Escultura Barroca española. Nuevas lecturas desde los Siglos de Oro a la sociedad del conocimiento. Antonio Rafael Fernández Paradas
que era la que podía capacitar para realizar un relato esencial del tema.
Me explico utilizando dos ejemplos: una Dolorosa de Pedro Mena (Fig. 7) y otra de Antonio Gutiérrez de León (Fig. 8). Mena, ferviente católico, al tallar la cara de la Virgen no tiene ni que pensar que es la Madre de Dios, lo sabe y basta, que en su dolor infinito de madre, se contiene también la serenidad de saber que su Hijo es Dios, eterno, y que la muerte y el dolor es un tránsito para el Bien supremo. Eso se refleja en un rostro lacerado por el dolor pero contenido, sereno, en donde la dulzura se superpone al desgarro. Para ello, realiza todo un despliegue técnico de maestro, de dominar la gubia. Hace sobresalir los pómulos, insiste en los perfiles agudos para marcar dureza por dolor, tiene en cuenta que el acabado de la policromía suavizará esos contrastes volumétricos, por lo que la base es más agresiva, para después, redondear el ideal de lo divino; por último, hace derramar sobre las mejillas unas puntuales lágrimas de cristal que, en su recorrer, suaviza la dureza del modelado al promover la musicalidad de la curva[28].
Fig. 7. Pedro de Mena. Dolorosa. La figura de Pedro de Mena siguió influyendo a lo largo del siglo XIX, donde sus modelos fueron una constante a tener en cuenta.
Fig. 8. Antonio Gutiérrez de León (atribuida). Virgen de la Amargura. Siglo XIX, conocida popularmente como la Virgen de Zamarrilla, supone la extrapolación de los modelos de Pedro de Mena, en clave decimonónica.
No vive la fe de igual manera Antonio Gutiérrez de León. No es el momento. Vive en el mundo de la ciencia, la razón y el conocimiento, la opción de la fe es personal y casi individual, porque lo progre es ser descreído, por científico y moderno. Cuando talla sus Dolorosas no penetra en la esencialidad del sentimiento en el plano de lo divino, sino que la inercia naturalista, aún postromántica, lo deja en el límite del desgarro, por creerlo más veraz, pero la imagen de la Virgen se nos caricaturiza en rictus estereotipado que no inspira fervor.
En función de esto, se comprende el razonamiento de Caveda cuando nos dice:
“Cuando la indiferencia sustituye al misticismo, y a los consuelos del cielo se quieren anteponer los de la tierra, ¿cómo alcanzaríamos hoy a expresar el santo pudor, la celestial belleza, la resignación consoladora, el sufrimiento sublime, la esperanza mística, el incontrastable poderío de la fe, que supieron eternizar en sus lienzos nuestros pintores de los siglos XVI y XVII”[29].
Casi a final de siglo, en 1890, Luis Alfonso, en una serie de artículos publicados en La Ilustración Española y American, vuelve sobre la falta de ideal para conseguir producir arte. Abomina del naturalismo, y se pronuncia:
“El artista de hoy se cree naturalista por excelencia, o sea adorador de la Naturaleza cual ninguno. Y esto ¿por qué? Porque no siente la fe cristiana ni el culto pagano: porque no cree en Dios ni en los dioses. Su arte, múltiple y complejo, pero falto de ideal, sea el que fuere, lo ha tanteado todo en breve plazo; […] ”El error del día consiste en no dar fe sino a lo real […] olvidando que el sentido popular, más sabio siempre que los sabios, opina lo contrario y sostiene que la fe es, cabalmente, ‘creer lo que no se ve’.
”Sin fe […] no puede vivir el arte; cree en Júpiter o cree en Cristo, pero cree en algo. Si la escultura es hoy todavía el arte más noble y […] el más bello, débese a que, si no con la fe de la razón, con la del sentimiento, cree aún en la mitología”[30].
Cuando veamos el sentir de los autores comprobaremos que se mantienen en esta misma línea. Y es que debemos distinguir, especialmente en escultura, lo que se necesitaba, o entendía, para contar un episodio religioso. La Historia Sagrada requería un sistema diferente del empleado en una imagen concebida para cubrir necesidades devocionales.
