Tras la puerta oculta. Germán Rodriguez

Tras la puerta oculta - Germán Rodriguez


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cambiar la postura de su cara y aunque no pudiera ver al hombre, el cardenal levantó los ojos hacia él.

      —¿Cómo puede ser? Dígamelo —siguió hablándole este—. ¿Cómo puede ser que Él no distinga al justo del culpable, que pierda a ambos por igual?

      Por lo visto, iba a ser una confesión complicada además de intempestiva. Del Val procuró armarse de paciencia.

      —Sus designios son inescrutables —se limitó a decir.

      —¡Y tanto que lo son! ¿Me crearon sus manos y ahora solo desea destruirme?

      —¿Por qué iba a desear Nuestro Señor tu destrucción?

      —Porque he despertado su ira... Es el Dios de la Venganza de Job y yo lo he convocado... Lo he convocado...

      En ese momento, el cardenal percibió un estremecimiento al otro lado.

       Al final va a ser un loco.

      —Le he suplicado perdón; pero no me escucha. Nada que yo haga para redimir mi culpa es suficiente. ¡Me persigue! —Su voz mostraba una creciente ansiedad—. ¡El Señor me persigue por lo que hice! ¡Sin descanso! ¡Sin tregua! Desea aplastarme. Me tiene en el punto de mira y no hay donde esconderse porque Él lo ve todo...

      La angustia, que agitaba cada vez más sus palabras, comenzaba a filtrarse por la celosía como un gas venenoso. El cardenal sintió la necesidad de abrir el confesionario para ventilarlo, pero se contuvo.

      —Es cruel —continuó el penitente—. Es infinitamente cruel. ¡Es sádico! No se conforma con el simple dolor; el suplicio al que te somete va más allá de toda medida y cuanto más suplicas, más aprieta; cuanto más te arrastras, más disfruta... —Gimió—. Es lo que dice el libro de Job. Así está escrito: «Pues dictas contra mí amargos fallos y me imputas la falta de mi mocedad; metes mis pies en cepos, vigilas todos mis caminos y escrutas todas las huellas de mis pasos, mientras yo me deshago como un leño carcomido, como un vestido apolillado». ¿Qué puedo hacer? Él es el Dios de la Venganza y yo solo un hombre...

      Del Val empezaba a tener claro que debía sacarse de encima a aquel chiflado cuanto antes.

      —El Señor entiende tus padecimientos, sean los que sean —comentó sin demasiada convicción—. Él se hizo hombre para sufrir en su carne como nosotros sufrimos.

      —Será por eso que sabe tan bien dónde nos duele.

      —No hables así, hijo. Dios aprieta pero no ahoga.

      —¡Pues claro que no ahoga! Cualquier torturador conoce la regla de que hay que mantener al prisionero con vida. —Hizo una pausa y suspiró—. Yo he llegado a odiar la vida.

      —¿Por qué crees que el Señor desea castigarte?

      —¿Que por qué lo creo? ¿Sabe lo que es despertarse después de una noche de pesadillas y saber que Él ya está ahí, acechando? ¡Cada mañana! ¡Desde el amanecer! ¡Sin falta! ¡A cada instante! ¡Siempre, cada día y cada noche! No deja de vigilarme ni de ponerme a prueba. ¡Ni siquiera me permite tragar saliva! ¡Viene a por mí! ¡Lo sé! —Su voz se ahogó en un sollozo—. Le he rezado todos estos años, sin descanso... Pero no encuentro perdón; solo castigo, solo tortura...

      Del Val no era un hombre capaz de sentir empatía; aun así, un escalofrío le recorrió la piel. Realmente, aquel desgraciado albergaba el horror en las entrañas.

      —Él siempre perdona. —Intentó sonar convincente.

      El hombre contuvo una risa. Su repentino cambio de actitud sorprendió al cardenal.

      —¿Ah, sí? —Elevó el tono—: ¡Usted no sabe nada! ¡Usted no se ha enfrentado con Él cara a cara, ni ha visto la rabia en su mirada! ¿Perdonar? ¡Él es el fiscal de la acusación, el juez y el verdugo! ¡Ya ve: tres personas en una!

