Niña Duende. Michelle Adam
Esta niña se llamará Duende. No hay un nombre mejor para ella. Y así fue”.
“¿Qué nombre quería ponerme Mutti?” Duende quiso saber, a medida que se involucraba en la historia.
“Eso no es importante ahora, ¿no te parece?”
La niña tensó la boca al escuchar esta respuesta.
“Tu madre no era lo suficientemente fuerte como para oponerse a tu abuela”, dijo, justo cuando Mutti apareció en el salón, como una sombra en el fondo. “Nunca lo fue”.
“¡Heinrich!” se enfadó al escuchar el último comentario de su marido y volvió a la habitación antes de que él pudiera responderle.
De todas maneras, el padre de Duende estaba demasiado absorto en sus recuerdos como para reaccionar a los comentarios de Mutti.
“Quizás aún no lo comprendas, pero tu nombre es una palabra que significa fantasma, gnomo o espíritu terrestre. Significa el espíritu de la tierra”.
Duende miró a su padre, perpleja. ¿Era ella un fantasma? ¿Acaso era como su abuela, un espíritu que la perseguía? ¿O era más bien como su amigo, un hombrecillo de aspecto peludo, que vivía en el mar y era completamente distinto a todo lo que conocía, aunque su apariencia era más contundente que la de un espíritu?
La niña sonrió al recordar los momentos en los que había visto a este hombrecillo acercándosele cuando ella estaba de pie frente a la orilla del mar. La última vez que se habían visto, él había bailado de pura alegría al encontrarla.
“No olvides quién eres”, le había dicho él. “No olvides que eres un espíritu de la tierra como yo”.
¿Cómo podía Duende olvidar algo que, en primer lugar, nunca había comprendido? No comprendía ni la mitad de lo que él le decía, al igual que no comprendía los comentarios de su padre acerca du su nombre. Pero no le importaba. Le gustaba ver al hombrecillo que desprendía el aroma del mar.
“Bueno”, la voz de su padre la devolvió a la realidad de repente. En su mente, aún podía sentir el aroma de la sal marina. “Es hora de cenar”.
La madre de Duende estaba ahora en la cocina, ajena a cualquier vestigio de aroma a sal marina. Su padre ya estaba en la cocina cuando Duende se puso de pie y, al mirar hacia la ventana, en lugar de ver su reflejo, vio el de su abuela que la observaba a través de unas extrañas ramas de viñas.
* * *
Algunas noches más tarde, el espíritu de Oma volvió a aparecérsele a Duende. Su aliento le hizo cosquillas en la nuca a la niña, despertándola. “Sigue el sonido de los niños gitanos”, le dijo. Duende abrió los ojos lentamente y vio una nube azul grisácea por encima de la cama. La nube se transformó en una bola de luz que giraba y en la cual se dibujaba el rostro de Oma.
Era la primera vez que Duende veía el espíritu de su abuela tan cercano y tan nítido. Pero ahora estaba recostada en la cama; abría y cerraba y volvía a abrir los ojos para confirmar que de verdad se trataba de una aparición. Porque sabía que solo era eso.
“Ya vete. Yo te cuidaré, pero vete, sigue a los gitanos”. Oma habló sin mover los labios. “Es tiempo de que aprendas lo que es la libertad”.
Oma—o el espíritu de Oma—era tan insistente que, sin hacer ninguna pregunta, Duende se deslizó fuera de la cama. No sabía cómo podría escapar de la habitación ubicada en el segundo piso sin despertar a sus padres. Sin embargo, el interés por seguir los deseos de Oma y también los suyos era mayor que la preocupación por ser descubierta. Se dirigió de puntillas al armario de herramientas, contuvo la respiración y encontró una cuerda de soga que había visto allí antes. La ató a una de las patas de metal de la cama, atenta a cualquier movimiento que pudiera provenir de la habitación de sus padres.
Se quitó el pijama azul y blanco a rayas y, en su lugar, se puso unos pantalones marrones, una camiseta oscura y unos tenis para evitar que el pijama se enredara en la cuerda. Finalmente, descendió por la ventana.
