Tras la puerta oculta. Germán Rodriguez
del depósito brilló bajo los primeros rayos de sol que conseguían abrirse paso entre las nubes. Aunque solo era la primavera asomando tímidamente. En realidad, quedaba aún mucha nieve en las cumbres, por lo que se alegró de haberse gastado el dinero en una buena chaqueta de cordura capaz de cortar el aire frío de la sierra del Guadarrama.
Sin embargo, pronto se olvidó de la temperatura. La soledad de aquellos parajes, en los que durante los últimos kilómetros no se había cruzado con ningún tráfico, lo invitaba a pensar. Y mientras la carretera se contorneaba cada vez más, su mente comenzó a repasar los extraños acontecimientos de las últimas horas.
El Proyecto Cronovisor. ¡Qué increíble y fascinante, y qué sospechoso también! ¿A qué se debía que aquellos documentos, de ser auténticos, hubiesen ido a parar precisamente a sus manos? La historia de Nicolás Late, el genio que tras retratar a Jesús con su máquina había acabado suicidándose, ¿no era demasiado buena para ser cierta, como había insinuado Eulalia? Quizá sí; pero su intuición se empeñaba en decirle lo contrario. El escalofrío que había sentido aquella noche al ver la imagen del Crucificado había sido real, tanto que le recorría de nuevo el espinazo solo de recordarla. Tal vez por ello, a pesar de la convicción con que Mateo había despachado la fotografía como un fraude, él necesitaba comprobarlo por sí mismo. Si resultaba que Mateo tenía razón, olvidaría el asunto del Proyecto Cronovisor y los pensamientos inquietantes que habían comenzado a asaltar su mente. Si no...
Decidió parar al borde del camino para despejarse y sacó la petaca del bolsillo. Aunque un positivo en alcoholemia le costaría el carnet de conducir y quizá algo más, no era probable que en aquella carretera se encontrase con un control, así que decidió correr el riesgo. Sentado sobre una roca, trató de relajarse y de disfrutar del paisaje montañoso, su preferido desde que era niño. A sus pies, al fondo del puerto y a lo largo de un estrecho valle entre laderas empinadas, se extendía un humeante manto de niebla. Sintió el poder mágico de la tierra emanando como un campo de fuerza acumulado en la masa gigantesca de las montañas. Bebió otro trago y, por el momento, guardó la petaca.
c a
Cuatro kilómetros de soledad después de haber regresado al camino, cuando ya empezaba a pensar que se había perdido y tendría que dar la vuelta, un indicador medio tapado por la vegetación de la cuneta le daba la bienvenida al Sabinar de la Sierra. Según rezaba un letrero informativo, se encontraba a mil cien metros de altitud. El escudo local, donde junto a una inevitable sabina figuraba la representación de una abeja, indicaba que la producción de miel había jugado un papel importante en la economía del pueblo.
Se alegró de comprobar que la marea de construcción de casas de fin de semana para los habitantes de la capital, que estaban invadiendo otras poblaciones de la sierra, no había llegado hasta el Sabinar. El pueblo conservaba un pequeño casco histórico con casas de piedra. Calculó que, en total, no tendría más de dos mil habitantes. Atravesó el centro. Algunos lugareños hacían corrillos con la bolsa de la compra en la mano. Se detuvo junto a uno de los grupos más animados para preguntar por la dirección de la iglesia, pero la respuesta no resultó todo lo amable que esperaba. Quizá molestos por la interrupción, los vecinos le lanzaron miradas suspicaces y le indicaron con frialdad una calle que salía del pueblo. Después esperaron a que se alejase y continuaron hablando en voz baja.
c a
Parecía ser que el templo se situaba fuera del núcleo urbano; por alguna razón, habrían decidido levantarlo en medio del monte. Dejó atrás las últimas casas y se internó por un sinuoso camino asfaltado que circulaba entre pinares de repoblación. Las sabinas que daban nombre al lugar se habían esfumado. Tras recorrer ochocientos metros, avistó la iglesia en un pequeño claro entre los árboles.
El estilo herreriano de la edificación encajaba mal en la montaña ya a primera vista, como si una extraña nave espacial de piedra se hubiese posado en el planeta equivocado. A Tomás le pareció una aburrida exhibición de geometría, pura rutina que no podía competir de ninguna manera con cualquier peña que hubiese creado la naturaleza. Solo la torre cuadrangular del campanario se elevaba hacia el cielo con cierta gracia y dejaba atrás el resto del templo, aunque sin contrarrestar el aspecto pesado, taciturno y casi tétrico de sus muros.
