.
y el otro secundario o consecuente. Este, menos importante, será exercitar su arte por la ganancia y opinión y por otros respetos (que ya dixe arriba) pero regulados con las debidas circunstancias de la persona, lugar, tiempo y modo; de tal manera, que por ninguna parte se le pueda argüir que exercita reprehensiblemente esta facultad, ni obra contra el supremo fin. El más principal será, por medio del estudio y fatiga desta profesión, y estando en gracia, alcanzar la bienaventuranza; porque el cristiano, criado para cosas santas, no se contenta en sus operaciones con mirar tan baxamente, atendiendo sólo al premio de los hombres y comodidad temporal, antes, levantando los ojos al cielo, se propone otro fin mucho mayor y más excelente, librado en cosas eternas”[45].
Estamos, con el cripticísmo propio del Barroco, en un entendimiento de lo que debe ser la representación del asunto religioso similar al que siglos después determinara Romano Guardini, como ya hemos hecho referencia.
Como decíamos al principio, es un tópico insistir en la des-religiosidad del XIX. España, aún en la Ilustración fue un pueblo con fe, una de las marcas de diferencia con el resto de países europeos que adoptaron la nueva filosofía. Nunca el pueblo mandó tanto para mantener sus tradiciones y creencias y la escultura religiosa siguió necesitándose como en siglos anteriores. Pero fíjense que digo que se necesitaba; otra cosa fue que mantuviera el ritmo de encargos y producciones.
De hecho, la escultura sufrió un importante descenso en cuanto a encargos, tanto particulares como oficiales y ello se aprecia en el número de artistas dedicados a este arte y su participación en los eventos oficiales, tanto nacionales como internacionales. Un buen barómetro para pulsar estas circunstancias será la participación de los escultores en las exposiciones nacionales e internacionales. En cuanto a las primeras, nos encontramos que de 1856 a 1900 obtuvieron recompensas 109 escultores, frente a 621 pintores, donde ya se nos está marcando la diferencia de ejercicio ente una y otra arte. Después, que no hay primeras medallas hasta la de 1864, pero con temática no religiosa. La primera obra premiada con un tema religioso fue en 1856, otorgada a E. Martín Riesco, que consiguió una 3º medalla. La 1ª medalla llegó en 1871 a Aleu, con un san Jorge (Fig. 16). En 1876, consiguió una 2ª medalla con Vallmitjana con Cristo Muerto (Fig. 17), del que la crítica dijo:
Fig. 16. Andreu Aleu. San Jorge. 1860. Palacio de la Generalidad de Cataluña. Barcelona.
Fig. 17. Agapito Vallmitjana. Cristo Muerto. 1872. Museo Nacional del Prado.
“El Cristo yacente del escultor catalán está perfectamente modelado: se observa en su ejecución el esmero con que el autor ha procurado sujetar su obra al ideal humano, pero no ha conseguido reflejar á la divinidad; no ha puesto en su obra ese algo sobre humano que ha hecho inmortales las rarísimas creaciones sublimes de este género, realizadas por los grandes escultores; pero se observa en ella un deseo sincero de ponerse á la altura del asunto, un propósito levantado de reanudar las grandes tradiciones, y un resultado positivo en la clásica interpretación del natural”.
Añade con recto criterio el ilustrado crítico que:
“[…] el Cristo yacente del Sr. Vallmitjana no es la muerte de la Divinidad, no es la inercia en que se trasluce una resurrección; es un hombre, es un modelo: un modelo graciosamente interpretado, un estudio plástico de mérito innegable, pero en el que no se ve realizado el alto ideal que se ha propuesto el escultor”.
Y presenta como causa legítima el hecho de que el sentimiento religioso está muy lejos de ser una fuente de inspiración en nuestro siglo escéptico y positivista:
“[…] la estatua es bella por la pureza del contorno, por estar inspirada en la belleza clásica; pero nada dice al espíritu[46]”.
