Niña Duende. Michelle Adam
Duende se abrochó el abrigo de grandes botones azules, colocó el almuerzo en la mochila y luego de despedirse de su madre con un beso, se unió al resto de estudiantes y padres que llenaban de vida la estrecha calle del pequeño pueblo de Málaga en el que vivían.
Al llegar a la esquina de la calle, sus pasos apresurados se convirtieron en una corrida hacia el mar. Quería saludar a esa vasta masa de agua que rociaba el aire con sal cada noche en sus sueños. Si se apresuraba, llegaría a la escuela sin demora.
El sol rozaba la cresta de las olas en permanente movimiento. Duende, de brazos cruzados para protegerse del viento, observó cómo la mañana se iba asomando. Escuchó un sonido agudo que le era familiar y entonces apareció. Parecía como si viniera de lejos, desde el interior del mar. Se acercó a ella dando volteretas, un torbellino de arena y agua girando en círculos alrededor de Duende.
Duende cerró los ojos, envuelta por el polvillo. Sintió que una calma inusual la abrazaba lentamente, seguida del roce de una mano rugosa que ya conocía. “Hola”, dijo una voz. Con los ojos todavía cerrados, Duende podía sentir la sonrisa de su amigo. Era la misma sonrisa que se repetía en cada encuentro y que ahora pudo ver nuevamente al abrir los ojos, delante de este ser fuera de lo común.
Él no era un amigo como cualquier otro. Tenía los ojos pequeños, una nariz grande y ancha, y la cabeza estaba cubierta de pelo áspero y enredado. Su piel estaba hecha de tierra y arena. Tenía los pies invertidos hacia atrás; el resto del cuerpo estaba en su lugar.
“Me alegra verte de nuevo”, le dijo a Duende.
Si no le hubiera conocido antes, se habría asustado al ver esas manos finas y largas tocando su hombro, o esos pies estrechos con forma de red. En cambio, le resultaban familiares. Muy familiares.
“Tú eres una de los nuestros”, le había dicho en una ocasión, aunque ella no comprendiera lo que quería decirle. “Soy un duende, un espíritu de la naturaleza, como tú. No me parezco a ti porque cambio de forma cuando lo deseo. En lo que a ti respecta, estás aprendiendo a ser un duende de forma humana por primera vez”.
Duende se preguntó si estas palabras tendrían algo que ver con lo que su padre le había dicho acerca de su nombre. ¿Ella era un fantasma, aunque no lo pareciera? ¿De verdad era como él? ¿De dónde venía su amigo?
Duende pronto alejó estos pensamientos y se relajó en la calidez de la presencia de su amigo. Él era como un hermano para ella. Un hermano que se le anunciaba con un silbido y el sonido de una ráfaga de viento. También era más bajo que ella, tenía las orejas puntiagudas y un extraño cono sobre la cabeza. Sin embargo, todos estos rasgos inusuales perdían importancia cuando miraba a Duende con esos ojos que eran capaces de verla en su totalidad, tal como era.
Duende se rio como si le hicieran cosquillas, hasta que llegó el momento de irse.
“Nos vemos”, dijo el hombrecillo y, otra vez, así como había llegado, desapareció con el viento, girando alrededor de Duende y, con un silbido agudo, emprendió el regreso hacia el mar.
“Nos vemos”, respondió Duende con profunda alegría. Sabía que volverían a verse. “Nos vemos”.
* * *
Una semana más tarde, Duende estaba sentada sobre las rocas que sobresalían del mar y apuntaban a la primera niebla de la mañana que recién comenzaba. Esperó a que su amigo rugoso volviera a aparecer, como un viento repentino que la rodeara con sus brazos y a que unos dedos ásperos la tocaran por la espalda.
En su lugar, cientos de pájaros trinaron su canción en un coro que también integraba el sonido estrepitoso de las olas rompiendo contra las rocas y Duende, para hacerle notar a su amigo que estaba allí, añadió su propio silbido a la canción de la naturaleza.
En pocos segundos, del océano se elevó una fuente de agua hacia el cielo y produjo un sonido como un rugido que obligó a Duende a retroceder. Un deseo intenso, ancho y eterno, se ancló en su pecho y en la profundidad del mar, la envolvió e hizo eco contra las rocas.
