La experiencia deformativa. Antonio Díaz Oliva

La experiencia deformativa - Antonio Díaz Oliva


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coreana; y ambos escaparon de una vida, al parecer, llena de penurias económicas. Nunca pensaron en ser dueños de un restaurante, porque en verdad no sabían cómo sobrevivirían en Chile. Pero no les fue mal. Al contrario: luego de unos años lentos mas seguros, el Daegu apareció en la sección de tendencias de un diario y, gracias a las redes sociales, la clientela aumentó.

      Desde la muerte de su madre que con su padre intercambian lo mínimo verbalmente para poder convivir. Jimin daba sus primeros pasos hacia la adolescencia, por lo que reducir la cantidad de interacción humana a lo mínimo no le cuesta nada. Al contrario, le agrada. Siempre es mejor cerrar la boca y ponerse audífonos.

      Aquella mañana Jimin termina con los vegetales (su padre le dijo una vez que era necesario que ayudara, que la práctica de algo tan básico como cortar los vegetales –aunque fuera millonario– le serviría para mantener los pies en tierra). Y, previo a prepararse para el colegio, precisamente cuando sale de la cocina, su padre lo detiene.

      ¿Te sientes cómodo con la señora Gonçalves?

      Jimin asiente. Es buena gente, dice.

      Sí, le responde su padre. Lo debe ser.

      B

      Hombre del piso 8, departamento F.

      Un día aparece con un tacataca. Es su nueva distracción para cuando no está, claro, viendo viejos VHS. Es un proceso largo y difícil de apreciar. El hombre del piso 8, departamento F, mueve las manillas con la lengua afuera, y deja la jugada en suspenso. Camina con lentitud, se sitúa al frente de donde estaba, vuelve a mover las manillas, espera que la pelota haga su recorrido y repite. Sigue así durante varios minutos hasta que inevitablemente regresa al sillón, a los viejos VHS, a los partidos de fútbol de un equipo chileno que alguna vez, solo una vez, ganó un torneo internacional. Si lo ha visto demasiadas horas pausa el video, reemplaza el vhs por otro. Y vuelve al sillón. A ratos parece resignado.Como si la vida no fuera más que resignarse a matar el tiempo. Se mete la mano en el pantalón. Luego de efímeros y masturbatorios segundos se queda postrado mientras su rostro adquiere un leve halo de tristeza dominical (aunque no sea domingo); y entonces el hombre del piso 8, departamento F, se levanta y camina al baño.

      A

      Esa mañana Jimin y la señora Gonçalves salen a pasear. Es una mañana post lluvia; el cielo luce azul, transparente y con escasas nubes. El aire limpio durará poco, por lo que los santiaguinos dan vueltas por el Parque Forestal como si la contaminación, igual que una sábana grisácea, no demorará en caer. La señora Gonçalves va en la silla de ruedas, ambas manos sobre su regazo, al cuello una bufanda de seda beige. Y Jimin, por su parte, viste un gorro rojo, su uniforme escolar sin la corbata y sus audífonos Monster.

      Recorren desde la Plaza Italia hasta el Museo Bellas Artes. En un momento la señora Gonçalves le comenta sobre el extraño rumor de que un gato, en el edificio, es el principal sospechoso de un conocido –y todavía sin resolver– crimen pasional sucedido sobre una trotadora. También le comenta que su sobrina –la pobrecita– le sigue enviando largos emails llenos de atropellados desahogos emocionales. En un momento, casi al llegar a Purísima, la señora Gonçalves le pide que se detenga. Lo hace como lo hace siempre: levanta su mano vieja, venosa y alza el dedo índice. Jimin detiene la silla. La señora sigue con los ojos a una gringa que corre por la gravilla del parque. Si bien es primavera, o comienzo de primavera, la chica le parece demasiado descubierta. A la señora Gonçalves siempre le ha llamado la atención lo desabrigado que andan los gringos en Chile. Es casi una obsesión. Por mientras Jimin saca su teléfono y revisa no solo su email, sino también sus redes sociales y por último las redes sociales de la señora Gonçalves. Sus ojos se ensanchan. Sus cejas suben. Se saca los audífonos.

      Mire, le dice.

      Y le pone el teléfono, lo cual interrumpe el seguimiento que hace de la gringa ligera de ropa.

      Sácame eso, le pide la señora Gonçalves y mueve la cabeza hacia el lado.

