Guerra de nervios. Mónica Gallego

Guerra de nervios - Mónica Gallego


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el sufrimiento no solo del paciente sino también de la persona que está a su lado, sobre todo en todos aquellos que se hunden al no saber llevar esta enfermedad, pisoteados durante años por la sociedad.

      ¿Queréis, junto a ellos dos, echar un cable de conciencia y humanidad? Leed detenidamente este libro. Deteneos en cada frase, en cada palabra escrita, testimonio real de unas personas cuyo nombre y apellido han sido alterados por confidencialidad. Si con ello se consigue que la epilepsia sea conocida, concienciando a la sociedad… me sentiré orgullosa. Leed hasta el final. No os saltéis nada y, como os digo, tened un pañuelo cerca porque lloraréis. Os lo prometo.

      Capítulo 1

      La primavera estaba a punto de decir adiós un año más. Apenas siete y catorce días restaban para que el verano diera la bienvenida a una Navidad y a una nueva entrada de año que, según los periodistas de las cadenas locales LU 93 TV o Canal 6, aseguraban serían de los más calurosos de la última década. Flores silvestres cubrían los campos y montes de alrededor, con distintos colores, del malva al amarillo pasando por rojos y marrones que hacían a Verónica soñar. Flores que aún no había logrado aprender a identificar por mucho que su amiga Maurine, botánica por vocación, le hubiese regalado su cuaderno de dibujo que con tanto amor pintó a la edad de ocho años en la escuela de pintura de la ciudad, donde una imagen de cada flor con su nombre escrito en la parte inferior dejaba ver la belleza de la tierra desde los ojos de una artista de la calidad de su amiga. Ese que había guardado oculto en el armario de su habitación los últimos cinco años, bajo la ropa que nunca vestía, evitando que su hermano José, doce años menor que ella, lo cogiera pensando que podía hacer garabatos en hojas en blanco que aún al final del cuaderno quedaban vacías esperando que un dibujo las cubriera de una suma belleza que solo ella sabía plasmar, lo mismo que ocurría con cada lienzo en blanco que a sus manos llegaba, convirtiéndose en un paisaje que invitaba a uno a soñar. José no era un gran pintor como lo era ella. Maurine jamás reconocía en público, aunque estuviera rodeada de sus mejores amigas, que podía haber sido artista de haber continuado con su vocación en lugar de estudiar la carrera de periodismo, tal y como su padre ansió desde que la tuvo por primera vez en su regazo, obligándola a la mayoría de edad a cursar tal licenciatura si quería seguir durmiendo bajo el mismo techo que, desde bebé la había resguardado, tanto del calor del verano como del frío cortante del invierno. Siempre que alguien le sacaba el tema, acerca de su afición por las plantas y la naturaleza, de la belleza que ella captaba y plasmaba en cada lienzo, su respuesta no era otra que qué equivocados estaban o que deberían ir a graduarse la vista porque sus cuadros no valían nada. Según palabras textuales suyas, se le daba mejor escribir artículos de opinión en la gaceta del periódico en el que trabajaba que pintar paisajes que los ciudadanos verían a diario en todas aquellas galerías en las que sus obras fueran expuestas. Finalizaba la conversación con una pregunta que dejaba en el aire y de la cual no quería escuchar respuesta alguna: ¿Para qué servía plasmar la belleza del lugar en un lienzo cuando los propios ojos podían verlo? Ella prefería escribir acerca de las plantas que llevaba a estudio en cada una de sus salidas a los montes de San Carlos de Bariloche para que así la ciudadanía fuera un poco más culta en cuanto a la morfología, relación con otros seres vivos del lugar o respecto a los efectos que el turismo estaba provocando sobre el medio ambiente que les rodeaba, tema este último controvertido, que le había llevado en los últimos años a realizar reuniones en el ayuntamiento, casi mensualmente, en aras a evitar que Maurine consiguiera el propósito oculto que perseguía con tanto empeño, que no era otro que el de captar personas con sus mismos ideales para lograr que el turismo fuera controlado en las fronteras, impidiendo la entrada al país en masa como en las últimas décadas estaba sucediendo. Algo sumamente complicado, a la par que descabellado. ¿Cómo iba un país de la riqueza de Argentina a impedir que este fuera visitado por millones de turistas al año que ansían conocer Iguazú o caminar sobre el glaciar del Perito Moreno? A Verónica no le entraba en la cabeza que su amiga no entendiera que el turismo era beneficioso para la zona y, sobre todo, para el país. Eso le había llevado a entablar más de una discusión con Maurine e incluso a estar sin hablarse semanas enteras, por la cabezonería de su amiga, que no toleraba no tener siempre la razón, aun cuando sus ideales políticos fueran distintos a los de la gente que la rodeaba.

