Tras la puerta oculta. Germán Rodriguez
a comprobar nada! —Se aferró al palo de esquí con desesperación—. ¡Sal de mi casa ahora mismo!
—Antes de que me atices en la cocorota, mira esto. —Manteniendo las distancias, el intruso le mostró la pantalla de su teléfono móvil. En ella aparecía una foto en la que un hombre atlético, moreno y de traje oscuro estaba entrando en el portal de su casa—. No es de muy buena calidad, pero al menos reconocerás tu portal. La saqué hace media hora. Quizá el tipo te suene; estaba en la sala de conferencias, con el cardenal. ¿Te has fijado en él?
Efectivamente, Esther reconoció la fachada color siena del edificio y su portal, pero se guardó de decir nada. Sin dejar de estudiar a fondo la fotografía, retrocedió otro paso y blandió el palo. Apreció que la foto estaba movida y era borrosa, de mala calidad; había sido tomada desde el otro lado de la calle. Y sí era verdad que, por su complexión y vestimenta, el hombre se parecía al guardaespaldas de Del Val; sin embargo, aparecía casi de espaldas y no se le apreciaba bien la cara, así que en realidad podía tratarse de cualquiera. Además, ¿por qué razón iba a asaltar su casa un miembro de la seguridad del Vaticano? Pero sin siquiera haber terminado de plantearse la pregunta, recordó de repente los documentos mencionados por Del Val. ¿Sería posible que se tratase de eso, por más que le costase creerlo?
El intruso advirtió su vacilación y aprovechó para seguir hablando.
—Dime una cosa. Eres hija de Sebastian Weiss, ¿verdad?
Ella no contestó.
—Bueno —siguió el tal Tomás—, visto lo que ha pasado, está claro que lo eres. ¿Sabes de qué va esto? Al menos, sabrás que tiene que ver con la muerte de tu padre. Eso sí lo sabes, ¿no?
Esther seguía prefiriendo mantenerse callada. Mientras tanto, varias líneas de pensamiento se entrecruzaban en su mente a toda velocidad: la muerte de su padre, los documentos, la presencia de Del Val en la conferencia… y él, el intruso. ¿Cómo había dicho que se llamaba? ¿Tomás Mellizo? ¿Por qué, más allá de la breve interacción que había tenido con él durante la conferencia, su nombre y su rostro le resultaban familiares? ¿Dónde los había visto antes?
El desconocido continuó hablando. Quizá había percibido un destello de curiosidad en los ojos de ella.
—He asistido a tu conferencia con la idea de que pudiéramos hablar del asunto. Del Val está implicado, por si no lo sabías. Supongo que por eso ha aparecido por allí. Se ha reunido contigo después, ¿me equivoco? —Enlazaba las frases como una ametralladora—. Vale, no contestes si no quieres. Cuando he visto salir a su guardaespaldas en plena conferencia, me ha extrañado. No sé, una intuición... He decidido comprobar a dónde iba. Se ha marchado del hotel en el coche del cardenal. He tenido que seguirlo en la moto. Cuando ha llegado a tu casa, se ha apostado enfrente y ha esperado. Al cabo de un rato, ha recibido un mensaje en el teléfono. Supongo que era la orden de entrar. Ha sido cosa de diez minutos, de sobra para dejarte el apartamento hecho una mierda. Cuando se ha marchado he entrado para echar un vistazo. Tendría que haberte esperado fuera. Lo siento.
Esther permaneció en silencio, recapitulando, intentando pensar mientras empuñaba con fuerza el palo de esquí. ¿Era aquel un relato coherente, o es que necesitaba creer, en esos momentos de tremenda confusión, en la expresión de sinceridad en los ojos del extraño?
Ponlo a prueba. Averigua qué sabe.
—¿Qué buscaba en mi apartamento? —dijo por fin.
El hombre sacó de su bolsa de bandolera una vieja carpeta azul que contenía un fajo de papeles amarillentos.
—Buscaba esto.
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