La experiencia deformativa. Antonio Díaz Oliva

La experiencia deformativa - Antonio Díaz Oliva


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las jabuticabeiras.

      Sucede durante una de esas noches de caminar por el centro; una de esas noches de pasar la ex embajada de Estados Unidos; de tomar Purísima, Dardignac, Bombero Núñez, Antonia López de Bello, hasta llegar a Pío Nono, ojalá antes de que Bellavista se llene de estudiantes a la búsqueda de un bar de cervezas baratas y aguachentas, así como la discoteca llamada como una universidad gringa: Harvard. Sucede ahí que el recuerdo de una vieja fotografía de su tía, la señora Gonçalves, y su madre, ambas en Brasilia, se le cruza por la cabeza. Su madre, que en paz descanse, llegó a Chile escapando de la dictadura brasileña. Era mediados de los sesenta y duró poco; odió la insularidad, la falta de un carnaval, el tartamudeo chileno y esa apatía disfrazada de timidez; la sensación de que a la gente le costaba sonreír y que dijeran todo por la espalda. No así su hermana, la señora Gonçalves, quien se sintió a gusto con la chilenidad. Fue amor a primera vista; igual que probarse una blusa que con los años se adapta al cuerpo de una. En mi caso parece que el exilio funciona, dijo. Al poco tiempo su tía se casó con un chileno y el chileno, aparte de mostrarle el país, tomó el apellido de ella en un extraño –entonces y ahora– gesto de amor. La señora Gonçalves consiguió trabajo como profesora de algo que entonces se llamaba Artes Plásticas, en un colegio de Las Condes. Tuvo una buena vida. Viajó por el mundo. Iba al Biógrafo una vez a la semana. Compraba libros en Metales Pesados. Y nunca quiso tener hijos. Porque a su tía, pensaba Alexia, no le gustaban los niños. Y punto. La señora Gonçalves y su esposo eran de esas parejas felices consigo mismas. Por eso Alexia en un momento tomó distancia de la señora Gonçalves. Rara vez la veía. Recuerda, eso sí, que más tarde, cuando su madre volvió a Brasilia, y ella prefirió quedarse en Chile, intentó buscar un apoyó familiar en la señora Gonçalves. Sin embargo, no lo encontró. Su tía y su marido eran demasiado herméticos. Una pareja intelectual que vivía cerca de parque, pero que con suerte lo caminaban. La señora Gonçalves dejó sin responder tanto sus cartas desde Valpo, donde Alexia estudió el pregrado, como los emails desde Varsovia, donde terminó su maestría en desarrollo urbano sostenible.

      De ahí su herida emocional: que la señora Gonçalves sea su única familia y a la vez no.

      El último email se lo mandó desde Barcelona (una ciudad repleta de chilenos auspiciados por Becas Chile, en su mayoría, porque así no tienen que aprender otro idioma). Lo hizo justo antes de abandonar, al poco tiempo, la ciudad de las Ramblas para ir instalarse en la capital de Polonia, donde terminó sus estudios de posgrado. Para cuando regresó a Santiago ya no tenían nada en común.

      Es más: Alexia no la vio hasta la muerte de su tío (o de ese señor a quien, la verdad, nunca le dijo tío). Y solo una vez que la señora Gonçalves tuvo una baja de presión y quedó en la silla de ruedas; solo una vez le comunicaron que ella sería la responsable de su tía porque no había otro familiar –según la ley eran las únicas dos Gonçalves residentes en Santiago–; solo entonces se vieron.

      Lo que le gusta de esas caminatas nocturnas durante los fines de semana, piensa Alexia, es que entiende el ritmo del Forestal. Le gusta ese momento de la tarde en que hay recambio; cuando los oficinistas salen del trabajo; cuando de a poco las parejas de pololos se retiran del parque o se manosean todavía más porque ahora sí nadie puede verlos. O cuando llegan los que preparan la previa a la fiesta con una promo. O cuando pese al smog un corredor nocturno sale a mover las piernas.

      Alexia camina y piensa que no hay mejor solución que pagarle a alguien para que la cuide. No se imagina haciéndolo ella. Aunque es verdad: le gustaría relacionarse con su tía. Preguntarle algunas cosas. Varias, en verdad. Y así, mientras avanza por Antonia López de Bello, los audífonos resguardándola del ruido de la gente, pero no de las imágenes, se pregunta quién podría ayudarla en algo así. Se le ocurre algo. Lo piensa unos segundos. Decide devolverse, alejarse de Bellavista, y de a poco los cuidadores de autos van quedando atrás, lo mismo el murmullo colectivo de los universitarios y de esos pocos turistas que, sin mucho cuidado, caminan con ropa de montañismo y cámaras al cuello.

