Niña Duende. Michelle Adam
“No me interesa regresar. He venido solamente para realizar mi trabajo”.
Roger se inclinó hacia adelante y notó, por fin, la incomodidad de Ingrid. “Ingrid. Insisto, estás muy pálida. ¿He dicho algo malo?”
Ingrid se sintió inhibida. “Discúlpame”, dijo y salió corriendo.
Ingrid colocó la mano sobre el estómago y con la otra, sostuvo la barra del pasillo del tren. El aire fresco ingresaba por las ventanas abiertas que se sacudían con intensidad. Ingrid quiso evitar ir al baño esta vez.
Las lágrimas amenazaban con caerse. ¿Acaso no era lo suficientemente fuerte? Siempre se había enfocado en su trabajo y en ser la hija perfecta que su padre deseaba. Pero, ahora, se sentía completamente sola.
Cálmate.
El tren aminoró la marcha y se detuvo. A pocos metros de Ingrid, la puerta de su vagón se abrió y Maria Maria salió estrepitosamente. Rodeada de su equipaje, se acercó a Ingrid.
“Meine Schätzlein”, dijo, e intentó acariciar el rostro de Ingrid, pero esta se lo impidió. “Todo estará bien”.
Luego bajó del tren y con su robusta presencia descendió en la plataforma desolada del pequeño pueblo al que acababan de llegar. A la distancia, se veía tan solo una vaca.
Cuando Ingrid regresó al vagón, todos estaban en silencio. La pareja y, especialmente, Roger solamente le miraron y parecían preocupados, aunque ya se sentía mejor.
Ingrid se sentó nuevamente y apoyó la cabeza contra el vidrio. El sol iluminó una monumental cruz blanca que indicaba el lugar donde yacían los restos del último dictador Francisco Franco, en un valle al noroeste de Madrid.
El tren continuó por un sendero de molinos que giraban, imponentes, como los de la obra de Don Quijote. Las siluetas negras y nítidas de los toros, que alguna vez habían sido utilizados en las publicidades de jerez y ahora convertidos en verdaderos emblemas de España, completaban el paisaje y contrastaban con el cielo. A la distancia, en cambio, apenas visibles, se asomaban los bosques de olivos con sus árboles que parecían fantasmas, como si estuvieran esperando el regreso de Ingrid.
Capítulo 4
DUENDE
Al llegar la luz tenue de la mañana de Málaga, Duende oyó que su padre silbaba un acompañamiento de Maria Callas, cuya voz alcanzaba las notas más altas de Madame Butterfly, sonando en el tocadiscos.
Habían pasado dos meses desde la muerte de Oma. Duende oyó el ruido seco de los pasos de su padre en el pasillo y luego los golpes en su puerta, antes de que él la abriera. “Wach auf!” gritó. “¡Levántate!”
La voz de su padre interrumpió los sueños de Duende. Una ballena que la transportaba y tragaba el mar entero y su abuela envuelta en una capa brillante de vides color esmeralda, pronto se ocultaron detrás del telón de su mente. Duende deseó que estás imágenes se quedaran con ella.
“¡Levántate!” repitió su padre.
A veces, Maria Callas resultaba ser un alivio sorprendente que lograba detener los aires de importancia del padre de Duende. Pero, la mayor parte del tiempo, sus palabras insistentes en alemán traspasaban el descanso de su hija, como palas cavando entre las piedras. Cavaba y cavaba, hasta convertir a cada piedra en un soldado que se levantaba y marchaba a través del último corredor oscuro del alba.
Aquella mañana no fue la excepción: mientras se dirigía a la cocina con el uniforme puesto, lista para irse a la escuela, Duende sintió el aroma del agua de colonia de su padre y el perfume intenso de la crema de afeitado.
Mutti hervía los huevos y tostaba el pan en la cocina. Mientras tanto, su marido, de pie frente al gran espejo de la entrada del apartamento, se acomodaba la camisa perfectamente planchada, la corbata gris y la chaqueta a rayas.
