Niña Duende. Michelle Adam
que no fuera hacia abajo. ¿Mi hogar? Recordó las palabras de su padre, quien le había dicho que ella era el espíritu de la tierra o, al menos, eso significaba su nombre. ¿Su hogar estaba dentro de la tierra? ¿Dónde estaba yendo?
Estos últimos pensamientos aterrizaron de un golpe cuando los pies por fin tocaron el suelo que no había sentido durante un buen rato. Su amigo le soltó la mano y tembló de miedo, sin querer abrir los ojos.
“Mira. Este es tu hogar”, le dijo.
Lenta y cuidadosamente, Duende abrió los ojos y vio un sitio de misteriosa calma, diferente a todo lo que alguna vez había sentido. Estaba en otro mundo.
“De aquí vienes”, le dijo su amigo.
¿De aquí he venido? pensó Duende, acostumbrándose a este nuevo espacio. Una luz resplandeciente se filtraba a través de un río serpenteante con brazos de color dorado que se perdían en todas direcciones. Encima de sus cabezas, se erigía una cueva de gran altura con imponentes columnas de cristal. A la distancia, podía divisar una ciudad, o lo que parecía ser una ciudad.
¿Dónde estoy? se preguntó Duende, percibiendo al mismo tiempo que todavía estaba ardiendo, aunque el cuerpo se hubiera acomodado a las altas temperaturas. El calor le atravesaba la piel, sin disolver por ello su forma.
“Estamos en el centro de la tierra, tu lugar de nacimiento primario y adonde regresarás algún día”. Al hablar, el hombrecillo se fue volviendo cada vez más grande, mientras que Duende sentía encogerse.
“Eres lo que piensas, sobre todo aquí”, continuó su amigo y le tendió las manos para invitarla a aumentar de tamaño ella también. “Mira”.
Duende se expandió en el espacio de este mundo subterráneo y sintió cómo la propia forma se transformaba en alguien o algo distinto. ¿Qué le estaba sucediendo?
“Ahora te pareces más a mí”.
Duende se estremeció cuando se tocó la cabeza. Había una superficie cónica donde antes estaban sus cabellos. “Eeeee”, intentó decir, pero no podía escuchar su propia voz.
“Aquí no hay sonido”, le dijo el hombrecillo, sonriendo. “Lo que oyes es lo que le estoy hablando a tu mente y no es precisamente tu mente tampoco. Es todo tu ser, toda tú que estás cambiando y no tienes nombre, ni principio ni fin. Tu ‘yo’ es este lugar”.
Duende escuchó atentamente cada una de sus palabras, así como a las aguas doradas que no tenían voz, pero se movían de tal forma que parecían producir su sonido característico.
La niña esperó a que el agua y todo lo demás produjeran algún tipo de sonido, pero no escuchó nada.
“Escucha con mayor atención”, le dijo su amigo.
Cuando le habló esta vez, Duende se dio cuenta, por primera vez, de que la boca del hombrecillo no se había movido. ¿Cómo era posible?
“Escucha”, le dijo nuevamente sin mover los labios.
Duende cerró los ojos y escuchó. Silencio, silencio y más silencio, hasta que una especie de vibración sutil surgió del interior del silencio. Esta vibración la rodeó, como un eco distante que quería alcanzarla y, a la vez, la sentía dentro de todo el cuerpo. Si continuaba esperando, sintió que podría oír aún más. Permaneció inmóvil, presintiendo que un eco se dirigía hacia ella.
Poco a poco, la vibración se fue incrementando, comenzando por los pies y los dedos, los cuales continuaban aumentando de tamaño y estirando su nueva piel, ahora maleable como una red. Cuanto más escuchaba y sentía con el cuerpo, tanto más se expandía para poder abarcar estas sensaciones. Se estaba transformando en ese sitio; los contornos de su figura se iban disolviendo lentamente.
Duende quiso hablar, pero no pudo. El hombrecillo ahora resplandecía como el río y sus brazos alrededor de ella.
