Niña Duende. Michelle Adam
él me pidió que te dijera. Dijo que lo reconocerás sin problema”.
Perderlo de vista era imposible, pensó Ingrid, cuando vio a este hombre inglés de unos treinta y tantos años de pie contra la pared. Todo indicaba que era alguien que amaba llamar la atención: su cabello castaño claro se dejaba ver debajo de un sombrero ancho de paja, era muy alto y vestía un mono de color naranja furioso.
“Hola”. Ingrid dejó caer la bolsa al suelo. “¿Eres el fotógrafo que Franz ha contratado?”
“Y tú debes ser Ingrid”, dijo y sonrió. “Ha funcionado el color naranja, ¿cierto? Es mucho mejor que una etiqueta o un cartel ridículo”.
Ingrid asintió, mientras examinaba a este hombre que tenía enfrente y que parecía una luz de neón viviente. Su apariencia distaba mucho de lo que podía verse en España, o al menos de la España que ella recordaba.
“Encantado de conocerte. Soy Roger Watts, pero puedes llamarme sólo Roger”.
“Encantada”. Ingrid simuló una sonrisa. “Tendríamos que buscar el próximo tren”.
“Perfecto. Era justo lo que estaba pensando”.
La enorme mochila de Roger, de esas que se llevan a la jungla, contrastaba con la de Ingrid y con su maleta, dentro de la cual había guardado el libro que le había dado su padre.
Ingrid iba delante de Roger para distanciarse del color naranja. Caminaron hacia el siguiente tren con destino a España. Los vagones oxidados estaban pintados con líneas negras y amarillas, y las ruedas cargaban el peso de décadas.
Ingrid recordó que había viajado ya en uno de estos trenes cuando era niña. Con el corazón latiéndole fuerte, subió al tren primera, seguida de Roger quien, luego de rozar la bisagra de la puerta con su enorme mochila, tuvo que agacharse para no darse la cabeza contra el cielo raso, antes de acomodarse en unos de los seis asientos de cuero del pequeño vagón. Ingrid pensó en lo difícil que resultaba ser tan alto.
“¡Qué buen tren español nos hemos conseguido!” Roger dejó caer su mochila al suelo y se recostó para probar el respaldo del asiento. “Bueno y viejo. Ya no fabrican trenes semejantes. Es probable que este sea uno de los últimos. Me sorprende que sigan utilizándolos”.
Ingrid colocó su equipaje en el compartimiento ubicado encima de la ventanilla y se sentó frente a Roger, cuyo entusiasmo era evidente. A través de la ventanilla, afuera del tren, una niña con un sombrero de estilo country atado a su cuello caminaba de la mano de su madre. Dos adolescentes se besaban, mientras un hombre que vestía un elegante traje negro y unos zapatos de cuero brilloso levantaba la mirada hacia la señal de partida y luego, con el ceño fruncido, volvía la mirada a su reloj de pulsera.
Dentro del vagón, los pasajeros parecían tranquilos y a gusto, pero Ingrid aún se sentía un poco mareada. Intentó controlar los nervios focalizándose en algunos detalles: el aroma del cuero de los asientos, mezclado con el del aire rancio y húmedo que llenaba el vagón; el brillo de las frentes sudorosas de los pasajeros; y las gotas de sudor bajo sus brazos.
Ingrid comenzaba a relajarse justo cuando una mujer robusta que lucía una falda estampada de color naranja y celeste, y un sombrero de plumas de pavo real, se instaló al lado de Roger y dijo con voz fuerte, “Buenas tardes, Meine Damen und Herren. Me llamo Maria Maria”.
Sin detenerse, continuó diciendo que su verdadero nombre era Margareta—Margareta de Austria—que desde que había visto la película “Sonrisas y Lágrimas” (N. del T.: En Hispanoamérica, dicha película de 1965 se tradujo con el título “La novicia rebelde”.) había decidido llamarse doblemente Maria, para que su nuevo nombre tuviera musicalidad.
“Soy camarera por la noche, pero durante el día, actriz. Una muy buena actriz. Y también soy cantante”, dijo, gesticulando con las manos. “Y ahora voy a España para cantar ópera en las zarzuelas. Toda mi vida he querido esto y ahora…”, enfatizó, con acento alemán. En su rostro se dibujó una sonrisa tan amplia como su pecho orgulloso.