Se acercó a la puerta principal, temiendo encontrarla cerrada. Alguien había pintado en ella, con espray rojo, una cruz invertida. Cuando la empujó, la pesada hoja de madera se abrió en silencio. Echó un vistazo, pero desde allí el interior se veía oscuro.
Con sigilo, entró en la iglesia. Le resultó extrañamente grande para un pueblo tan pequeño. Afuera, las nubes seguían jugando a ocultar el sol, amortiguando la luz natural que penetraba por los vanos abiertos a lo largo de las paredes. Avanzó despacio por el pasillo central entre los bancos vacíos, bajo la bóveda de cañón que coronaba la nave rectangular. Sus pasos solitarios resonaban en la penumbra. Esto lo incomodó y, como si fuese un ladrón, procuró hacer aún menos ruido.
Franqueó el arco que separaba el cuerpo principal del altar mayor, situado en un nivel más elevado. Un gran cirio pascual, símbolo de la resurrección de Cristo, ardía en primer término. A la derecha del retablo policromado que presidía el altar, con escenas de la vida de san Lázaro, una puerta cerrada comunicaba con la sacristía.
Llevaba décadas sin pisar una iglesia. Se detuvo a contemplarlo todo e intentó retener los detalles: el olor a cirios, incienso y humedad, las viejas huchas de madera recubiertas de polvo y que nadie parecía abrir nunca, la fantasía kitsch de los ingenuos santos populares, esos que con sus miradas de escayola arrebatadas contemplaban a un Dios tan folclórico como ellos... Todo seguía en su sitio; solo faltaba aquel por quien había venido.
Al lado sur se abría la única capilla. Descendió tres escalones y luego atravesó una reja de hierro forjado con entalladuras de madera en forma de palmas y penetró en ella. Una devota con aspecto de jubilada, que hacía limpieza fregona en mano, lo miró de reojo con curiosidad. Tomás la ignoró y se dedicó a admirar la curiosa decoración del oratorio, que parecía haber sufrido una reforma radical en tiempos modernos.
Era como penetrar en otro mundo. En llamativo contraste con el resto de la iglesia, de piso enlosado, aquí el suelo brillaba con un reluciente pavimento de ciprés. Nada de piedra quedaba al descubierto. Las monótonas paredes encaladas habían sido forradas con planchas de madera pintadas en escarlata y blanco y recorridas por bajorrelieves que representaban hileras de granadas. El resultado de tanto colorido, si bien producía un extraño efecto, poseía una indudable elegancia y daba a la capilla el aspecto de algún exótico palacio oriental en una vieja película en tecnicolor.
Y entonces lo vio. Al fondo, dos columnas en dorado con capiteles en forma de granada custodiaban un dosel del que colgaba un velo translúcido. Tras él se ocultaba el crucifijo.
Se acercó, intrigado. Alzó la mano hasta el velo, que colgaba a la altura de su cabeza, y lo descorrió con precaución. La figura que apareció ante sus ojos lo dejó atónito. Frente a él se erguía el Cristo más inquietante que pudiera concebirse. Era una imagen hiperrealista de Jesús, esculpida a tamaño natural. Su cuerpo musculoso, abierto en mil heridas y lleno de magulladuras, colgaba de un árbol podado, con un travesaño en forma de T. Estirados al límite sus miembros, los tendones y venas parecían a punto de reventar mientras se retorcía en una crispación furiosa. La sangre le cubría la piel por todas partes; en la cara, los regueros que se escurrían desde el casco de espinos se mezclaban con un maquillaje dorado y negro, medio emborronado. Un grito silencioso y horrendo parecía salir de la boca desencajada, que enseñaba los dientes como una bestia dispuesta a morder. Todo en aquella figura estremecía, pero el rasgo más impactante era su ojo izquierdo, el único que permanecía abierto. Desorbitado e inyectado en sangre, miraba a Tomás con una rabia incontenible.
Un dios amenazante.
Tomás permaneció demudado bajo el influjo de aquel espantoso ojo. Perdió incluso la percepción del tiempo. Pasaron minutos o segundos, no lo supo con certeza, hasta que el traqueteo de una escalera de mano, arrastrada por la devota, lo arrancó del hechizo.
La buena mujer se disponía a limpiar la pared. Tomás tuvo una idea.