“El hogar es más que un sitio”, dijo, apoyándose sobre una enorme pared cristalina, a través de la cual desapareció, dejando la impronta de su cuerpo. Esta marca pronto se desvaneció también y todo lo que quedó no fue sino la voz del hombrecillo, más profunda aún. “Somos los guardianes de la tierra”.
Duende le escuchó y entonces la vibración—que hasta ese momento había sentido como un eco distante—se volvió más cercana e intensa. Sonó con fuerza en sus oídos, pero también en su cuerpo entero que ahora ocupaba este nuevo mundo y posiblemente más.
¿Se había expandido para alcanzar el eco? No era fácil decirlo. Un sonido disonante como un chirrido la sacudió con energía. El cuerpo de Duende, en toda su plenitud, pudo oír o, mejor dicho, sentir todos los gritos y ruidos provenientes de más allá de este lugar de calma.
No le agradó. No le agradó en lo más mínimo. Le hizo recordar a sus padres cuando estaban enfadados con ella, a los niños que estaban solos, a los coches y a un movimiento frenético sin pausa ni sitio para nada de lo que Duende siempre había querido. Allí no había sitio para ser escuchada.
“Poca gente ha sido capaz de escuchar a la tierra”, dijo su amigo, ahora invisible, desde detrás o dentro de la pared de cristal. “Fuera de aquí hay mucho ruido y sin embargo, seguimos intentando proteger esta vida, que a veces no quiere crecer con todo ese bullicio”.
Duende le escuchó con lágrimas en los ojos, aunque ya no tuviera un rostro por el cual pudieran rodar las lágrimas. Solamente existía la sensación de agua, o de tristeza hecha de este líquido. ¿Dónde se encontraba ahora? Este nuevo sitio ruidoso no le agradaba.
“Tú ahora eres mucho más que este espacio”, le dijo la voz. “Estás sintiendo lo que siente la tierra porque ahora eres ella”.
Las lágrimas sin rostro cayeron al río dorado, enfriando las aguas con la tristeza de Duende y su deseo repentino de regresar allí donde la vida aún cantaba con esperanza.
Quería abandonar este lugar, anhelaba el sonido del agua y el llanto de nostalgia de la ballena.
“Vámonos”, le dijo su amigo, quien apareció a través de las rocas como una llamarada y estiró su mano hacia ella.
El tamaño desmesura que había adquirido Duende le impedía ahora alcanzar la mano del hombrecillo y concentró su energía en recuperar la talla de él nuevamente. Bloqueó sus sentidos y extendió la mano hacia el resplandor, mientras se iba encogiendo.
Volver a sentir el contacto con la mano de su amigo la reconfortó, así como el hecho de recuperar su tamaño original.
“Vámonos”, repitió el hombrecillo.
Duende miró alrededor: ese mundo era como un vientre envuelto en un resplandor crepuscular eterno. ¿Cómo iban a escaparse de allí?
“Sígueme”. Su amigo se dio vuelta con los pies de frente a Duende y la invitó a fundirse también en la pared cristalina de la cual acababa de emerger. Ella le siguió y se sorprendió al constatar con qué facilidad podían atravesar el muro.
Poco después, emprendieron el ascenso a la superficie de la tierra, pasando a través de delicadas piedras y arena y niveles de calor decreciente, hasta que, en cierto momento, Duende comenzó a temblar de frío. ¿Acaso se convertiría en hielo antes de alcanzar la superficie?
Duende volvió a agarrarse fuerte de la mano de su amigo para sentir su calor y recuperar la confianza que le daba su presencia. Continuaron ascendiendo a través de las capas terrestres. La presión sobre su cabeza comenzó a aumentar. ¿Ya estaban cerca de la superficie?
Duende se golpeó la cabeza contra una última capa de arena suave. Luego, el agua comenzó a caer lentamente sobre ella. “Ahh”, balbuceó, aliviada al escuchar su voz nuevamente.
El hombrecillo se sacudió la arena e introdujo la cabeza en el agua para eliminarla por completo. A Duende no se le había ocurrido limpiarse. Su alivio era tan grande que ni las aguas le recordaron que aún era esa niñita que todos