Niña Duende. Michelle Adam
Graciela se acercó a Duende; las cejas negras y los labios rojos daban a su rostro un aire de máscara. Las muñecas que reposaban en la cintura estaban adornadas con múltiples brazaletes multicolores. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo. Con una gran sonrisa, levantó los brazos y al golpear las manos unas con otras, produjo un sonido seco. Sonrió, dejando entrever los dientes que le faltaban.
Los ojos de Graciela captaron la mirada de Duende, quien la observaba, helada, esperando una señal para entrar en acción. Con un gesto de alusión, Graciela la invitó a bailar y levantó su falda hasta las rodillas. Duende miró hacia abajo en dirección a sus pantalones y sus dedos pequeños intentaron agarrar alguna de sus prendas. El silencio seguía reinando en el tablao. Los demás bailaores ya no se movían y ahora observaban a la niña, atenta a Graciela.
La bailaora golpeó el piso con la punta del pie. Otra vez. Levantó el talón. Volvió a golpear. Miró a Duende y asintió.
Duende sentía la dureza de los pantalones que llevaba puestos. Le temblaban las manos y se fijó en sus zapatillas. Se sintió muy pequeña frente a esta reina de negros tacones. Estallaron las risas en el tablao, el público comenzó a aplaudir y a exclamar: “¡Qué adorable!” “Mirad a esa pequeña”, “Mirad esos zapatos”.
De repente, un fuerte palmeo puso fin al ruido. El corazón de Duende comenzó a latir con mayor fuerza. Volvió la mirada hacia Graciela, quien reclamó su total concentración. Otro palmeo. Graciela tenía el control del tablao. La niña golpeó los pies contra el suelo. Luego levantó, uno a uno, los talones. Buscó el equilibrio mientras levantaba las manos y las juntaba. Otro palmeo. Levantó sus manos del lado izquierdo, apenas sobre su cabeza, imitando a Graciela.
Duende no se atrevía a sacar los ojos de su maestra.
Nuevamente, palmeó, pero esta vez sus manos sonaron como dos discos de metal oxidado.
Los ojos de Graciela eran dos llamas de fuego. Observa, insistió con la mirada. Palmeó. Ahuecó las manos ligeramente para producir un sonido contundente. Hueco por dentro, sólido por fuera. Las dos manos encajaban como ventosas.
Duende la imitó y reprodujo con las manos un sonido similar. Otro palmeo. Graciela esbozó una sonrisa rápida. Duende relajó los labios y comenzó a palmear y zapatear en simultáneo.
Punta, palma. Punta, palma. Graciela agregó pasos a la secuencia. Duende la seguía sin quitar la mirada. La bailaora le dio su aprobación. Nunca pierdas de vista a tu pareja, parecía decirle a la niña. Esto fue lo que aprendió Duende esa noche. Punta, palma. Punta, palma.
El público acompañaba el ritmo de las bailaoras, cantando cada vez más fuerte, al grito de olé y algunos se unieron al baile. Paquito cantó y Duende se dejó llevar por el baile de los demás, envuelta—otra vez—por una nube de espíritus que bailaban y celebraban con ella.
Duende regresó a su casa poco antes del amanecer, consciente de una nueva luz, como si un hilo la elevara al cielo. Dios, quizás, existía.
Las reglas, sin duda, existían. Las conocía todas. Ensombrecían su vida diaria, a pesar del intento por quebrarlas. Su padre era Dios: la vigilaba constantemente y juzgaba sus imperfecciones. Excepto esa noche.
Esa noche, Duende no sentía la sombra de su padre persiguiéndola. Él no había estado con los gitanos, no había presenciado cuando, de madrugada, Duende había bailado con las manos que dibujaban círculos y espirales en dirección a Graciela; con pies seguros, conscientes de su propia gracia, dominados por el espíritu que habitaba en ellos.
