Niña Duende. Michelle Adam

Niña Duende - Michelle Adam


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como un favor. Puedes disfrutar de unos días en la playa luego. ¿Qué alemán no quisiera ir a la playa? Sea como sea, no tienes mucho tiempo. Indícale a Gitta las tareas que deberá realizar”.

      El temor y el shock de Ingrid se transformaron en confusión dada la rapidez con que pasaba todo. Se sintió atrapada. Málaga. Málaga. Miró fijo a Franz mientras se dirigía a la puerta.

      “Me lo agradecerás más tarde”, le dijo él.

      Quiso decirle que estaba equivocado, que necesitaba quedarse, no irse. En su lugar, tomó sus cosas y salió de la oficina, después de haberle dado a Gitta todas las instrucciones necesarias para llevar a cabo durante su ausencia.

      Una vez en la calle, Ingrid atravesó la carnicería y la panadería y continuó caminando sin rumbo. En general, adoraba el aroma del pan recién salido del horno, pero en ese momento ni siquiera lo notó. Algo la seguía y no eran aquellas viejas canciones—aunque volvieron a ella de manera sutil—sino lo que significaban.

      Caminó hacia el parque y se detuvo bajo un árbol. Quiso golpearlo para liberar la tensión que crecía con fuerza en su interior. Pero no era su estilo golpear nada. ¿De qué le serviría?

      Todo lo que quería era un sueño reparador y no un trabajo en España—y de todos los lugares posibles, no en Málaga—sino tan solo descansar profundamente. Desde hacía algunos meses, se sentía muy ansiosa.

      Ingrid intentó no llorar, pero sin éxito. La corteza desgarrada del árbol parecía una piel. Detestaba cómo se sentía. Se dijo a sí misma que debía ser fuerte y no dejarse afectar por Franz.

      Después de todo, solo se trataba de un viaje a España. Su corazón se sobresaltó un poco. A España.

      Ingrid suspiró. El árbol no se había movido y ella tampoco.

      Debía recuperar el control sobre sí misma. Era una profesional. Ingrid era buena en todo lo que hacía y este nuevo trabajo no sería la excepción.

      Cuando Ingrid regresó a su casa, el sol de Munich descendía detrás de un grupo de altos edificios y dos coches tocaban el claxon. Subió por las escaleras hacia su apartamento y al llegar, sorprendida, se quedó sin aliento.

      Su gata, Mookie, la saludó en la entrada. Ingrid sonrió por un instante y la abrazó. Tenía que encontrar a alguien que cuidara de su gata y hacer ejercicio para poder dormir lo suficiente antes de embarcarse en el viaje del día siguiente… a Málaga.

      * * *

      A través de la ventana sucia de un café, Ingrid observaba a los pasajeros caminando deprisa en todas direcciones. Eran las dos de la tarde del día siguiente, casi media hora antes de abordar el tren.

      Finalmente estaba en la estación después de haber dormido muy mal la noche anterior y de haber hecho ejercicio durante la mañana para disminuir la ansiedad. Ingrid notó que sus muñecas parecían más delgadas semana tras semana, mientras miraba la hora cada cinco minutos.

      Franz la llamó para asegurarse de que se encontrara de camino a Málaga. “¿Dónde, si no, creía que estaría?” pensó Ingrid. Le habló brevemente, diciéndole que todo iba bien—tenía tanto la información del señor Ramos como la de Roger—y que no debía preocuparse. Esperaba que Franz no la llamara muy seguido.

      Pidió un segundo café. Luego un tercero. Estaba bebiéndolo, sintiendo el aroma y el calor de la taza que calmaba sus manos frías, cuando oyó una voz familiar llamándole por su nombre. Ingrid levantó la mirada para ver quién era y derramó el café sobre la mesa. Era su padre. Su mirada sorprendida reemplazó cualquier palabra que pudiera salir de su boca.

      “Tu madre me ha dicho que estarías aquí, así que he pensado en venir a despedirte”, dijo su padre y se sentó delante de ella.