“Hoy es un día importante”, le anunció a Mutti, mientras Duende ponía la mesa. “Una empresa española muy conocida quiere comprar el hotel que acabamos de construir. Después de diez años de construir y vender inmuebles aquí, por fin estamos viendo los resultados de nuestra labor”.
Mutti asintió.
Duende se sentó. Su madre colocó los huevos y el pan tostado sobre la mesa del comedor. Su padre se inclinó sobre ella—como de costumbre—para demostrar que comer huevos duros era un arte sutil; le mostró cómo extraer la yema con la cuchara redonda y cómo llevársela a la boca sin mover la cabeza hacia adelante o hacia atrás. Midió las porciones, le indicó el ángulo exacto que debían formar el pulgar y el índice de su mano para agarrar la cuchara. Duende tragó sin respirar y su padre verificó que los pies estuvieran firmemente plantados sobre el peldaño de la silla y que la espalda se mantuviera erguida.
Lo que más deseaba Duende era escapar de las usuales exigencias de su padre en aquella mañana fresca que ingresaba por las ventanas diseñadas para recibir las temperaturas más templadas de Málaga. Una vez más, le escuchó, pero más le interesaba ir a visitar a su amigo, el hombrecillo del mar, antes de dirigirse a la escuela.
“Hay una única verdad”, dijo su padre, impasible, mientras cogía un trozo de su propio huevo. “¿Sabes cuál es, Duende?”
Pareció esperar que Duende dijera algo, pero ella estaba masticando y no se atrevió a hablar por temor a que su padre la reprendiera por comer con la boca abierta. No quería que él le diera un puntapié o que pusiera el tenedor sobre su boca, así que permaneció callada.
“¿Y?”
En un apuro, Duende se llevó más comida a la boca y negó con la cabeza.
Su padre moduló cada palabra. “Cambio… la vida es cambio”.
Duende asintió.
Volvió a explicar, con el ceño fruncido, la hipótesis que había tratado de probar durante toda su vida, mediante un monólogo que a Duende le resultaba muy familiar: que la vida se trata siempre de cambio manifestado a través de dos acontecimientos obvios: el nacimiento y la muerte de todas las formas de vida; el árbol crece cada día más alto y, mientras cambia el color, caen las hojas y nacen otras nuevas.
“El cambio ocurre incluso en formas inertes, como cuando mi hermana escondió una rebanada de pan debajo de su cama durante la guerra y tiempo después la encontré convertida en una masa azul de moho polvoriento”. Su discurso cobró mayor fuerza, al igual que el deseo de Duende de huir.
“Incluso el cambio cambia”. Se inclinó hacia adelante e hizo lo que siempre le decía a su hija que no debía hacer: apoyó la cabeza sobre las manos y los codos, sobre la mesa.
Duende acabó de comer su pan y apartó a un costado las últimas migas, antes de que su madre le retirara el plato y lo llevara a la cocina.
“Hay variables imprevistas que influyen en la causa original de las cosas”, continuó su padre. “Una piedra puede parecer inmóvil, pero está cambiando todo el tiempo. Cada una de sus moléculas se está modificando. Las nubes, también, cambian todo el tiempo; la lluvia que producen se transforma, con los rayos del sol, en un arco iris”.
A Duende le atrajo la palabra “arco iris”. Mientras Mutti lavaba los platos en la cocina, la niña se imaginó a sí misma como un arco iris atravesado por los rayos cálidos del sol.
Sin embargo, esta sensación duró poco. Su padre, satisfecho, golpeó la mesa con las manos, dando por terminado el asunto y los colores radiantes del arco iris se apagaron en los rincones de la mente de Duende.
“Es hora de que Duende se marche a la escuela, Heinrich”, dijo Mutti desde la cocina, desde donde se oía el ruido del agua corriendo.
“Ja,