Tras la puerta oculta. Germán Rodriguez
cualquier caso, Esther comprendió que sus ilusiones se habían desvanecido. No tendría acceso a la Sábana. Pero, entonces, ¿para qué quería Del Val hablar con ella?
El cardenal sacó un par de cápsulas de un pastillero.
—Disculpe; olvidaba tomar estas. Sin sor Virtudes, mi asistenta personal, estoy perdido. —Se tragó las cápsulas con un vaso de agua y se removió en el asiento, cruzando las piernas de manera que sus calcetines rojos quedaron de nuevo bien a la vista. Esther tuvo la sensación de que se disponía a cambiar de tema—. Deseaba verla para darle mi pésame por la muerte de su padre.
—Gracias —dijo ella sin poder disimular su extrañeza.
—Sebastian estuvo algunos años a mi servicio —le aclaró el cardenal—. Es normal que usted no lo sepa. Siempre sirvió fielmente a la Iglesia. Era un buen hombre.
Esther no dijo nada. Removió el té, al que no le había echado azúcar, y esperó a que él continuase hablando.
—Hay algo, una pequeñez en realidad, que me tiene un tanto preocupado —continuó Del Val—. Antes de su trágico final, Sebastian se presentó en mi despacho, en Turín. Se lo veía muy alterado; por su desgraciado problema con la bebida, supongo. Según me contó, obraban en su poder ciertos documentos con los que se pretendía atacar a la Iglesia. —Hizo una pausa para comprobar la reacción de Esther, que permaneció callada—. No creí que se tratase de nada importante; usted conocerá mejor que yo el estado en el que tristemente se encontraba. Sin embargo, en honor a sus años de servicio, le concedí el beneficio de la duda y le pedí esos documentos, que él prometió enviarme. Las circunstancias tan lamentables que han ocurrido lo impidieron. Me preguntaba si quizá usted sabría dónde los guardaba.
—No.
La respuesta había sido lacónica. A Del Val no se le escapó la incomodidad que reflejaba su interlocutora.
—Podría ser cualquier cosa: una carpeta, un fajo de papeles... Lo más probable es que carezcan de interés, pero mi obligación es echarles un vistazo.
—Lo siento, pero no sé nada de los asuntos de mi padre —contestó ella, removiéndose en el asiento.
—Entiendo. Si apareciera algo, no dude en contactar conmigo.
Del Val le ofreció su anillo. Tras dudar un instante, Esther lo besó.
En cuanto ella se hubo marchado, el cardenal tecleó una concisa orden en su teléfono móvil y la envió.
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Esther decidió regresar a casa andando. Por el camino, no dejaba de darle vueltas a su conversación con Del Val. ¿Documentos usados como arma contra la Iglesia? ¿Qué documentos podían ser esos y por qué iban a estar en manos de un jubilado alcoholizado? Tal vez debería haber preguntado, aunque sabía que la respuesta del cardenal hubiese sido evasiva. Se había mostrado poco comunicativa con él, pero… ¿cómo explicarle que ni siquiera conocía la última dirección de su padre, probablemente alguna pensión de mala muerte en Roma o Madrid? En cualquier caso, fuese lo que fuese en lo que hubiese estado metido, no le interesaba.
Respiró hondo. El aire frío de marzo traía un olor suavemente perfumado, y se dio cuenta de que caminaba por una calle con árboles. Observó con pesar que las primeras flores de la primavera, que ya adornaban las ramas, habían sido heridas por el temporal. A su padre, pensó, nunca le habían atraído las flores.
La noche era gélida. Se abrigó bien y caminó más deprisa, deseando llegar a casa.
Pasó junto a una pareja que se besaba en el portal. Evitó mirarlos. A pesar de su extenuación tras un día tan duro, rehusó tomar el viejo ascensor y subió las escaleras hasta el tercer piso. Era importante para ella obligarse a hacer ejercicio. Miró el reloj. En los últimos tiempos, siempre tenía la sensación de que se hacía tarde, de que las horas corrían más deprisa; pero esa noche era tarde de verdad. Aun así, se propuso trabajar un poco antes de acostarse. Al fin y al cabo, era más probable quedarse dormida frente al ordenador que metiéndose en cama.
