Escultura Barroca española. Nuevas lecturas desde los Siglos de Oro a la sociedad del conocimiento. Antonio Rafael Fernández Paradas
en la vehemencia de Mesa, hasta llegar al XVIII, en el que se convierte en el léxico de la expresión. (Figs. 2, 3)
Figs. 2. y 3. Las estéticas clásicas imperantes en el Siglo de la Ilustración, supusieron un choque contra la piedad popular abogada desde Trento.
El problema surge a partir de finales del siglo XVIII, cuando las nuevas tendencias estéticas (aparte de la formación obligada del escultor que pasa por la Escuela de Bellas Artes y todas sus reglas) basadas, no se nos olvide, en la razón y el método, encorsetan al artista quien, si atiende al comitente, reutiliza los estilemas del Barroco, ya sin el contenido que justificaba sus premisas, y produce obras estridentes y caricaturizadas, o atiende a su carrera y se pliega a las normas académicas con las que obtendrá alguna recompensa pero no el favor de la crítica ni del público. Todo ello ha hecho que la lectura sobre este producto artístico haya sido negativo y la mayor parte de él sin tener en cuenta sus circunstancias, por las que la historiografía artística, hasta hace bien poco, insistía en esos tópicos de la escasez de calidad del producto, la casi desaparición de la temática y la inferioridad de la escultura con respecto a las otras artes.
Remitiéndonos a los clásicos, en 1926 Sánchez Cantón dirá: “¡Mal siglo para la escultura religiosa!”[13]. Quizás sean sus palabras unas de las primeras que hacen un resumen del devenir de la escultura española desde mediados del siglo XVIII al XIX. En una certera síntesis, al hilo de los mejores “ejemplares” de san Francisco producidos en España desde la Edad Media, resumirá:
“El arte del siglo XVIII es poco gustado por mal conocido. Hace algunos años se le despreciaba en bloque, y, pese a su proximidad, la distancia espiritual y sentimental era enorme. Algo han cambiado las cosas en los últimos tiempos, y una mejor y mayor comprensión ha obligado a revisar juicios que se creían inmutables.
”La escultura española, si en un principio vive a expensas de la tradición degenerada, pronto adquiere caracteres que la diferencian de la del XVII. Faltan grandes nombres comparables a los precedentes, aunque los de Salzillo, Duque Cornejo, Risueño, Juan Pascual de Mena, Carmona, Porcel y Ferreiro puedan, con justo título, reclamar un puesto en la historia de la imaginería castiza.
”[…] Al lado de esta tendencia barroca, dependiente de los recuerdos últimos, fue formándose otra, que significaba la vuelta a Gregorio Fernández y a Montañés, sometida en parte a los principios académicos. Dos artistas personifican este intento, que logró frutos tan correctos como desabridos: Juan Pascual de Mena y Carmona.
”Con la frialdad que daba el tiempo, esculpía en Castilla Luis Salvador Carmona; mas no es artista desdeñable, ya que, recordando a los maestros del siglo anterior, supo a veces acertar con el sentimiento general; la escultura en Galicia renace en el siglo XVIII; un grupo de tallistas mal estudiados forman una verdadera escuela, que no desmerece de la madrileña, aun sin contar la personalidad más afamada, Felipe de Castro, por su completa devoción al arte académico y su constante ausencia de la tierra natal. Entre los que de ella no salieron culmina José Ferreiro.
”En el siglo XIX, la moda, trayendo de fuera devociones sin antecedentes en nuestro suelo, contribuyó a la total ruina de la escultura policromada”[14].
En las décadas siguientes poco se variará de lo dicho, resultado de mantenerse ese escaso interés por este producto que no generaron investigaciones que enriquecieran su conocimiento y su valoración.
