Tras la puerta oculta. Germán Rodriguez
Bueno, el proceso no es tan diferente al de una escultura tradicional. Me gusta empezar con bocetos a lápiz. A veces hago pequeñas maquetas. Luego moldeo un modelo en arcilla sobre un armazón metálico, ya a la escala definitiva. Esculpo bien cada detalle, incluidas arrugas, líneas de expresión..., todo eso. Después, de este modelo saco un molde de goma que relleno con varias capas de silicona, resina líquida, fibra de vidrio... Las capas más exteriores son las de silicona, las más finas. Son las que hay que trabajar bien para dar forma a todos los rasgos de la piel. Luego se pinta con óleos imitando la epidermis; se añaden los ojos, el pelo... Naturalmente, es un proceso lento y laborioso que puede durar meses.
—Me lo imagino.
—Durante todo ese tiempo trabajas con un cadáver. La escultura no está viva hasta que no insertas el último pelo en el cuero cabelludo. Es pelo auténtico, ¿lo sabía? —comentó, acariciando la cabellera de la Virgen—. La pequeña Olga se vio obligada a raparse la cabeza para que su otro yo pudiera vivir. Un pequeño sacrificio para ella, si lo comparamos con lo que tendría que hacer para crear una nueva vida por un procedimiento más tradicional, ¿no le parece? —Rio—. Yo siempre digo que no tengo hijos pero tengo esculturas. De hecho…, verá…, hacer una es como tener un hijo. Todo parte de una inspiración inicial, una necesidad irreprimible y extática de crear seguida de meses agotadores de un trabajo tedioso: el embarazo, los dolores del parto... Si tiene hijos, sabrá de qué le hablo. Bueno —rectificó, riendo—, su mujer lo sabrá.
—No tengo ninguna de las dos cosas.
—Mmm…, vaya. Yo espero tener unas cuantas esculturas más con Olga. A ella le sobra vida que repartir, ¿no cree? ¡Ah, la juventud! —exclamó con un suspiro, contemplando el cuerpo desnudo de la chica.
Tomás se quedó ensimismado ante las figuras de arcilla a medio terminar que se acumulaban en el estudio. Realmente parecían seres surgiendo del barro. Viturro lo dejó meditar en silencio mientras se palpaba los bolsillos del batín de seda que vestía.
—Óscar —le dijo al modelo—, ¿dónde he dejado el tabaco?
Perezosamente, Óscar se acercó a la mesa y cogió un paquete de cigarrillos. Viturro dejó que le pusiera uno en la boca y se lo encendiese.
—Supongo que ya se conocen —le dijo a Tomás mientras se acariciaba el pecho desnudo bajo el batín—. Óscar es mi secretario personal.
—Sí, nos conocemos.
Secretario y jardinero, supongo. Seguro que también te cuida los capullos del jardín.
—Estaba dibujando unos bocetos —comentó el escultor, dejando escapar el humo por la boca—. ¿Le importa que siga mientras hablamos?
—Por favor.
Viturro aspiró el cigarrillo con gran deleite, tomó papel y lápiz, y aguardó a que sus modelos se colocaran.
Olga, que había retomado la lectura de Tintín, dejó el cómic; pasó muy cerca de Tomás, mirándolo a los ojos y casi rozándolo, y fue a reunirse con Óscar en el diván. Allí, ambos posaron simulando el acto sexual.
—Creía que solo se dedicaba al arte religioso —dijo Tomás, extrañado.
—Y esto lo es. —Viturro acompañó su voz ondulante con una sonrisa—. Son Rahab y uno de los espías de Josué.
Tomás, que no recordaba los detalles de la historia, optó por no pedir más explicaciones, y el escultor continuó hablando mientras con el lápiz trazaba rápidas líneas sobre el papel.
—Dígame: ¿ha venido porque le interesa el arte religioso?
—Lo cierto es que no. Trabajo para la revista Al Otro Lado. He venido por el crucifijo de la iglesia de San Lázaro, en el Sabinar de la Sierra.