No se imaginaba de qué manera iban a alterarse sus planes. Llegó al descansillo y lo que vio ante ella la hizo detenerse, incrédula, en seco: la puerta de su apartamento estaba entreabierta y la luz del interior encendida. La idea de que quizá, con las prisas, se había olvidado de cerrar cruzó por su cabeza para ser desechada inmediatamente; recordaba haber pasado la llave. Entonces, solo quedaba una posibilidad: había sido víctima de un robo. El corazón se le aceleró de golpe como si hubiese tomado la salida de un sprint. Sintió el miedo retorciéndose en el vientre. ¿Qué debía hacer? Los ladrones podían seguir dentro... Pero no a aquellas horas, se dijo para darse ánimos. Pegó la oreja a la puerta, con cuidado, y no oyó ningún ruido. Finalmente, se decidió a entrar.
Atónita, contempló la escena desplegada ante sus ojos. La sala era un caos, como si la hubiesen registrado a fondo. Cajones y libros por el suelo, sofás deshechos. Sus dos peces dorados reposaban muertos junto a la pecera, rota en mil pedazos. Los papeles del trabajo, fruto de horas y horas de investigación, estaban esparcidos sobre la alfombra; y el ordenador de sobremesa había desaparecido. En la cocina, el panorama no era mejor, con las puertas de los armarios abiertas y todas las ollas, tazas, tarros de especias y demás tirados por todas partes.
Se quedó en estado de shock. Durante un minuto permaneció plantada ante el desbarajuste sin ser capaz de reaccionar. Entonces, oyó algo. Eran unos pasos, muy leves, que se movían al fondo del apartamento, tal vez en el dormitorio. Tendría que haber salido corriendo a pedir ayuda, pero en aquel momento sintió tanta rabia que quiso impedir que mientras llegara la policía el ladrón tuviese tiempo de escapar. Así que, atenta a cualquier ruido que pudiera venir del dormitorio, avanzó de puntillas por el pasillo y a medio camino deslizó el brazo en un armario empotrado y agarró un palo de esquí. Lo empuñó con ambas manos y se preparó para golpear al intruso en cuanto saliese de la habitación, hasta que una idea repentina la asaltó.
¿Y si hay más de uno?
Dudó. De repente, retroceder parecía la mejor opción. El problema era que ya no había tiempo: unos pasos salían del dormitorio hacia el pasillo. La sombra del intruso se proyectó en el suelo y avanzó, pero se detuvo justo antes del umbral, como si hubiese detectado la presencia de Esther.
Dar a sus piernas la orden de correr no hubiese servido de nada, pues estaba paralizada por el miedo, clavada al sitio. Empuñó el palo de esquí con más fuerza y se preparó para lo peor.
El ladrón salió al pasillo y la miró con expresión despreocupada. Era un hombre joven.
—Perdona, no te había oído —le dijo a Esther.
Ella llevó atrás sobre el hombro el palo de esquí, preparándose para golpear.
—¡Fuera de mi casa! —exclamó sin levantar la voz. Gritar no era propio de ella, ni siquiera en situaciones de máxima tensión—. ¡Fuera de mi casa!
El intruso hizo un gesto tranquilizador con las manos.
—Tranquila, solo estaba esperando a que llegases. No necesitas usar el palo, créeme. Si lo necesitases, a estas alturas ya lo sabrías.
Esa voz... ¿dónde la había oído? Con ese aire burlón incorporado, sin duda no le era desconocida. ¿A quién pertenecía? ¿A quién? Entonces cayó. ¡La conferencia! ¡Era el hombre que le había hecho aquellas preguntas! ¿Qué hacía allí? ¿Por qué se había colado en su casa? ¿Sería un sicópata? ¿Se habría obsesionado con ella y la habría seguido con intenciones en las que era mejor no pensar? ¿Y por qué su rostro, que ahora que no había focos podía observar sin impedimentos, le resultaba también tan familiar?
—No quería asustarte, de verdad —insistió el hombre—. Estaba abierto y he entrado. Puedes soltar el palo. —Avanzó un paso hacia ella.
—¡No te acerques! —le advirtió ella, retrocediendo. Era consciente de que, a pesar del efecto de la adrenalina que estaba siendo bombeada por todo su cuerpo, no tendría fuerzas para repeler