      Pero si es importante, le dice Jimin.

      Entonces léamelo pues, mijito.

      Y eso hace Jimin.

      Es un mensaje de la bienal de São Paulo. La quieren invitar a exponer sus intervenciones sobre la vida de los demás.

      Jimin deja de leer.

      La señora Gonçalves le pide que se apure. Presiona los puños sobre su regazo. Le dice a Jimin que tienen que volver al departamento. Está feliz. O no: no feliz sino ansiosa de por fin sentirse feliz. No se lo dice a Jimin; tampoco lo expresa de alguna manera reconocible en su rostro, simplemente lo piensa para ella misma, hacia adentro; recuerda que meses atrás encontró el cuerpo de su esposo sobre las baldosas recién limpias del baño.

      B

      Mujer del piso 14, departamento G.

      Regresa de correr –mallas grises claras, polera blanca y un cintillo azul que le alarga la frente–. La mujer del piso 14, departamento G, abre el refrigerador y se da cuenta de algo: no es posible, no puede ser. Eso dice su cara. No hay nada dulce en el refrigerador. Teoría: entonces se pregunta a sí misma cómo combatirá la ansiedad.

      Sale del departamento con apuro y preocupación.

      La mujer del piso 14, departamento G, regresa minutos más tarde con una bolsa de supermercado llena de galletas. Abre desesperada uno de los paquetes, pero no le gustan las galletas; otro, lo mismo; y un tercer paquete que también termina por tirar a la basura. Acto seguido pone todos los paquetes en una bolsa y los golpea contra el suelo. Las machaca, así, y una vez que finaliza busca su teléfono, llora, le grita a la pantalla de su teléfono –¿pareja?, ¿amiga?, ¿madre?–, otras veces ríe a carcajadas y en algunas ocasiones, incluso, se larga a llorar. El resto de la tarde se queda pegada al teléfono. Le pasa el dedo a la pantalla, a veces hacia la izquierda y en otras hacia la derecha.

      De a poco se va calmando.

      A las diez en punto se lava los dientes y apaga las luces del departamento. Antes de meterse a la cama se pone de rodillas, apoya los codos sobre el colchón y reza en silencio con los ojos cerrados.

      A

      Llega a comer sola con el pelo mojado. Ha sido una mañana de pijama, Netflix en cama y desayuno sin café. Alexia caminó desde su departamento ubicado en Nuevas Bueras. Lo hizo con la calma de alguien que sabe que todavía tiene la mitad del sábado y todo el domingo; pero alguien que sabe también que los fines de semana son ingratos. Llegan tan rápidos como se van.

      Alexia entra al Daegu.

      Le gusta sentarse un poco hacia el final, no muy lejos de unos espacios cerrados con biombos donde por lo general solo ve grupos de coreanos jugando dominó. Conoció uno de estos espacios, de hecho, cuando el padre de Jimin la llevó a aquella noche en que conversaron. Se sentaron frente a frente, bebieron licor de arroz, él le habló y ella escuchó con atención.

      Desde entonces que la tratan diferente en Daegu. Esa mañana, por ejemplo, Alexia llega y una mesera de pelo rojo (Jimin no está por ninguna parte) la saluda y la sienta en una mesa cerca de los biombos. Le pasa un menú en coreano, y le sirve un vaso de agua con hielo. Segundos más tarde la mesera regresa con pocillos con kimchi, ají rojo molido, ajos y cebollas fermentadas. Alexia revisa el menú (plastificado y en coreano) y por supuesto que no entiende nada: pero no importa, ya sabe lo que pedirá: el cuenco de arroz con vegetales, carne encima y esa salsa de pasta roja. Dolsot Bibimbap.

      La mesera le toma la orden y sale tan expedita como entra a la cocina.

      Eso sí, piensa Alexia, sabe que tendrá que cambiarse la ropa ya que cada vez que viene al Daegu queda pasada a kimchi.

      Por detrás del biombo aparece el padre de Jimin y la saluda efusivamente, incluso le da un beso en el cachete. Alexia ve algo diferente en el padre de Jimin. Parece más relajado. Lleva una camisa negra, y esta parece nueva o recién planchada. Lo mismo sus jeans claros y mocasines negros. De seguro se afeitó esa misma mañana.

      Sigo en deuda con usted, le dice el padre de Jimin.

      Alexia sonríe.


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