Ya hemos dicho que, pese a la idea general de que en España se rechaza la temática religiosa, esta se practica profusamente, en la medida en que hay menos demanda de esculturas que de pinturas —y de esto hablaremos, también, más adelante—, pero se critica especialmente por su falta de eficacia. Y es que a la escultura, se exigía naturalismo y la academia, Roma, el Clasicismo y el Neoclasicismo, habían cincelado en los artistas, escultores específicamente, una situación de dependencia con la norma y el academicismo que habían aprendido en España, en la Academia de San Fernando, y en Roma, a donde sistemáticamente iban. Si se salían de estos preceptos, ni aprobaban oposiciones, ni obtenían becas, ni medallas en las exposiciones y todos aspiraban al funcionariado, ya que el mercado privado era inconsistente, caprichoso e inseguro.
Luego ese naturalismo, demasiado extremista de herencia barroca, era rechazado, elemento que al faltarle al contenido espiritualista de la obra la hacia caer en el decontenidismo y la ineficacia.
No es comparable la problemática de la pintura religiosa con la de la escultura, ya que se mueven en horizontes diferentes. En pintura se hacía tanto Historia Sagrada como Política o incluso el Género, fundamentadas en el rigor narrativo y en la ambientación (Fig. 9), en el grado de lo verisímil por erudito, pero la escultura demandaba otras causas, como hemos visto en los comentarios seleccionados sobre este aspecto más arriba.
Fig. 9. Enrique Simonet Lombardo. La decapitación de San Pablo. 1887. Catedral de Málaga.
Tenemos que leer a los autores para entender qué pensaban al respecto. Una buena atalaya son los discursos de ingreso como académicos, concretamente a la Academia de San Fernando de Madrid. Hemos seleccionado los de José Pagniucci Zumel, Elías Martín Riesco, Jerónimo Suñol, Sabino de Medina, Juan Samsó y Mariano Benlliure, que ingresaron como académicos por la sección de escultura desde mediados del siglo XIX hasta muy principios del siglo XX.
José Pagniucci Zumel[31] (Fig. 10) dedicaba su discurso de entrada a la de San Fernando al “Concepto de la escultura antigua y moderna”. En él dirá:
Fig. 10. José Pagniucci Zumel dedicaba su discurso de entrada a la Academia de San Fernando al “Concepto de la escultura antigua y moderna”.
“El artista, pues, no debe en mi concepto concretarse a la imitación minuciosa de los modelos que le ofrece el mundo exterior, ni tampoco a la de aquellos que, legados por la antigüedad a la generaciones posteriores, y habiendo, por decirlo así, recibido la consagración de una admiración constante de parte de éstas, han venido a formar autoridad, que muchos siguen ciegamente; negando no solo que pueda darse obra mas perfecta, lo cual no seria maravilla, sino que pueda tener merito alguno obra que se aparte de los caracteres peculiares de aquellas clásicas y aplaudidas producciones[…].
”En el arte, la belleza suprema es resultado a un tiempo de la idealización y de la imitación propiamente esthética (sic); de tal manera, que prescindir de una de las dos condiciones fundamentales, es exponerse, o a producir una forma sin vida, o a faltar voluntariamente a las reglas y proporciones inmutables de la naturaleza. Estas consideraciones son aplicables también a todas las artes; pero concretándome ahora a la escultura, ¿quién duda de que, si bien la severidad, la elegancia y la armonía de las líneas son de inmensa importancia para este arte sublime, pide también con absoluto imperio, que se concilien y aparezcan en cierto modo subordinados a la expresión de la vida?
” […] No basta, no, un buen modelo para producir una buena obra: es necesario mucho más. Es necesario un ideal […]”[32].
Para el autor “la idea”, en el arte cristiano, en la escultura cristiana, radicaba en la representación de las pasiones humanas, la idea de padecer.
Elías Martín Riesco[33], (Fig. 11) en 1872, al ingresar en la academia titula su discurso “Consideraciones generales sobre la escultura”, y en él considera que la escultura influyó de forma poderosísima en el desarrollo