En 1951, Enrique Pardo Canalís edita Escultores del Siglo XIX[15], por el que había obtenido el premio Raimundo Lulio en 1948. Este trabajo (y el autor) ha constituido la referencia para la escultura del XIX hasta prácticamente finales del siglo XX. Como máximo referente, trabajó sobre los principales escultores del XIX en las revistas de referencia de su época, convirtiéndose en la voz más autorizada. En el prólogo del libro referido sentenció:“La escultura es un capítulo olvidado del arte decimonónico español”[16]; Para después diseñar el panorama del tema a partir de cuatro directrices: la tradición barroca, “que en estado de latencia se mantiene soterrada algún tiempo”; el Neoclasicismo, “verdadera tendencia estilística que llega a inspirar a Piquer y Ponzano”; la exaltación romántica, “entusiasmada, efímera minuciosa y preciosista” y el realismo, “que deriva hacia temas costumbristas y sociales de las últimas décadas del ochocientos”[17].
Pocos años después, al amparo de las discusiones suscitadas en el Concilio Vaticano II, otras voces autorizadas del momento volvieron, sin muchas variantes, sobre estas opiniones. Juan Antonio Gaya Nuño[18] nos dirá que el tránsito entre el siglo XVIII y XIX se hizo sin brusquedades, conviviendo cómodamente el clasicismo de raíz académica y neoclásica con la imaginería religiosa de signo castizo y tradicional, que pugnaba por sobrevivir y convivir con las nuevas orientaciones y rechaza el tópico de que la escultura española debía ser necesariamente religiosa, ya que ensalza la neoclásica, y se autoconfirma al dictaminar que aquella que pretendió restaurar la vena sacra a finales de siglo fue “mísera”[19], por lo que mantiene la descalificación del género.
José María de Azcárate, sin embargo, trata de dictar un camino para la valoración y entendimiento de la escultura religiosa que nos vale para la producida en el siglo anterior: “[…] no siempre la mediocre obra de arte está exenta de una cálida y popular devoción, mientras que obras ciertamente excelentes yacen olvidadas en los rincones, en los desvanes o en los lugares más apartados de las iglesias. Urge, por tanto, la necesidad de una orientación, de un adoctrinamiento, pues téngase presente que si estas normas hubiesen estado vigentes y se hubiesen seguido por las autoridades eclesiásticas de los siglos pasados habría desaparecido la mayor parte de nuestra imaginería medieval”[20]
Si miramos hacia el XIX, la preocupación de historiadores, críticos artísticos o escultores radicaba en determinar las claves de dicho producto artístico y la mejor forma de traducirlo, una discusión muy similar a la producida en el siglo XX y que llevó a Romano Guardini a enunciar las características de la “imagen de culto” y la de “devoción”[21]. Para la primera, explica que no procede de la experiencia interior humana, sino del ser y el gobierno objetivo de Dios, y para la segunda, determina que arranca de la vida interior del individuo creyente; del artista y del que hace el encargo que, a su vez, toman ellos mismos la posición del individuo en general. Parte de la vida interior de la comunidad creyente, del pueblo, de la época, con sus corrientes y movimientos; de la experiencia que tiene el hombre creyente y viviendo de su fe.
Si la de culto está dirigida a la trascendencia, la imagen de devoción surge de la inmanencia de la inferioridad. Descansa en las relaciones de la semejanza y la transición. Tiende puentes, es prolongación de lo privado. Se encuentra desde el principio en el ámbito del hombre y es su compañera. Comparte su vida y el creyente se siente expresado en ella.
Una diferencia difícil de entender cuando contemplamos el rostro del Cristo de la Clemencia de Martínez Montañés pero que sí se comprende en otras imágenes, de infinita menor calidad artística pero tremendamente eficaces para los objetivos de la imagen religiosa, como puede ser el Cautivo de José Gabriel Martín Simón. (Figs. 4, 5)
Fig. 4. Juan Martínez Montañés. Cristo de la Clemencia. 1603. Catedral de Sevilla.
Fig. 5. José Gabriel Martín Simón. Jesús Cautivo. 1938. Iglesia de San Pablo. Málaga. La Imagen de Jesús Cautivo, en un período relativamente corto, si lo comparamos con iconos devocionales con siglos de tradición, se ha convertido en un producto mass media, que arrastra legiones de seguidores y fieles.
Tenía razón Ramseyer cuando decía que era necesario —en el arte sacro— que la realidad del mundo invisible se perciba a través de la imagen visible. Que, como en un fanal, la mala imagen atrae sobre sí misma la atención sin remitir a lo que trasciende[22]