La experiencia deformativa. Antonio Díaz Oliva
por el Emporio la Rosa, dobló a la izquierda.
Al subir las escaleras del edificio de su tía se detuvo. Notó que se podía ver a la gente de enfrente; sus livings, comedores, incluso algunos dormitorios. Alexia recordó que alguien de la oficina, tiempo atrás, le comentó algo inusual sobre ese edificio: en uno de los departamentos existía un servicio de arriendo de familias y domicilios. Uno que permite arrendar una pareja de niños por un día. O un esposo o una esposa. Incluso abuelos. Eran actores y actrices, en su mayoría, y la idea de las familias por arriendo, no sabe por qué, la llevó a recordar aquel sábado pasado, luego de despedirse del padre de Jimin. Algo le sucedió aquel día. Sintió rabia. Jimin había conseguido lo que ella no: conocer a su tía. Establecer un vínculo. De todas maneras, aquel sábado fue una visita breve. La pilló mirando el ventanal a través del cual se veían los vecinos del edificio de enfrente. Su tía tenía el iPhone que le regaló sobre un trípode. Así: el teléfono con un cable y un interruptor que la señora Gonçalves presionaba con una de sus manos artrítica. Como una directora de cine en silla de ruedas.
No le pareció extraño ver a su tía de esa forma: vestida con pantuflas, un buzo gris que a veces usaba de pijama, una polera de cuello largo con un chaleco café capuchino.
¿Tía?, le preguntó una vez que la señora Gonçalves la hizo entrar, luego de saludarla, aunque esta volvió, como si nada, a situarse frente al ventanal.
¿Qué pasa mijita?
Nada, la vine a ver, tía, le dijo.
Apenas alcanzó a notarle un rictus desabrido, las mejillas hundidas y un fruncimiento de labios.
¿Está bien?, ¿necesita algo?, preguntó la señora Gonçalves.
Le pareció que, por primera vez, su tía no le era indiferente. De hecho, eso fue lo que impulsó la idea de comenzar a llevarle la comida. Se lo dijo. Y a la señora Gonçalves se le cayó el cable con el interruptor al suelo.
Aunque todo eso fue el sábado pasado.
Porque ahora, mientras camina, sabe que las cosas cambiarán. Si bien su tía parecía un poco molesta porque Jimin no le llevaría los almuerzos; eventualmente entendería que era todo para mejor.
Por fin tendrían una relación. Aunque fuera a la fuerza.
De esa forma llega al piso de su tía. Camina hacia el departamento. De su mano cuelga la bolsa con la comida peruana. Abre la puerta con la llave que Jimin le pasó.
B
Trotadora del piso 5, departamento E.
El conserje entra y lo llama. No sucede nada. Se agacha, se frota los dedos y dice: cuchito, cuchito, cuchito. No aparece. El conserje se preocupa. Antes de levantarse alcanza a tomar uno de los ratones de plástico sonajeros. Se lo mete en el bolsillo. El conserje mira una última vez a su alrededor para cerciorarse de que no esté escondido. O muerto. Cuchito, cuchito, cuchito. Se pone de pie. Camina por un lado de la trotadora del piso 5. Preocupado, sale del departamento.
C
La señora del edificio de enfrente, que todos los días sale por la mañana, acompañada de un joven asiático, taciturno, siempre con audífonos; el mismo que la lleva en silla de ruedas por el Parque Forestal y vuelven un poco antes de la hora de almuerzo, entonces, el joven la deja comiendo sola. Generalmente a esa hora la señora se instala frente a la televisión conectada al iPhone que nos apunta. Por eso ahora solo vemos un iPhone sobre un trípode. Atrás del trípode hay una silla de ruedas vacía, el avejentado cuerpo de la anciana desparramado por el suelo, una cuchara, un plato frío con sopa de hueso de res, así como hojas, raíces y rizomas de cicuta sobre una mesa. La cámara del iPhone está enfocada en el edificio de enfrente, o sea donde estamos nosotros. Es el último video de la exposición. Podríamos pasar horas así: observando un iPhone que nos filma. Por ninguna parte hay señales de la señora Gonçalves. Las horas pasan. A ratos la imagen se vuelve algo difusa. Chispea, corre el viento, aparece una calma que antecede otras corrientes ventosas y cae más lluvia. En un momento el trípode se cae y el iPhone termina por el suelo. Justo cuando llega Alexia la batería se acaba. No presenciamos el momento en que aparecen los paramédicos para lavar el estómago de la señora Gonçalves, de quien nunca más sabremos nada, así como del padre de Jimin y el mismo Jimin, quien, permiso notarial de por medio, autorizó y coordinó la exposición. Es hora de alejarnos de la pantalla. De una de las tantas pantallas situadas en la bienal de São Paulo. De una de las murallas donde observamos a la señora Gonçalves observar la vida de los demás.
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