Tras la puerta oculta. Germán Rodriguez
Él nunca lo dijo y yo no le pregunté. Supongo que fue por fervor religioso; era un hombre muy creyente.
Su curiosidad iba en aumento y deseaba saber más sobre aquella misteriosa donación, pero se suponía que estaba allí trabajando para una revista de arte e insistir en el asunto podría resultar raro. Además, intuyó que don Anselmo no mentía cuando afirmaba no conocer los motivos de Weiss; en cuanto a la devota, un auténtico nodo de comunicaciones del pueblo, no había abierto la boca al respecto, así que dio por hecho que no disponía de ningún cotilleo jugoso que aportar.
Mientras recapacitaba, reparó en un detalle al que antes no había prestado atención. Encima del crucifijo, grabada en letras doradas sobre el dosel, se leía una inscripción en latín: «ATTENDITE, POPULE MEUS, DOCTRINAM MEAM; INCLINATE AUREM VESTRAM IN VERBA ORIS MEI. APERIAM IN PARABOLIS OS MEUM, ELOQUAR ARCANA AETATIS ANTIQUIAE. QUANTA SPECTAVIMUS COGNOVIMUS EA».
—¿Puede traducirme ese texto? —le pidió al cura—. Tengo el latín oxidado.
—Es del salmo 68... —dijo don Anselmo, ajustándose las gafas—, aunque donde pone «spectavimus» debería poner «audivimus». Viene a decir: «Escucha, pueblo mío, mi enseñanza; presta oído a las palabras de mi boca. En parábolas abriré mi boca; hablaré cosas escondidas desde tiempos antiguos, las cuales hemos visto y entendido».
Tomás releyó el texto, intrigado. ¿Qué significaba aquello?
—¿Tiene alguna relación con la crucifixión?
—No, que yo sepa. No sé por qué lo pusieron ahí.
No parecía que don Anselmo pudiera ser de más ayuda, al menos por el momento. Solo quedaba una vía de investigación.
—Dígame, ¿quién fue el autor del crucifijo?
El buen sacerdote volvió a examinarse la cúpula del cráneo.
—Un escultor... ¿Cómo se llamaba...? —musitó, pensativo—. Con la edad me falla la memoria... Era el típico artista excéntrico, un poco engreído... Diseñó toda la reforma de la capilla, pero no me relacioné mucho con él. —Sus ojos se iluminaron de repente—. Espere; ahora que lo pienso, creo que dejó su firma.
Se acercó al pedestal en forma de cubo del crucifijo y pegó la nariz a él para examinarlo.
—Aquí está —anunció, señalando con el dedo una esquina del fondo.
La cuidadosa caligrafía, en unas letras mayúsculas cuyo peculiar diseño se inspiraba vagamente en el alfabeto hebreo, dibujaba un nombre ascendiendo en ángulo casi vertical: «MARCOS VITURRO».
V. LA OBRA DE ARTE TOTAL
Tras ponerse en contacto con el secretario de Marcos Viturro, que a regañadientes aceptó concertar una cita para esa misma mañana, Tomás emprendió de inmediato el camino, ansioso por encontrar respuestas a la sucesión de preguntas que se iban enredando en su mente. ¿Por qué había encargado Weiss el crucifijo? ¿Cómo podía encajar tal encargo con la existencia del cronovisor? ¿Acaso aquello no probaba que la máquina para ver el pasado era un fraude?
Weiss no parecía estar en sus cabales. ¿Habría fabulado toda la historia, incluidos los documentos? De hecho, Tomás conocía a más de un chiflado capaz de escribir libros de mil páginas sobre sus viajes en ovni a Ganímedes. Pero si Weiss no era más que un loco, ¿qué preocupaba tanto entonces al cardenal Del Val? Su aparición en la iglesia de San Lázaro indicaba que la historia narrada por los documentos, fuese del todo cierta o no, tenía su importancia para el Vaticano; y que toda aquella trama era lo bastante oscura como para haber conducido a Weiss al suicidio. ¿Qué habría pasado? Retorció el acelerador y dio gas a tope, sintiendo que cada curva del camino trazaba un signo de interrogación.