Por un breve instante, volvieron a Ingrid imágenes de una danza intrépida y salvaje y también regresó esa voz que escuchaba de niña. Este flashback se esfumó en cuanto Ingrid comenzó a preguntarse cómo alguien con una voz tan chillona como la de Maria Maria podía cantar profesionalmente y nada menos que ópera.
“Adoro cantar ópera. Es como tocar el cielo con las manos”, dijo Maria Maria. La falda multicolor se fundió con el mono de neón de Roger. Al verlos, daban la impresión de estar viajando juntos.
“Discúlpeme”. Maria Maria apartó el vestido de la rodilla de Roger y lo acomodó sobre sus piernas.
“No es nada”, dijo Roger, sonriendo.
Mientras tanto, Ingrid contemplaba un paisaje que le era familiar. Hacía mucho tiempo desde la última vez que había visto un mar como el de Cerbère. Esta imagen le ayudó a calmarse. Cerró los ojos y se dejó llevar por sus sueños. Aún podía sentir las vides que sobrevivían dentro de ella, así como la ansiedad que se había intensificado en los últimos meses antes del viaje.
¿Qué le había ocurrido?
Ingrid había sido una mujer tranquila—un poco tensa quizás, pero nada que fuera grave—hasta que un día comenzó a sentirse cada vez más agitada y sobrepasada durante meses, antes de que Kazik rompiera con ella, diciéndole que no podía continuar con la relación. A veces, Ingrid se despertaba en el medio de la noche, temblorosa y sudando de miedo.
“¿Qué diablos te pasa?” Kazik solía preguntarle. Ella admiraba la audacia de este hombre al que había conocido en un café. Por primera vez, alguien le había hecho sentir viva, sexual y físicamente animada. No se comparaba con la satisfacción que sentía cuando hacía ejercicio en el gimnasio o cuando descansaba en su casa, sino que se trataba de sentirse realmente viva, como si la vida no consistiera solamente en hacer cosas. Con él, dejaba de lado la rutina; salían a bailar y compartían las noches con amigos.
Hasta que un día comenzó a dormir mal y a discutir con Kazik por cualquier tontería. Siempre estaba nerviosa. Buscó alivio yendo más tiempo al gimnasio y trabajando horas extra en la editorial, modificando—inútilmente—una y otra vez, artículos que ya estaban terminados.
“Más tarde me lo agradecerás”, Ingrid podía oír la voz de Franz al mismo tiempo que el ruido de la puerta del vagón.
Abrió los ojos y vio a una pareja joven que, a diferencia de Maria Maria, tomó asiento sin hacer alarde.
Roger miró la hora y luego hacia afuera. “Son las cinco”, dijo.
Ingrid apretó las manos. Pronto estarían en España… La imagen de la niña estaba presente en ella ahora, así como las vides que les aguardaban.
El conductor hizo sonar el silbato durante varios segundos y las ruedas de metal crujieron sobre las vías. El sol de finales de agosto asomó desde el mar antes de que el tren se introdujera en el túnel de los Pirineos.
* * *
Minutos más tarde, el país que Ingrid había amado tanto en otro tiempo apareció detrás del túnel que separaba España de Francia. El viejo tren avanzó lentamente a través de una ciudad de aguas color verde esmeralda y líneas de botes multicolores amarrados a la orilla. Los pájaros se elevaron hacia el cielo para anunciar el comienzo de un nuevo día, mientras los árboles de pequeña estatura esperaban el saludo del sol de la mañana en las laderas.
“España”, Ingrid balbuceó y su corazón comenzó a latir con más fuerza. ¿De verdad estaba allí? ¿Era posible, después de tantos años? ¿Qué había ocurrido con…? ¿Dónde…? ¡No vayas allí, Ingrid! ¡No…!
Roger se puso de pie y anunció formalmente que sí, efectivamente, estaban en España.
“Estoy bien, estoy bien”, se dijo a sí misma Ingrid con la mano sobre el corazón.
“Tengo