Cadena de mentiras. Rowan du Louvre
—respondió limpiando mis lágrimas—. En cuanto la conversación se sale de contexto tienes motivos más que suficientes para dar el tema por zanjado, razón por la cual no alcanzo a comprender por qué no eres tú misma quien cuelga.
A pesar de tanta amabilidad, proseguí sin lograr calmar mi llanto. Podía imaginar a mi padre sentado en su butaca de piel marrón, en su lustroso despacho, encendiéndose un puro Montecristo para celebrar su victoria, mientras su sarcástica sonrisa cruzaba su soberbio rostro.
Menos mal que podía sentir las manos cálidas de Julien acariciando mi pelo y mi mejilla. Él comprendía perfectamente cómo me sentía en aquellos instantes, puesto que no era la primera vez que trataba de consolarme tras una conversación telefónica con Andru. Me aferré con fuerza a su abrazo, pese a que las lágrimas continuaron brotando de mis ojos sin cesar, para romper contra la mano que Julien tenía depositada en mi mejilla.
—Rowan… —susurró—. Tienes tanto que aprender…
Julien y yo descansábamos en mi cama. Él acostumbraba a dormir con el torso desnudo cuando nos acostábamos juntos, razón por la que yo aprovechaba para dormir recostada sobre su pecho. Acunada entre sus brazos me sentía más relajada y protegida que nunca. Podía sentir, en lo débil que era su respiración, que no había tardado demasiado en quedarse dormido, y por mi parte debía admitir que no tardaría mucho más que él en conseguirlo. En mis sueños recordé a alguien muy especial.
Podía ver a mi madre, hermosa y joven. Jugaba conmigo en el jardín de la parte delantera de la residencia que poseíamos en Marsella. Recordaba aquel lugar con cariño por ser donde más tiempo disfruté de la compañía de ella.
—¡Corre, mamá! —gritaba emocionada con apenas ocho, o puede que nueve años—. A ver si me ganas…
—Te has vuelto muy rápida, pequeña Rowan.
Todavía recordaba el eco de su risa y lo radiante que lucía su sonrisa en su rostro. Pocas eran las veces que la había visto triste o enfadada. O por lo menos así era como la recordaba hasta poco antes de cumplir los veinticinco años. Cuando regresé de la facultad de medicina tras graduarme. Para entonces el nivel social de Andru había dado un giro radical y, en consecuencia, lo había exprimido en su provecho.
—Mamá, ¿no te das cuenta de que tu marido pasa más tiempo fuera que dentro de casa? —traté de abrirle los ojos.
—Ahora es juez, cariño —le excusaba ella—. Tiene mucho más trabajo…
—Pero mamá…
Su sonrisa había desaparecido por completo. En su lugar la sombra de la desolación se había apoderado de mamá. Mi padre no la acompañaba nunca, ya que estaba demasiado ocupado disfrutando de la compañía de otras mujeres a espaldas de ella. Para colmo, después, como cualquier marido infiel, la colmaba de regalos para tapar sus excentricidades y yo, obviamente, le odiaba por eso, a la par que me enfrentaba a mi madre por negarse a hacerse cargo de la cruda realidad. ¿Por qué no se separaba? La hubiese apoyado en todo lo que me hubiese pedido. Podía haber cuidado de ella si hubiese hecho falta, como hasta entonces había hecho ella conmigo.
Con el paso de los meses, llegó la Navidad. Tenía grabados en mente los villancicos que sonaban de fondo en los pasillos del hospital. En especial Believe, que era el que sonaba cuando me llamó por teléfono para pasar la Nochebuena con ella y yo me tuve que disculpar por no poder asistir a la cena, puesto que, para variar, faltaban especialistas en el hospital.
Believe in what your heart is saying
Hear the melody that’s playing
There´s no time to waste
There’s so much to celebrate…
Escuchaba claramente la letra de aquella canción, que se oía desde la entrada de ambulancias, mientras hablaba por teléfono con mamá:
—Lo siento. Falta personal esta noche y se me están complicando las cosas.