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La villa de Viturro se encontraba junto a una urbanización de alto nivel a pocos kilómetros de la capital, aunque no formaba parte de ella. Tomás circuló a lo largo del interminable muro que la aislaba de la carretera, un muro cuya decoración, a base de ladrillos de colores, columnas elefantinas y animales fantásticos, le recordó a la Babilonia de Intolerancia.
Encajada entre dos elefantes sentados sobre sus patas traseras vio la verja de entrada. Aparcó la moto junto a ella y desde allí se asomó al extenso jardín que rodeaba la casa. Volvió a observar la entrada. Sobre el lomo de uno de los elefantes, en el mismo tipo de letra que Tomás ya había visto en la firma del crucifijo, podía leerse: «MARCOS VITURRO. ARQUITECTO; ESCULTOR; ARTE RELIGIOSO».
Tardó en encontrar el timbre, que estaba incrustado en el ojo del elefante. Tuvo que pulsarlo tres veces antes de que, por fin, sonara un zumbido y la verja se abriera.
El sendero de gravilla que conducía a la casa discurría entre cipreses, palmeras, acacias en flor y una rica variedad de árboles y plantas exóticas que no supo reconocer. El jardín lo sorprendió, tanto por su extensión como por su encanto y belleza. Además, el radiante sol de primavera hacía aún más intenso el verde de las hojas e invitaba a demorarse. Se detuvo junto a un estanque con flores de loto. Un ejército invisible de pequeñas y asustadas ranas saltó al agua. Al otro lado, dentro de una gran pajarera, las aves exóticas revoloteaban formando un tiovivo de colores. Muchas ciudades pequeñas no disfrutaban de un jardín así. Continuó andando hacia la casa, bajo la mirada desdeñosa de un pavo que con real parsimonia desplegó ante él los cien ojos de su cola. Contempló fascinado al presumido animal, que sin duda tenía derecho a considerarse el monarca supremo de aquel territorio exótico, y este replegó la cola y continuó con sus asuntos, autorizándolo a pasar.
Tras caminar unas decenas de metros más por el sendero, atisbó por fin la casa tras las hojas de unos cipreses. El tono carmesí de la pintura, realzado por unos detalles en ladrillo esmaltado que resplandecían al sol, destacaba vivamente entre el follaje y le recordó la decoración de la capilla de San Lázaro. Sin embargo, cuando hubo dejado los árboles y salió a la explanada se quedó admirado, porque aquella casa no era realmente una casa cualquiera. Frente a él se erguía una coqueta villa francesa de finales del siglo XIX. La planta baja, que se elevaba un metro del suelo, aparecía recorrida por una galería cerrada con vidrieras multicolores, un añadido modernista al diseño original. Otra galería abierta, con barandilla de forja, rodeaba una primera planta de grandes ventanales y de la que surgía un techo abuhardillado y recubierto con pizarra. Encima de este, y a su derecha, se podía contemplar una torrecilla que remataba en un chapitel con mirador; y a sus pies, en la planta baja, unas ligeras columnas sosteniendo un porche abierto en forma de semicírculo. Exótico, sublime, realmente asombroso.
La entrada principal se encontraba en el centro de la fachada, protegida por un parasol de hierro y cristal. Subió los escalones, flanqueados por animales vagamente mesopotámicos, y pulsó el timbre.
Arte religioso... Supongo que vive rodeado de vírgenes.
La puerta se abrió. Lo recibía una joven completamente desnuda, salvo por un hilo rojo atado alrededor del brazo. Rondaría los veinte años y tenía el cabello negro y suave y un cuerpo perfecto de bailarina que exhibía como si no le diera ninguna importancia.
—¿Señor Tomás Mellizo? —saludó, con un acento que sonaba a ruso o algo parecido—. Pase, por favor. Señor Viturro espera. —Y advirtiendo el efecto de su desnudez en él, mientras sus ojos verdes y ligeramente orientales sonreían con picardía, añadió—: Espero que usted no importar.
—No, tranquila. Es que eres la primera mujer desnuda que me trata de usted —contestó con sorna.
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La luz del exterior, que penetraba a chorros por las cristaleras, bañaba la piel lechosa de la joven con un halo resplandeciente. Tomás se dio cuenta de que llevaba en la mano un cómic de Tintín, La estrella misteriosa, aunque desde luego no se molestaba en taparse con él.
—¿Lees a Tintín? —le preguntó entonces.
Ella se volvió con una sonrisa.