Niña Duende. Michelle Adam
la ocasión”. Roger sacó una botella de vino rioja de su mochila, junto con unos vasos de plástico y un sacacorchos. “Imaginad si toda España se hundiera en un desastre y los viñedos no produjeran más esta maravilla, entonces los ingleses se convertirían en los primeros exportadores de vino”, les dijo a todos los presentes que estaban sentados. “¡Imaginaos! ¡Qué vergüenza sería! ¡Brindemos por España y su vino!”
Ingrid apenas le prestó atención. Quería estar en cualquier otro lugar menos ese. Recordó a su padre con el libro de su abuela en la mano. Nunca le había visto hablar con tanta ternura, excepto luego de la muerte de Oma y tiempo después, cuando se mudaron a su ciudad natal en Alemania. Él había rescatado del ático su colección de estampillas de la época de la Segunda Guerra Mundial, así como un volumen sobre el linaje y la historia de la familia. “Jamás olvides de dónde venimos”, le había dicho a Ingrid aquella vez.
Ingrid se preguntaba qué significado tendrían esas palabras, cuando la voz imponente de Maria Maria la devolvió a la realidad dentro del vagón.
“No seas tan pesimista con España y su vino, mi querido”, le dijo a Roger. “Todo estará bien. Con una cancioncilla mía todo estará bien”.
¡Qué sorpresa para Ingrid cuando la mujer aclaró la garganta y dejó salir su normalmente estridente voz con un tono unas octavas más bajas de los normal, tan dulce como el chocolate! “Mi tierra querida…” comenzó a cantar en un tierno español.
Maria Maria cantaba bien, realmente bien. Pero Ingrid tenía los ojos puestos en Roger, quien miraba fascinado a Maria Maria, claramente cautivado por su voz. Finalmente, Ingrid le dijo: “Abre la botella de una vez, mach schnell”.
“De acuerdo”, le respondió Roger y sacó el corcho de la botella. Con los ojos cerrados, olió el extremo sangriento del corcho. “Ahora sí…”
“Ya termine de oler de una buena vez, señor Inglés” Maria Maria le dijo. “Sírvanos esas copas y bebamos”.
Roger interrumpió su trance, repartió los vasos y vertió en todos ellos una cantidad generosa de vino antes de levantar su copa frente a Ingrid. “Salud. Brindo por nuestro viaje”, dijo. Ingrid deseó ser tan optimista como él.
Ingrid apreciaba el rioja, fabricado con uvas tempranillo y proveniente de barriles de madera de roble. Sabía todo acerca de este vino, más que de cualquier otra variedad, gracias a su tío, a quien había visitado en su viñedo en Italia al poco tiempo de haberse graduado como reportera. Al estar especialmente vinculado con el negocio del vino, le había recomendado presentarse como candidata para el puesto vacante en Die Kelter.
En esta ocasión, Ingrid bebió no tanto por placer, sino para aliviar su tensión. ¿Cuántos tragos necesitaría para lograrlo? se preguntó.
Minutos más tarde, todos los ocupantes del vagón, incluida Ingrid, se durmieron. Largas horas pasaron bajo un cielo de nubes negras y luego una lluvia torrencial golpeó con dureza el techo metálico del tren. Finalmente, las montañas de un exuberante verde oscuro curvaron el paisaje y los campos se tornaron de verde fluorescente al rayo del sol.
Poco a poco, los pasajeros comenzaron a despertarse. Ingrid miró a través de la ventanilla. El paisaje era diferente al del país que ella recordaba, de la España de tierra seca que conservaba la culpa y la pena de su infancia.
Roger retiró cuidadosamente un bolso para cámara del compartimiento superior, tratando de no despertar a Maria Maria, quien dormía con la boca medio abierta, como si estuviera preparada para cantar de nuevo. Luego sacó una gran lente, la limpió con delicadeza y la colocó en la cámara. “Una lente de 70 a 300 milímetros y una lente macro son ideales para hacer bellas fotografías”.