En 1878, Samsó consiguió la 1ª medalla con La Virgen Madre (Fig. 18), y Bellver con Ángel caído (Fig. 19). Estos éxitos hicieron que a las exposiciones internacionales, concretamente a la de París de 1878, se enviaran estas primeras medallas. Hay que hacer referencia, antes de entrar en los comentarios de los franceses sobre nuestras esculturas, que el material con el que contaban los jurados seleccionadores era escaso y dificultoso. Los envíos de esculturas a las internacionales eran muy costosos por el volumen y el peso, que obligaban a embalajes y transportes complicados. Por otra parte, y por las mismas razones, los expositores mandaban a las nacionales los modelos en yesos de las esculturas, que luego se traducirían en monumentos o imágenes en otros materiales más duraderos y definitivos, por lo que lo presentado tenía siempre un carácter de improvisación y transitoriedad que iba en detrimento de la consideración a la calidad[47]. Quizás esto justifique comentarios como estos:
Fig. 18. Juan Samsó. La Virgen Madre. 1878.
Fig. 19. Ricardo Bellver. Ángel Caído. 1879. Parque del Retiro. Madrid.
“A pesar de sus afinidades greco-latinas, los españoles no han sido jamás llamados al estudio que tiene por objeto la forma separada de las sensaciones o de las pasiones que la animan, ni en consecuencia por el lado de la estatuaria, que pide sobre todo calma y ponderación. En otras palabras, el arte plástico, inmóvil y abstracto de los griegos no podía convenir a una raza incandescente bajo fríos exteriores, apasionada por la luz, el sol, la acción y el placer —estas consideraciones sumarias bastarán para hacer comprender el escaso favor que ha obtenido hasta ahora la estatuaria en España, y el lugar restringido que ocupa hoy en sus galerías—. Sin embargo, por pequeño que sea, este sitio no esta vacío, y los escultores demuestran que los medios que suponen un defecto para los artistas locales, y con alguna voluntad y perseverancia muda podrían obtener resultados considerables. La laguna relativa que se descubre en ellos, no por impotencia natural, sino por una pendiente irresistible que los separa de la vía y los lleva por otro terreno […][48]
En general, los franceses entienden que la estatuaria no es el fuerte del arte español. Algunos echan de menos la maestría del Barroco, citan, precisamente, a Alonso Cano, y muy pocos alaban alguna obra, entre ellas el Ángel caído de Bellver y la Virgen Madre de Samsó, que entienden inspirada en una obra de Rafael[49].
Los más premiados fueron Vatmillana y Bellver.
No cambia mucho el panorama con el modernismo. Se sigue hablando de los mismos problemas e iguales resultados. La poética fin de siglo, pese a la revitalización espiritualista y la moda cristológica, importaron nuevas iconografías y su modo de representarlas, que no calaron demasiado en la sociedad española. No se puede decir lo mismo de la pintura. Como ejemplo recordamos el tema de Jesús en el Lago de Tiberiades, tan magníficamente traducido por Muñoz Degrain. Pero los modernistas, cuando volvían a la temática religiosa, no se desprendían de la esencia del Barroco ni de sus preceptos. Y ahí están Miguel Blay y Benlluire para confirmárnoslo.
¿Debemos por ello renegar de la escultura religiosa del siglo XIX, o, si me apuran, de la del XX? Mejor las palabras de Sánchez Cantón pronunciadas en 1926, que las mías, para concluir:
“Allá amargados y exclusivistas, nuevos Jeremías, derramen lágrimas sobre el pasado y vaticinen la destrucción de toda belleza; ésta jamás perecerá, y el arte durará tanto como el mundo. A nuevos tiempos, nuevos conceptos y nuevas formas; procuremos explicárnoslas, por mucho que disten de nuestros gustos. Fuera audacia discernir qué habrá de quedar de las tendencias actuales; es pleito reservado a los que vendrán detrás; pero cuando Holanda, Guevara, Pacheco y tantos otros se equivocaron al fallar en contra de grandes artistas coetáneos suyos, parece cautela de prudentes no proferir anatemas, aunque sólo sea en previsión de risas futuras”.
3.BIBLIOGRAFÍA
ALFONSO, Luis. “El arte al final del siglo”.