—Mmm... Una obra menor en mi trayectoria. Prescindible, la verdad. ¿Por qué le interesa?
—Bueno, entre otras cosas, un tipo se acaba de pegar un tiro delante.
Viturro dejó de dibujar y enarcó las cejas con estupor.
—¡Válgame Dios! —exclamó en tono irónico—. ¡Espero que no fuera un crítico! —Hizo una seña a Olga y Óscar, que corrigieron su postura de manera casi imperceptible, y continuó dibujando—. ¿Y quién era ese hombre? ¿Algún chiflado? Esa estatua solía atraer a gente rara.
—Quizá usted lo conozca mejor que yo; fue quien le encargó el crucifijo: Weiss.
—¡Vaya! ¡Sí! Sebastian Weiss… Aún lo recuerdo, como es natural... Fue uno de mis primeros trabajos. ¿Cuánto tiempo hace ya? ¿Treinta años? —Entornó los ojos como si quisiera vislumbrar aquella época—. ¿Y dice que se pegó un tiro en la capilla que él mismo pagó? Curiosa manera de invertir el dinero...
—Parece que estaba algo obsesionado con el crucifijo.
El escultor se acarició dos o tres pelos que se disparaban de sus cejas picudas, escasamente pobladas.
—Mmm... Ese crucifijo es una imagen muy particular, sí. Y Weiss no parecía un hombre del todo equilibrado.
—¿Qué puede contarme acerca de la escultura?
—Poca cosa… Fue un encargo que me vi obligado a aceptar por motivos alimenticios. En realidad, no tuve un gran control sobre el resultado.
—¿A qué se refiere?
—El cliente tenía una idea muy clara de lo que quería. Me trajo sus propios bocetos y yo tan solo plasmé sus ideas; mi aportación artística fue nula.
—¿Quiere decir que Weiss le trajo dibujos de cómo debía ser el crucifijo?
—En efecto. Se empeñó en que me ciñera a ellos, o sea que yo me vi limitado a un papel meramente artesanal.
Tomás frunció el ceño. Aquel era un dato interesante que parecía apoyar la idea de un Weiss fabulador.
—¿Conserva usted esos bocetos? Me gustaría verlos.
Viturro dio una larga calada al cigarrillo y suspiró con infinita paciencia.
—Le presentaré a Eva —dijo.
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El pezón de Eva se mostraba erguido, sobresaliendo de la plenitud del pecho. Viturro lo acarició con la yema de los dedos y lo retorció con lascivia.
—¡El botón mágico! —proclamó, guiñándole un ojo a Tomás.
Presionó el pezón de madera con más fuerza, hasta que se hundió dentro del pecho. Tras el panel, decorado con un relieve que representaba a Adán y Eva, la serpiente y un granado como el árbol de la ciencia del bien y del mal, chasqueó un resorte. Entonces el panel se volteó sobre un eje, descubriendo un compartimento oculto en la pared.
Viturro observó con satisfacción la sorpresa de Tomás.
—Aquí guardo mis archivos —dijo mientras le mostraba el interior del compartimento, que estaba lleno de carpetas con papeles.
—¿Lo diseñó usted?
—No, mi bisabuelo. ¡Pero no me pregunte lo que escondía dentro! Las leyendas familiares hablan de secretos palaciegos y hasta de botellas de licor que le ocultaba a la beata de su mujer —explicó, divertido—. Se puede imaginar que de niño me fascinaba este mecanismo. Llegué a desmontar el panel para entender cómo funcionaba. ¡Una travesura que me costó unos buenos azotes! Pero… a lo que íbamos... Los papeles que buscamos deben de estar por aquí. —Examinó el archivo y empezó a sacar viejas carpetas de distintos tamaños—. Puede llevarme tiempo. Tome asiento mientras tanto.
Se encontraban en un gabinete de muebles antiguos tapizados en tonos escarlata. Algunos parecían tener cien años, pero se conservaban impecables. Tomás escogió un sillón y se sentó en él con cuidado. En verdad, lejos de los ambientes Ikea que conformaban su hábitat natural, se sentía algo torpe.
—¿La