      Ingrid deseó no haber llamado a su madre, no haberle dicho que estaría allí en la estación, ni que viajaría a España.

      “Deberías estar contenta de ver a tu padre”, dijo e hizo su pedido a la camarera. Ingrid jugaba con la servilleta empapada en café.

      Sonrió y miró una vez más su reloj. Dos y diez.

      “¿Entonces?” dijo, mirando a su padre. Conversar con él nunca le resultaba cómodo y no era usual en él que apareciera sin avisar. En general, su madre era la que hacía el esfuerzo por acercarse y la invitaba a cenar con ellos una vez por semana. “¿Por qué… por qué has venido?”

      Su padre era muy directo al hablar. “Tengo algo para ti”, dijo y le entregó un libro mediano de tapas color crema. “Tu abuela quería que tuvieras esto. Y como estás yendo a España, pensé…”

      Ingrid dejó de escucharlo. Su mente estaba en otra parte, sus ojos posados sobre el libro, que le resultaba tan familiar. “¿Por qué ahora?” pensó, a pesar de que ya conocía la respuesta.

      “Es un viaje de trabajo, papá. No puedo llevar conmigo un libro así porque sí”.

      “Sé que viajas por trabajo. Pero también es cierto que vas a Málaga, donde naciste”.

      Ingrid apretó la taza entre sus manos antes de dar otro sorbo. No era necesario que su padre le dijera algo que era obvio.

      “Puedo mirarlo cuando vuelva”, le respondió.

      Su padre era un hombre muy guapo que se había vuelto canoso antes de tiempo, tenía ojos azul claro y había sido criado en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. Ahora él miró el reloj. “Son las dos y veinte. Ya tienes que salir. Te acompañaré al tren”.

      Ingrid volvió la mirada hacia su padre. Sabía que él insistiría en dejarle el libro, pero pensó que si lograba distraerlo, se le olvidaría.

      “Yo pago”, dijo, sacando la billetera. “Tú coge tus cosas”.

      * * *

      Ambos esperaron en silencio en el andén, con la mirada puesta en el reloj que colgaba sobre sus cabezas. Dos y veintinueve.

      “Ingrid, por favor llévate esto”, dijo su padre finalmente, dándole el libro nuevamente.

      Ingrid se resistió. Tanto la mochila que llevaba en la espalda como la maleta en el suelo estaban repletas. “No tengo espacio. ¿No ves?” dijo, señalando su equipaje.

      “Si no lo haces por mí o por ti, al menos hazlo por tu abuela”, respondió gentilmente su padre. “Además, no es tan grande”.

      Ingrid sintió un hormigueo repentino, seguido de un leve susurro en el oído izquierdo, pero lo ignoró apenas escuchó las siguientes palabras de su padre. “Tú lo eras todo para tu abuela”.

      Su padre dijo esta última frase de una manera tan suave que le tomó por sorpresa a Ingrid. El tren con destino a Paris y, por último, a España, se detuvo en la estación. Ingrid miró hacia el tren, cuyas puertas ahora estaban abiertas y los pasajeros se bajaron. “Debo irme”.

      Su padre le entregó el libro y le dio un beso en la mejilla.

      “Es tan terco”, pensó mientras su padre le sostenía la mirada, como queriéndole decir algo más.

      Ingrid esperó unos segundos antes de subir al tren—con el libro en la mano—por la puerta más cercana.

      Una vez dentro del tren, ocupó tres asientos, decidida a dormir durante todo el viaje. Su padre seguía de pie afuera en el andén. Allí se quedó, hasta que sonó el silbato, el resto de los pasajeros se apresuraron a subir y las ruedas de la locomotora finalmente comenzaron a avanzar.

      Ingrid le observó a través del reflejo de la ventanilla, mientras su figura se iba haciendo cada vez más pequeña en la distancia. Amaba a su padre. Pero ahora se encontraba sola. De repente, sintió un nudo de nervios en el estómago y las piernas se le aflojaron.

      Ingrid se obligó a sí misma a ponerse de pie y rápidamente se dirigió al baño más


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