      El cardenal adivinó la mueca de sarcasmo que sin duda se había dibujado en el rostro del extraño.

      —Cuídate de las blasfemias. Dime: ¿cuál fue tu pecado?

      —Un pecado mortal —dijo con una risa helada—. Maté a un hombre.

      Del Val tardó unos segundos en asimilar la respuesta.

       ¡Dios mío! ¿Es un asesino?

      Notó que se le retraían los testículos.

      —¿Por qué lo hiciste? —acertó a preguntar.

      El hombre pegó el rostro a la celosía hasta que el cardenal pudo ver el brillo de sus ojos al otro lado.

      —A eso he venido, eminencia. —Su voz había recuperado de pronto la calma y se había vuelto insinuante—. A buscar respuestas.

       ¿Qué ha querido decir?

      De súbito, se le reveló qué tenía aquella voz de especial. Fue en una fracción de segundo. Comprender y perder el equilibrio. Se sintió caer a plomo, como en un lago de aguas tranquilas que, al zambullirse en ellas, se agitaban hasta levantar todo el fango depositado en el fondo a lo largo del tiempo. Un fango pegajoso de imágenes y palabras que amenazaban con tragárselo en un remolino turbulento. Imágenes y palabras del pasado. Y entre ellas, una voz.

       Es su voz. Ha cambiado, pero es su voz.

      Salió precipitadamente del confesionario y se situó ante el bulto del intruso. Aunque este se confundía con las sombras, pudo notar que lo miraba de hito en hito sin abandonar su posición arrodillada. Tras unos segundos, con parsimonia, su negra silueta comenzó a incorporarse. Dio unos pasos al frente que revelaron una leve cojera y, pasando de la oscuridad a la penumbra, se plantó ante su confesor. A la luz gastada de unas velas, Del Val lo examinó con detenimiento.

      Vestía una gabardina sobre un traje oscuro. Era un hombre delgado y alto, aunque ligeramente encorvado por el peso de sus sesenta y tantos años mal llevados. La cabellera, gris y descuidada, empezaba a necesitar un corte, al igual que la barba, que llevaba varios días sin afeitarse. Y su rostro anguloso adquiría dramatismo en unos ojos grises que habían sido de ave rapaz pero que ahora, enrojecidos y cansados sobre unas bolsas prominentes, hablaban de fiebre y de derrota.

      —Weiss —pronunció el cardenal lentamente y con la precaución de quien invoca a un fantasma.

      Los ojos de Weiss se volvieron penetrantes. Parecía disfrutar con la confusión de su interlocutor.

      —Su eminencia ha tardado en reconocerme. Supongo que han sido demasiados años. Más de treinta, de hecho. Y muy largos. Sobre todo para mí.

      Del Val frunció el ceño.

      —¿Qué quieres? ¿A qué has venido ahora?

      —Ya se lo he dicho.

      —Sabes muy bien que no puedes estar aquí. Perfectamente podría hacer que te arrestasen. Por esta vez pasaré por alto tu intrusión; pero te lo advierto: vete y no vuelvas.

      —He venido a por respuestas y no pienso irme sin ellas.

      El cardenal irguió su mandíbula de boxeador y sacó un teléfono móvil.

      —Pues haré que te echen. Avisaré a seguridad y estarás en la calle en menos de un minuto.

      —No lo hará.

      —¿Ah, no? Déjame que te recuerde algo: tú y yo estamos retirados, pero existe una diferencia entre los dos, y es que yo aún tengo poder para conseguir que no vuelvas a molestarme nunca más. Así que vete en paz y da gracias a Dios por haber podido vivir tu vida todos estos años.

      Weiss rio en silencio.

      —¿Qué te hace tanta gracia?

      —Pensar que su eminencia bendijo esta pistola.

      El cardenal, sorprendido, se dio cuenta de que Weiss sostenía una pistola y lo apuntaba directamente al estómago.

      c


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