Cuando aterrizó en la acera, el espíritu de su abuela había desaparecido. ¿Dónde estaba Oma? ¿Habría sido solo un sueño? Por un instante, Duende pensó en regresar a su habitación y evitar el enfado de su padre.
Pero el miedo repentino se desvaneció y el impulso por cumplir el deseo de su abuela e ir tras el sonido de los gitanos acabó con todas las dudas. Caminó hacia las calles apenas iluminadas y a cuyos costados se podían ver pequeñas casas muy juntas unas de las otras. Los niños gitanos jugaban bajo las luces de las calles que descendían por caminos estrechos. Corrían más allá de los coches sobre la Avenida San Sebastián hacia Las Cuevas, un antiguo barrio gitano que recibía su nombre de las cuevas que antiguamente decoraban—como lunares—las colinas.
Duende observaba todo: un pequeño animal peludo que corría por el borde del muro, arrastrando su rabo blanco y delgado; una fila de hormigas pasando a través de la grieta de un muro color beige; debajo de la sombra de una flor yacían los de una maceta ubicada en el medio de la acera.
El cantar de los gitanos se oía a distancia mientras Duende cruzó con cuidado la gran avenida cuando la luz se puso verde y ascendió por la montaña. Siguió a los niños, quienes desaparecieron tras una bocanada de luz que salía de una puerta sobre la cual se leían las palabras “El Carbonero”.
A medida que se acercaba al tablao, Duende podía oír los sonidos del flamenco cada vez con más fuerza: gritos, palmas y zapateos atravesaban el humo que salía por el arco de la entrada hacia la luz de una farola. El humo acarreaba pequeños espíritus que rodearon a Duende, invitándola a ingresar a un ambiente místico.
Duende jamás había visto tanto humo en una sala. Había mujeres morenas bailando y levantando sus faldas cuyos pliegues eran como las olas turbulentas de un río color rojo intenso, negro sólido, amarillo brillante y naranja. Las bailaoras coqueteaban con la oscuridad frente a un público sentado contra las paredes, alrededor de mesas pequeñas. Las luces que colgaban bajas dibujaban círculos que se movían alrededor de los bailaores.
Duende se introdujo, dubitativa, en el tablao. Un gitano fornido y de baja estatura comenzó a cantar en español. Su canto expresaba la angustia de un pueblo que había jurado nunca olvidar el latir de sus corazones. Un, dos, tres. Un, dos, tres.
“Soy gitano y este puerto está repleto de las lágrimas de mi pueblo… aaay… aaay…”
Su voz se abrió paso en la sala. “Aaay… aaay… aaay… mis lágrimas cálidas caen en un frío mar”. El hombre cantaba desde lo más profundo de su garganta, produciendo el sonido de las cuerdas arqueadas de un cello que resuena.
“Paquito, Paquito”, aclamaba la multitud, pero Duende seguía inmóvil, observando cómo una docena de espíritus bailaban apasionadamente en círculo a su alrededor. Se sentía mareada hasta que Paquito dejó de cantar y rompió el hechizo que la poseía.
“Ven aquí, querida”, le dijo el cantaor, con una voz tan amplia como el océano.
Duende miró a la izquierda, luego a la derecha y hacia atrás. ¿A quién le hablaba? El resto de los niños corría dentro y fuera del tablao, sin prestar atención a la petición de Paquito.
“¡Ven aquí a bailar al compás de la música gitana!”
El hombre ahora miraba directamente a Duende. Sus ojos captaron la mirada de Paquito. Los espíritus se esfumaron y sus rodillas comenzaron a temblar. ¿Yo?
Paquito asintió.
Duende oyó las palabras de su abuela, diciéndole que siguiera a esta gente y aprendiera lo que es la libertad. ¿Eso significaba también seguir a este hombre?
Paquito esperó. El silencio reinaba en el tablao. Los bailaores estaban inmóviles. Duende exhaló profundamente. ¿Oma? ¿Dónde estás?
Tímidamente, caminó hacia Paquito, quien tomó su mano y le presentó