Duende emprendió el camino de regreso por las calles vacías, bailando con sus nuevas alas de ángel. El cielo del amanecer se tiñó de tenues gris y púrpura, y las primeras líneas de nubes de algodón se posaron sobre el océano de Málaga. Duende oyó una voz suave como las nubes. Era la voz de su abuela, que la llamaba por su nombre, “Duende”.
El rostro de Oma apareció tan tenue como su voz pero, por un breve instante, cobró la apariencia de Graciela, salvaje e indómito, e irreconocible.
¿Eres tú, Oma? Duende quiso preguntarle antes de que su abuela se desvaneciera en una capa fina de niebla. Cuando quiso acercársele, ya era tarde. Duende tenía las manos vacías y el corazón, colmado.
¿De esto se trataba? ¿Había sido esa noche una muestra de lo que su abuela había sentido antes de dejar este mundo—cuando decidió llamarla Duende?
Las persianas verdes de varias casas se cerraron cuando el sol asomó su rostro en el cielo. Duende, segura de la aprobación de su abuela, regresó a su casa.
Capítulo 3
INGRID
La niña está de pie sobre un campo de vides mientras tiembla la tierra debajo de ella. Ingrid la observa. Quiere salvarla, pero es la misma niña quien provoca el temblor.
Todo se mueve, incluso las vides, profundas y verdes, que se deslizan y se dispersan por el suelo y cubren a la niña, hasta que ella misma se transforma en la tierra. Entrelazada con las ramas verdes, la arena y el barro suben por sus extremidades y la consumen.
La pequeña está rodeada por espíritus, seres como elfos que danzan con ella hacia el interior de la tierra, cayendo en lo profundo de un mar de tentáculos de ramas.
Ingrid quiere salvar a la niña; le llama y corre hacia ella, pero ahora el suelo cede bajo sus pies, la vegetación la rodea con su follaje, empujándola hacia abajo también. Ingrid grita un nombre que retumba. “¿No puedes detener esto?”
Sabe que la niña puede hacerlo.
Ahora Ingrid alza las manos para evitar ahogarse. Su vida comienza a alejarse de ella. Ve imágenes de aquellas personas a las que lastimó, pesadillas del daño que causó a todos los que fueron importantes para ella alguna vez. Elimina estos pensamientos y se hunde, sola, en el vientre de la tierra.
Ingrid se despertó de un sobresalto con los dedos rasguñando el asiento delante de ella. Trató de aferrarse al último pedacito de vida que le quedaba, aunque se hubiera convertido en un mal sueño.
El tren se detuvo haciendo un chirrido y, al desacelerar, Ingrid cayó hacia adelante. Cuando abrió los ojos, vio a los pasajeros que atravesaban el pasillo con sus equipajes. “Estación Cerbère”, anunció el altavoz. “Cerbère”.
“Scheisse”. Ingrid levantó la cabeza y se enderezó. ¿Tan pronto? ¿Qué ha pasado? Hacía unas pocas horas había pasado por París y ahora tenía que descender del tren rápidamente.
Ingrid se frotó los ojos para despabilarse y se sacó los mechones de cabello que caían sobre su cara. Luego se puso de pie y se apresuró entre los pasajeros para poder salir.
Al pasar por el baño, se miró nuevamente al espejo. Todavía había rastros de tensión en su rostro pero, por lo menos, había dormido bien esta vez.
Soltó su cabello largo y castaño, dejándolo caer prolijamente detrás de la espalda y se arregló la camisa blanca que apretaba sus senos pequeños.
Con determinación, Ingrid regresó al asiento, agarró su equipaje, se dirigió a la salida y bajó a la plataforma.
Caminó enérgicamente a través del ruido de la estación y sintió que el hormigón del suelo era sorprendentemente suave bajo los pies, mientras la densidad de la pesadilla que había tenido hace unos instantes se iba diluyendo en el cuerpo. Un cielo pálido cubría las montañas de color verde en todas direcciones y la neblina de la mañana acarreaba el aroma del mar. Ingrid se acercó a la terminal de paredes color ocre. A pesar de estar exhausta, reconoció al