—Tranquila, mi niña. Me conformaré con saber que estarás bien.
Ella, con su voz dulce, me disculpaba como siempre. Pero aquella noche sus palabras parecían más bien una especie de despedida. No me habló de vernos otro día, como en otras ocasiones. Como si supiese de antemano que no la volvería a ver.
Dolida por la sensación de haber fallado a mi madre, opté por enfrentarme al impresentable de mi padre para asegurarme de que por lo menos él se presentaría a la cena y la trataría como a toda una reina, que era lo que ella se merecía.
—Mamá lo ha preparado todo para celebrar esta noche.
—Tu madre te espera a ti —respondió él con severidad.
—¿Cómo puedes hacerle ese feo, Andru? ¡Es Nochebuena y es tu mujer!
—Estoy fuera de la ciudad, Rowan. Me halaga ser yo quien te comunique que tendréis el tremendo honor de cenar solas esta noche.
Después de sus palabras de despecho, todavía me sentí peor. Mi madre ya debía saber de antemano que mi padre tampoco iba a acudir a cenar. No pude evitar imaginarla sola, y eso todavía me entristeció más. Ella no debió querer decirme nada para que no me sintiese mal, para que me quedase tranquila en el hospital y no padeciera. Pero, ¿cómo iba a quedarme tranquila? Sobre todo, cuando era más que consciente de que mi padre mentía. Estaba completamente segura de que Andru seguía en la ciudad, y que probablemente estaba con su nuevo pasatiempo, que para colmo tenía mi misma edad. ¿Acaso pensaba que yo estaba tan ciega como mamá? Pero también era consciente de lo inútil que resultaba discutir con él.
A partir de ahí me las ingenié de todas las maneras habidas y por haber para lograr pasar, aunque tarde, la noche con mi madre. A fin de cuentas, era su única hija, ya que con su marido estaba claro que no podía contar. Sin embargo, cuando leía la pizarra de operaciones que tenía por delante, me entraban ganas de llorar por la cantidad de intervenciones pendientes que tenía todavía.
—Una, dos… ¡tres! ¡Esto es imposible! ¡Cada vez hay más!
—¡Hola Rowan! —me interrumpió Ethan.
Acto seguido colocó su mano sobre mi hombro, mientras yo secaba unas lágrimas que habían comenzado a formarse en mis ojos.
—¡Hola! —saludé sin demasiado entusiasmo.
—Sé qué te preocupa.
—Sí, bueno. Son estas fechas, supongo —quise restarle importancia.
—Conmigo no necesitas disimular —manifestó contrariado antes de añadir—: Ve con tu madre. Yo me haré cargo de tus operaciones.
—No puedes hacer eso. Tu cuadrante es todavía peor que el mío.
—Tú solo vete, ¿de acuerdo? —insistió conduciéndome hacia los vestuarios—. Para algo están los amigos.
Cuando no me quedó más opción que aceptar su ayuda, casi le besé en los labios. Le abracé con fuerza, al tiempo que me sentía en deuda con él.
Me cambié rápidamente, crucé los pasillos corriendo todo lo que mis fuerzas dieron de sí y, en un visto y no visto, me hallaba en el parking poniendo en marcha mi coche. En el exterior había comenzado a nevar y hacía un frío que acobardaba al más valiente, pero a pesar de ello, mi coche arrancó a la primera.
Llegué a casa de mis padres en menos de media hora. Había tráfico en la carretera, pero era bastante fluido y no me demoró demasiado. Una vez allí toqué al timbre y esperé, pero no contestó nadie y entonces me preocupé. Tan solo algunos segundos después, Noah, un chico de mi misma edad que acostumbraba a jugar conmigo en el jardín de casa cuando éramos más pequeños, me abrió la puerta.
—¿Qué haces tú aquí? —me sorprendí.
—Hola, Rowan… yo… tengo algo que explicarte…
A pesar de que él intentó entablar una