Apuntando hacia Ingrid, intentó tomarle una foto antes de que ella tuviera tiempo de apartarse, absorbida de repente por la imagen de la nieve que caía el día en que ella y su familia habían llegado a Munich veinte años atrás. Recordó a su padre fotografiándolas a ella y a su madre en la nieve, poco después de llegar, al cabo de un largo viaje en coche. No había hablado en todo aquel día. Las gotas que le caían, blancas y suaves, desde el cielo y sobre la boca, parecían mágicas y tenían el poder de limpiar el pasado y ofrecer un nuevo comienzo.
“Ingrid”. Roger la trajo de nuevo al presente. “Estás hermosa. ¿Por qué te escondes?”
Ingrid se cubrió el rostro con la mano. “Por favor, no lo hagas”.
“Querida, él tiene razón”, Maria Maria dijo, despertándose. “Eres muy bella”.
Ingrid, incómoda, miró a Maria Maria y Roger guardó la cámara de nuevo en su bolso, dispuesto a cambiar de tema.
“En este momento, no soy un fotógrafo de tiempo completo”, dijo, mientras reacomodaba su mochila verde en el compartimiento encima de sus cabezas. “En realidad. Soy profesor adjunto de antropología en Oxford. Pero no os preocupéis. También tomo buenas fotografías”.
Al escuchar este comentario, Ingrid no ocultó su sorpresa ni su disgusto. Se consideraba una profesional y pensó que Franz debería haberle escogido otro profesional para trabajar con ella, por más inusual que resultara ser esta tarea que le había asignado.
“Hace cinco años que he estado trabajando durante el verano”, le aclaró Roger, sentándose a su lado, “mayormente en Inglaterra, pero también he hecho algunos trabajos en Gales e Irlanda”.
Sin embargo, no consiguió convencer a Ingrid de su habilidad como fotógrafo con este último comentario.
“Y debo decir que esta es mi primera experiencia como fotógrafo fuera del Reino Unido y para una revista propiamente dicha”, continuó. “Le envié a tu editor mi trabajo hace varios años. Luego, en junio pasado, decidí que quería cambiar el frío y el aburrimiento del norte, para viajar a otros lugares, ver el mundo, por lo menos el sur de Europa, romper con la misma rutina de siempre”.
Básicamente, lo que estaba diciendo era que la fotografía era su hobby. Ingrid sintió preocupación al pensar que el viaje resultaría ser un desastre.
“Me estaba aburriendo. Aparte de mis travesías de verano con mi cámara, mi vida era totalmente predecible. Mi novia, la misma cena de cada noche, los viajes en metro donde todo el mundo está atrapado en su mundo tan pequeño y controlado, incluyéndome a mí. Pero después estuve en Francia y acabo de regresar de Córcega, mi lugar favorito”. Roger levantó la vista como mirando al cielo. “Y ahora estoy aquí”.
Aquí estaba ahora sin problemas, pensó Ingrid.
“Y no te preocupes”, agregó. “Haré un buen trabajo de fotografía. Ya verás. Y nos lo pasaremos bien”.
Roger parecía confundido con el silencio de Ingrid. “¿Y tú? ¿Hace cuánto trabajas para la revista del vino?”
Este tío no entiende cuando debe frenar. Se tomó un momento antes de responder. “Seis años”.
“Un poco más que mis años como fotógrafo”.
Ingrid sintió vergüenza ajena al escuchar semejante comparación.
“Tu editor me dijo que hablas español y que has vivido en España hace unos años”, dijo Roger, incorregible.
¿Así sería todo el viaje? se preguntó Ingrid. ¿Una pregunta tras otra sin parar? ¿Cómo podría explicarle que, por razones personales, España era el último lugar en el que deseaba estar?
“Debe ser increíble estar de vuelta. Yo he querido conocer España desde hace mucho tiempo”.
Ingrid se imaginó a sí misma en su antigua casa, repleta de cajas, unos días antes de mudarse con su familia a Alemania.
“¿Hace mucho tiempo que no has venido o vuelves con frecuencia?”
“Veinte años”, respondió con un gran esfuerzo.
“Veinte.