“Duende”. Oyó su nombre proveniente de la profundidad del sonido.
Giró en todas direcciones, tratando de ver o situar el sitio donde resonaba esta voz. El sonido era como de otro mundo.
Su amigo no se veía por ninguna parte.
En su lugar, oyó, “Ven aquí dentro”.
¿Dónde? Duende pensó. ¿Dentro de dónde?
Ahora los pájaros habían cesado su canto, o, por lo menos, Duende ya no podía oírlos. En esa mañana cálida, permaneció de pie, helada, con los puños apretados y sus ojos bien abiertos llenos de asombro y miedo.
“Aquí”, respondió la voz con un sonido agudo, al mismo tiempo que una larga mano se elevó por encima de la fuente de agua sobre el mar.
Duende se estremeció, atónita.
“Vamos”, escuchó nuevamente.
Volvió a mirar alrededor, oliendo el aire y presintiendo esa presencia a la que se había acostumbrado, pero no había nada. Tan solo esta voz que repetía, una y otra vez, el mismo pedido, ven aquí dentro.
La mano descendió al mar y Duende cerró los ojos, soltando la expectativa de lo conocido y se armó de valor. Despejó cualquier temor o duda acerca de la mano y la voz y se dejó caer en lo profundo del vasto cuerpo de agua. Sabía cómo volar con el espíritu de una forma en que los niños y los adultos no podían comprender.
Al llegar, su amigo estaba allí, esperándole. “Duende, me gusta tu nombre”, le dijo lentamente, en un borboteo de agua y viento, como si él mismo fuera el mar, pero no del tipo al que Duende estaba acostumbrada. Su voz provenía de un lugar oscuro y profundo, como el llanto nostálgico de una ballena, cuyo eco Duende había escuchado resonar contra las rocas y reverberado en su interior.
“Ven conmigo”, le dijo su amigo, el espíritu de la tierra, alejándose y girando los pies hacia Duende, en dirección contraria a la que ella esperaba.
Se comportaba de manera muy extraña, pero a la niña no le importaba. El hombrecillo estaba de pie sobre una cama de algas, semejantes a largas vides danzantes que irradiaban una luz verde claro hacia el lecho marino. Duende vislumbró el contorno de su amigo y no tanto los rasgos exactos, hasta que este se dio vuelta hacia ella y comenzó a emanar un resplandor dorado desde los huesos.
¿Era la mano del hombrecillo la que había salido del mar? pensó de repente al ver que su amigo le extendía la mano. ¿Cómo había logrado transformarla en algo tan grande si la mano que ahora sostenía la suya era nudosa y huesuda?
No había tiempo para responder estas preguntas. Él la atrajo hacia sí. Ella dudó unos instantes. ¿Adónde se dirigía? Los juncos que bailaban en el fondo del mar los rodearon en un movimiento agitado, haciéndole cosquillas a Duende al principio, pero luego los empujaron hacia abajo, dentro de la tierra.
Duende tembló ante la idea de descender por debajo de estas aguas, pero su amigo le sujetó la mano con firmeza y las plantas verdes del fondo del mar los empujaron juntos hacia abajo con una fuerza que no pudo resistir. Un agujero sin fin se abrió debajo de sus cuerpos, despejando la tierra y la arena a su alrededor, mientras que el centro de la tierra los succionó más y más, a un ritmo acelerado.
Duende permaneció con los ojos abiertos, demasiado asustada para ver lo que le estaba ocurriendo. En un momento, su cuerpo comenzó a arder a la velocidad del descenso, hasta que tuvo la seguridad de que no quedaba nada de ella, salvo cenizas que caían al núcleo de la tierra. Apretó más fuerte la mano del hombrecillo, para asegurarse de que todavía tenía forma, de que su cuerpo y sus extremidades aún estaban funcionando. Ahora podía sentir su propia forma, el corazón pulsándole la sangre y pensó que no podía resignarse a quedar atrapada en ese sitio de no retorno.
“Estás yendo a tu hogar”, le susurró, de repente, su amigo, mientras continuaban descendiendo