tirar la bolsa, pero se percató de que la niña de antes la observaba a través del cristal de la puerta de entrada. La miró también unos segundos. Ambas se sonrieron. Después, estrangulando las asas de la bolsa entre sus dedos, se alejó del lugar.
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El chorro helado que caía de la ducha se le clavó en el cuero cabelludo como una lluvia de alfileres. Había corrido por el parque hasta reventar, hasta sentir el ácido láctico quemándola por dentro y cada músculo del cuerpo suplicando una tregua. El ejercicio intenso, al borde del colapso, y la ducha fría a continuación, eran un martirio que formaba parte de su rutina, pero aquel día había tenido necesidad de prolongarlo más que nunca. Se quedó quieta mientras las agujas de agua helada seguían precipitándose con fuerza. El dolor se concentró en la cabeza; la respiración y el ritmo cardíaco no tardaron en acelerarse. Estaba hiperventilando. Con el cerebro a punto de estallar, y entre un zumbido que le saturaba los oídos, un ligero vértigo la obligó a apoyar las manos en la pared. A pesar del deseo angustioso de acabar con aquella tortura, aguantó bajo el agua hasta que la piel se le enrojeció.
Cuando cerró el grifo, todo su cuerpo emanaba calor como una estufa. Su organismo había reaccionado a la agresión del frío. Termogénesis. Era lo que buscaba. Se envolvió en la toalla caliente y por primera vez en todo el día sintió que su cuerpo albergaba vida.
Tomar un zumo de limón con miel, uno de sus pocos placeres, remataría esa sensación. Sin embargo, antes de saborearlo debía sacarse de encima un asunto pendiente: la bolsa negra con los efectos de su padre. La miraba de reojo posada ahí en donde la había dejado, sobre la mesita de la sala, al otro lado del mostrador de la cocina, como un pájaro de mal agüero. Deseó poder aplazar esa tarea indefinidamente; deseó poder chasquear los dedos y que desapareciese, o al menos poder guardarla en el fondo muy profundo de algún armario hasta olvidarla. Pero finalmente la abrió. Y su contenido resultó tan banal como esperaba: pasaporte, cartera, reloj, un bolígrafo con linterna. Lo único que llamó su atención fue una novela barata con una extraña ilustración de Cristo crucificado en la portada. Su autor, un tal Tomás Mellizo, no le sonaba de nada. Prefirió no hojearla. La guardó con los demás objetos dentro de la bolsa y dejó esta sobre la mesa sin saber muy bien qué hacer con ella.
El reloj marcaba las 19.00. Había desconectado los teléfonos y disponía de tiempo para trabajar antes de la conferencia. Se tomó su zumo de limón con miel y encendió el ordenador, pero no tardó en descubrir que le resultaba imposible concentrarse. ¿Qué podía hacer? No deseaba tomar las pastillas que le habían recetado para estos casos, así que se levantó a regar las plantas, echó comida en la pecera y, sin habérselo propuesto, se encontró con un libro en las manos: Cuentos de los hermanos Grimm. Lo conservaba desde niña, casi tan nuevo como el primer día. Se puso a leerlo mientras comía una manzana roja, y el azar quiso que se durmiera en el sofá al mismo tiempo que Blancanieves, en el cuento, mordía la suya.
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Para su sorpresa, el local rebosaba con una audiencia expectante, tanta que incluso había sido necesario improvisar sillas en los laterales y en el fondo. Por lo visto, la ostensión de la Síndone durante el año 2010 en curso estaba reavivando el interés de la gente.
Pero Esther hubiese preferido una sala medio vacía. Nada acostumbrada a hablar en público, había entrado apresurada arrastrando quince minutos de retraso y un paraguas que goteaba, y ahora no podía evitar sentirse intimidada por el mar de miradas que desde entonces la contemplaba fijamente.
Llegar tarde a un compromiso como aquel se le hacía imperdonable. Sin embargo, la fatiga crónica que venía padeciendo, producto, según sus compañeros de laboratorio, de las excesivas horas dedicadas al trabajo, unida a los extenuantes acontecimientos del día, la había derrotado. Al despertar en el sofá y comprobar la hora, se había levantado tan deprisa que se había mareado. Después, la carrera en taxi en medio del caótico tráfico había empeorado tanto su estado que incluso había tenido que bajarse antes, todavía a varias manzanas del hotel, para no vomitar.
Por suerte, caminar bajo la lluvia la había ido despejando, pero a costa de aumentar el retraso y su sensación de agobio. Había entrado en la sala de conferencias con prisa y sin siquiera levantar del suelo la mirada, casi chocando y llevándose por delante a un joven moreno y trajeado que se encontraba de pie junto al estrado lanzando miradas atentas al público. Después se había disculpado con el director del CES, que era, según rezaba una pancarta a sus espaldas, el organizador de las “Jornadas La Sábana Santa a la luz de la ciencia”, y que le había susurrado al oído que iban a contar con un invitado especial: el cardenal Del Val. Finalmente, y antes de presentarse al estrado, se había acercado a este para agradecerle su presencia y había aceptado cuando le había comunicado su deseo de verla en privado tras la conferencia.
Ahora, frente al público, los nervios no la abandonaban, y ver sentado en primera fila al mismísimo Del Val, ni más ni menos que el custodio de la Síndone, la puso aún más nerviosa.
Mientras escuchaba su presentación a cargo del director del CES, se preguntó cómo se había podido dejar convencer para dar la conferencia. Se suponía que sus investigaciones eran un asunto privado, algo que quería llevar con discreción. Sin embargo, se recordó a sí misma que, sin la ayuda del CES y de Del Val, las últimas puertas del Vaticano quizá no se le abrirían nunca. En realidad, y por más que ahora se arrepintiese, sabía que ese era el motivo por el cual no había sido capaz de decir no.
En ese momento, un técnico de la organización terminó de conectarle su ordenador portátil a la pantalla gigante, le colocó el micrófono y apagó las luces. Esther agradeció la ilusoria sensación de anonimato que la penumbra proporcionaba; de hecho, tan ilusoria como efímera, porque el foco al fondo de la sala no tardó en encenderse para apuntar directamente hacia ella y convertirla en el único objetivo de todas las miradas. Haciendo visera con la mano, Esther pudo vislumbrar, junto al foco y en mitad de la sala, la silueta de un hombre que preparaba una cámara, probablemente un colaborador del Centro de Estudios de la Síndone que se disponía a grabar en vídeo la conferencia. Todo estaba a punto, pues, para