      Alexia regresa a Purísima. Avanza hasta el restaurante coreano donde le encanta almorzar sola los sábados. Es uno de los pocos lugares en Santiago en que no se castiga la soledad. En que no hay que andar en manada. Decide regresar el lunes, apenas abran. Conoce al dueño, quien una vez le confesó, en un extraño ataque etílico luego de compartir un bajativo de trasnoche, que temía por su hijo. Alexia le preguntó por qué. Respondió que lo veía solo. Demasiado solo. Lo notaba demasiado callado luego de la muerte de su esposa, quien aparentemente confundió cicuta con perejil. Fue un error, dijo. Y si bien Alexia no lo conocía hace mucho, con suerte un año, año medio, por ahí cuando regresó a Chile; esa noche el dueño del restaurant vio en ella (o tal vez en su soledad), la posibilidad de desahogarse. Por lo que Alexia escuchó sus problemas. Fue una noche larga. Ahora le pediría algo a cambio.

      B

      Matrimonio del piso 10, departamento C.

      Es domingo, hora del almuerzo. La familia tiene cuatro integrantes; esposo y esposa, niño y niña. Dos mujeres y dos hombres.

      Los cuatro se toman de las manos antes de almorzar. Cierran los ojos y rezan. Comen lo que parece ser salmón con puré y una ensalada de lechuga con rábanos (una ensalada tan limpia que podría ser de plástico). Comen en silencio, de vez en cuando el padre y la madre, si es que realmente lo son, hacen preguntas a los niños. A ratos los niños lucen un poco fuera de lugar; por ejemplo, si los adultos hablan entre ellos, los niños igualmente lo hacen, aunque más parecen colegas que hermanos o amigos. Parecen obligados. ¿O contratados? Otra cosa: físicamente tampoco parecen los hijos del hombre y la mujer, esa pareja que, en estos momentos, se mira a los ojos, intercambia risitas y choca copas de tinto.

      A

      Aunque los videos están pixeleados y además modificadas para que no se puedan distinguir los rasgos, algunas personas se sienten identificadas y por lo tanto pasadas a llevar. La señora Gonçalves recibe saludos y amenazas a través de su página web y sus redes sociales, aunque Jimin no le dice nada de esto. No las toma en cuenta, pese a la seriedad de algunas. Sabe que toda publicidad es buena publicidad. Además si bien con la señora Gonçalves apenas intercambian palabra, es por eso mismo que la siente cercana. Tan distinto a lo que sucede con su padre, con quien es como si hablara con un silencioso ser superior. No. Con la señora Gonçalves puede quedarse callado por mucho tiempo. No necesita ponerse tenso y cree que por eso ha pasado varias noches editando los videos. En verdad quiere ayudarla. A veces incluso responde entrevistas por ella. Aunque luego no le dice nada. Incluso una vez la señora Gonçalves se queda dormida frente al ventanal, con el iPhone grabando el edificio de enfrente, y Jimin busca un chal a crochet para cubrirla, le acaricia la frente y le susurra buenas noches.

      B

      Pareja de amigos del piso 5, departamento H.

      Entra el conserje con una bolsa con comida china. En el living solo está uno de los dos jóvenes, el de rastas, flaco y con ojos como de sapo. El conserje y él se saludan con distancia. Entablan una breve conversación. De pronto el joven se desespera. Le grita algo al conserje. Este parece intimidado y a la vez enojado. En ese momento, desde la puerta que da al dormitorio, aparece el otro joven. Este lleva el pecho descubierto, una toalla a la cintura, la cabeza calva todavía húmeda por la ducha. El conserje lo mira de pies a cabeza. Le da la espalda. Se retira en silencio sin saludarlo. Baja la escalera. El que es flaco y con rastas, casi absorbido, le pide al otro que lo abrace. Luego del abrazo regresan al sillón. Prenden la consola. Toman los controles. Pasan toda la tarde inmersos en el mismo videojuego.

      A

      Durante los días previos a la muerte de su madre Jimin comienza a interesarse por la música electrónica. Su madre, le dicen, murió de pena (fue todo tan repentino). Recuerda que por fuera, en esos días previos, seguía proyectando un aura extraña. Una mezcla de resignación y rectitud. Como si ser feliz fuera consecuencia de ganar la batalla del día a día; lo que en el caso de sus padres significaba que el Daegu funcionara. Por dentro, se entera más tarde Jimin, la pena carcomía a su madre. Era difícil entenderla ya que esa pena no tenía explicación. Un peso existencial que de a poco se instaló en su madre.

      Los padres de Jimin llegaron a Chile a mediados


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