Escultura Barroca española. Nuevas lecturas desde los Siglos de Oro a la sociedad del conocimiento. Antonio Rafael Fernández Paradas
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Fig. 6. La familia de los Gutiérrez de León hicieron pervivir la estética barroca de la Dolorosa sufriente a lo largo del siglo XIX. En la imagen, una Dolorosa de Antonio Gutiérrez de León.
Cuando ambos se aúnan, la ecuación se resuelve.
Permítanme que vuelva sobre Montañés y el Cristo de la Clemencia. En 1971, la Dirección General de Bellas Artes, a través de su Comisaría de Exposiciones, organizó la exposición: Martínez Montañés y la escultura andaluza de su tiempo. En el catálogo, Camón Aznar comentaba: “(hay en ella) una serena idealidad, la de una paz que sólo pueden sugerirla las imágenes en las que hay un tránsito de la eternidad. En este caso, de la eterna belleza. Es esta dimensión sacra la que nos sobrecoge ante estas tallas […] Se condensan las expresiones, se retrae a la intimidad el interés artístico, y el proceso evolutivo es más bien hacia una visión centrípeta que aquilate todas las intenciones espirituales”[23].
Todo se comprende ante la imagen y la lectura de estos versos:
No me mueve, mi Dios, para quererte
el Cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz encarnecido;
muéveme al ver tu cuerpo tan herido;
muéveme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, al fin tu Amor, y en tal manera
que aunque no hubiera cielo yo te amara,
y aunque no hubiese infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera:
pero si aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
Esta suprema eficacia fue difícil de superar. Del XVII en adelante se empeñaron en retorcer el gesto para proclamar la emoción, y tanto fue, que la Ilustración abominó de ello. Pero no le echemos toda la culpa a la inflación del desgarro, del gesto.
2.LOS DISCURSOS DECIMONÓNICOS
Ya en el XIX, de Federico de Madrazo a Mariano Benlliure se desgrana una serie de textos, especialmente escritos por escultores pero también por pintores y críticos en revistas especializadas, que nos visualizan la existencia de un debate, de una preocupación y conciencia, sobre la realidad decimonónica de la escultura religiosa. Esta gira en torno a su falta de eficacia, a una carencia de los artistas por encontrar ese equilibrio entre lo artístico/estético y lo devocional y cada cual da sus razones y los medios para subsanar los errores, porque de error se va a tratar siempre el resultado del producto religioso.
Lo primero que tenemos que determinar es el contexto en el que se va a mover el encargo. Ya se ha visto cómo el final del XVIII, con todos sus componentes ideológicos, origina un escenario de inestabilidad para el escultor, en el sentido de que se ve en la obligación, o en la necesidad, de adaptarse a los nuevos postulados estéticos y continuar atendiendo unas necesidades devocionales. Y en esta situación se introduce el XIX, teniendo en cuenta que nuestro Romanticismo entró mucho más tarde que en el resto de Europa, casi cuando en Francia ya estaba funcionando el realismo, de ahí, también, la ambigüedad de planteamientos del Romanticismo español.
Es en este punto cuando Federico o/y Pedro de Madrazo llaman la atención sobre el tema, aunque lo hagan en referencia a la pintura, pero sus reflexiones son extrapolables a la escultura.
Por orden cronológico, citamos en primer lugar a Pedro de Madrazo, quien dirá:
“[…] Pero en los asuntos místicos y sagrados especialmente, debe sacrificarse al pensamiento religioso la forma y el naturalismo. La idealización, el espiritualismo, deben prestar a la forma en estos cuadros cierto sello sobrenatural, cierto carácter misterioso y fuera del contacto de la vida material y ordinaria que eleve el alma a la contemplación de cosas más sublimes que las de la tierra: de lo contrario, no conduce a su objeto este género de pintura [...] la pintura religiosa no debe apartarse de ciertas máximas tradicionales con las cuales se ha perpetuado [...] la devoción a las imágenes del catolicismo”[24].
” […] en el arte cristiano el origen es la Inspiración, el medio la Belleza, y el objeto final el Bien”[25].
Por su parte, Federico de Madrazo nos facilita en 1846, en el marco de una conferencia pronunciada el 23 de mayo de ese año en la Academia de San Fernando, el “ambiente” existente sobre la religiosidad trasladada al arte.
En ese año, a los académicos les preocupaba la falta de rigor “ambiental” que se daba en las obras con temática religiosa que se producían en España, la falta de “veracidad arqueológica”, en palabras del autor que “rescata” las seis inéditas cuartillas de Madrazo[26], que no es otro que Miguel Herrero García, catedrático de Latín y Literatura española en la primera mitad del siglo XX y muy vinculado al desarrollo de la cultura durante la época de Franco.
Una serie de frases del discurso de Madrazo nos van a ir dando el pie para plantear el estado de la cuestión en la España del XIX:
“1.- ¿Por qué desde los últimos años del XVI siglo acá no se han representado los asuntos religiosos tan convenientemente como se representaban antes?
”2.- La Pintura, así como la Poesía y la Literatura, de nada sirven siempre que no tienden a despertar en nuestra alma sublimes y benéficos sentimientos. Para conseguir este resultado, y concretándome a las Bellas Artes, es necesario, entre otras cosas, que las obras estén expresadas en la forma más conveniente.
”3.- Y la forma o el estilo, ¿quién ha de darlo? ¿El artista o el asunto que ha de tratar?[27]
”4.- Creo que el artista no ha de tener un estilo para emplearle en todas sus obras indistintamente, y que los asuntos son los que deben exigir el que mejor les sirva y corresponda.
”5.- Existe una gran diferencia entre las obras de arte donde no se descubre más que la mano, la facilidad, el magisterio, y aquellas que, hechas en tiempos remotos, si bien no pueden tener esas dotes, llenan en cambio las altas condiciones del Arte Cristiano, en las que la idea domina a la materia y no está subordinada a ella, como en muchas buenas, pero no cristianas, obras se ve”.
Para don Federico, la pintura (como la literatura o la poesía) de nada sirven si no tienden a “[…] despertar en nuestra alma sublimes y benéficos sentimientos”.
Para ello, se exige que las obras estén expresadas de la forma más conveniente, preguntándose si la forma o el estilo las aportan el autor o el asunto. Su razonamiento le lleva a concluir que el artista no debe tener un estilo homogéneo, sino adaptable a las exigencias del asunto, una idea muy acorde con ese principio de libertad que propugnaba el Romanticismo. Piensa que en lo que respecta al Arte Cristiano, la“idea debe dominar la materia […] como en muy buenas obras, pero no cristianas, se ve”.
En la primera parte del discurso, el autor hace una defensa del contenido por encima de la forma. Está claro que es un debate a la academia, al encorsetamiento clasicista y formalista de esta que mantiene tendencias Ilustradas y exige cientifismo y arqueologismo en los relatos y descripciones. Para un romántico, la importancia de lo artístico, no radicaba en la fórmula sino en el sentimiento, en la manifestación plástica de lo emocional, y en lo tocante al arte religioso, el fin era el transmitir principios y sentimientos de religiosidad con unos recursos que a veces no se ajustaban a la rigidez formal del academicismo. Pero a lo que está dando pie Federico de Madrazo es a esa diversidad de opciones, a esa adaptabilidad del escultor al estilo/forma según le tema, lo que nos hace entender que, ante la falta de un criterio de un programa estético con convencimiento, los artistas deambulaban en un territorio