      Esa mañana soleada de sábado la hizo sentarse en el porche de casa, en la mecedora de madera que tanto gustaba a su marido Rubén, a contemplar los pájaros volar, planeando como cada día con sus alas extendidas, dejándose llevar por el suave viento que en ese instante soplaba en la zona, apenas perceptible al tacto, al mismo tiempo que avistaba los rayos de sol que se dejaban vislumbrar, como finos hilos de oro a través del blanquecino reflejo que ellos mismos provocan sobre los campos de trigo del vecino señor Domingo, cerrando los ojos unos segundos, respirando la tranquilidad que emanaban las montañas y el lugar, sintiéndose de nuevo agradecida por esa paz buscada y conseguida a miles de kilómetros de su tierra natal. Hacía algo más de un año que no pisaba tierras vascas. El único contacto con la familia y amigos eran las cartas escritas, enviadas o recibidas, así como las videoconferencias a través de Skype en las que siempre las lágrimas hacían acto de presencia recordando lo dura que fue su vida, aun sin merecerlo, deseando ahorrar pronto dinero suficiente para que su familia fuera a visitarla, a saber realmente que bien estaba, a kilómetros y kilómetros de distancia, a la par que conocer la belleza del lugar que la rodeaba. A lo lejos, el ruido característico de la furgoneta de reparto del correo postal la hizo sobresaltarse. La llevó a fruncir el entrecejo preguntándose qué hacía el señor cartero entrando en su finca una mañana de sábado. Nunca antes, en el tiempo que llevaba viviendo en San Carlos, tal día les había visitado. ¿Algo malo había acontecido? Tenía que ser eso. No había otra razón que explicara su presencia. Su corazón se aceleró. ¿Le había ocurrido algo malo a su familia o a alguno de sus amigos más queridos? Pero, pensándolo bien, esa tampoco podía ser la razón que llevara al cartero a visitarla. Hacía tres días que había hablado con su madre por Skype. Con un saludo de buenos días, de inmediato leyó el remitente; Natalia Azcona, su amiga de universidad, le enviaba una carta urgente. Esa con la que no había mantenido contacto en los últimos años le escribía a Argentina. ¿Quién le había facilitado su dirección postal? Pocas eran las personas que sabían qué había sido de su vida y que conocían su ubicación exacta. ¿Qué razón o motivo la había llevado a enviarle una carta con el sello rojo de «urgente» estampado en el sobre? No llegó al porche a sentarse. Lo poco que leyó la hizo detenerse de inmediato, como si las palabras la hubieran conjurado provocando un hechizo maligno que la llevara a convertirse en estatua de piedra petrificada.

      Mi querida Verónica, seguro que te preguntas cómo y porqué te escribo después de tantos años sin saber la una de la otra. Fui tonta al creer lo que Cristina dijo que tú habías dicho de mí, aun viendo lo bien que te comportabas conmigo. No supe estar a tu lado cuando tú me necesitaste. Te di la espalda pensando que eso no iba conmigo. No quería problemas y menos de ese tipo. Te vi sufrir, tú confiaste en mí, te dejé de lado; otra persona hubiera hablado de mí horrores, pero tú, en cambio, fuiste noble. Nada malo dijiste de los que, como yo, te dejamos de hablar por… miedo, vergüenza, por no tener problemas. Quizás el karma ha querido que yo ahora pague ese error de juventud. Quizás haya querido que enmiende, de alguna forma, el daño causado. Hace unas semanas me encontré, de casualidad, con Mónica. Le pregunté qué sabía de ti. Me alegré mucho al saber que por fin eres feliz, aunque sea en la otra parte del mundo. Ojalá alguna vez te vea y pueda pedirte perdón, a la par que darte un fuerte abrazo. Te lo mereces. Fue Mónica la que notó que no estaba bien. Mi mirada. Mi sonrisa obligada. No voy a mentirte. Es cierto, no estoy bien. Llevo muchos meses llorando. No veo una solución a algo que se me escapa. Cada día que pasa es peor, tanto que llego a pensar en lo cobarde que soy porque no puedo suicidarme. Sí, has leído bien. Suicidarme. Voy a la cocina, saco la caja de cuchillos que tengo guardada en el tercer cajón y pienso «córtate las venas, acaba con este sufrimiento». Con el pulgar recorro el cuchillo más largo comprobando así lo afilado que está, aun cuando sé que lo está porque filetea la carne como ningún otro. Lloro, no dejo de llorar, de hacerme un ovillo en el suelo de la cocina. Por mi mente pasan imágenes de gente que me ha dado, y me sigue dando, su amor, de mis animales a los que quiero con ternura. Pero ¿eso es suficiente? El sufrimiento viene de mi pareja. Llevo años sufriendo. Es un secreto que nadie


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