Guerra de nervios. Mónica Gallego

Guerra de nervios - Mónica Gallego


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mal de la cabeza cuando necesitó la ayuda de una psicóloga. Prejuicios de la sociedad que erran y fastidian la vida de los que les rodean. No le importó ni lo más mínimo lo que dijeran, mucho menos lo que pensarán, de ella; no se le caían los anillos por pedir ayuda ante una situación de violencia doméstica como la suya. Necesitaba aprender a vivir con ese problema. Precisaba que le encajaran las piezas del puzle, palabras textuales suyas, para seguir viviendo sin odio ni rencor la vida que el destino creara para ella. En Argentina, nada más y nada menos, rodeada de un paisaje del que no se encuentran palabras que definan lo majestuoso que es este país, rodeada de personas maravillosas, echando de menos a familia y amigos que dejó atrás pero que confiaba que con el tiempo irían a visitarla a su casa. Y, por supuesto, ¡mal de la cabeza no estaba! Le rulaba muy bien; le daba pena que la gente que critica sin saber no fuera puesta en una situación similar de la que únicamente pudieran salir de ella pidiendo un perdón de corazón que seguro que no conocerían, quedándose anclados en ese punto de angustia y miedo que no se le recomienda ni al peor de los enemigos, asesinos, violadores, etcétera, existentes en la faz de la Tierra.

      Hablamos por SKYPE cuando esté sola, más o menos calculo que será dentro de una hora. Hoy juega el Athletic contra el Barça, todo un partidazo y un ambientazo en las calles, qué te voy a contar a ti que no sepas.

      Capítulo 2

      Mi nombre es Jorge Azkano. En la actualidad tengo treinta y nueve años y estoy jubilado. Sí, has leído bien. Soy pensionista, a pesar de que mi piel refleja juventud. No llevo un bastón. No estoy aquejado de los huesos por el desgaste del paso de los años, ni de alta tensión, diabetes o colesterol. Lo que me pasa a mí tiene un nombre que no me gusta pronunciar: EPILEPSIA. La padezco desde los nueve meses de edad, si bien no recuerdo el comienzo de esta dolencia, solo lo que me han contado. Era un bebé por aquel entonces en que tuve que estarme semanas ingresado en la UCI, viendo a desconocidas, que no eran mi madre, cambiarme el pañal, y susurrarme cosas bonitas al oído y darme alguna que otra caricia. Supongo, quiero pensar ahora a la edad adulta, que muchas de las enfermeras y auxiliares que se ocuparon de mí tuvieron que decirse a ellas mismas «pobre criatura» o quizás palabras tales como «qué injusta es la vida». Ciertamente, la vida a veces azota con fuerza y hace que una única palabra se convierta en una lucha diaria. Como un golpe de mar, la vida cambia de repente. Nunca en mi vida le he preguntado a mi hermano mayor lo que supuso mi enfermedad, ni tampoco a mis padres, quienes nunca han querido hablar del tema conmigo. Quizás de haberlo hecho, de haber normalizado mi situación, a lo mejor, en parte, lo hubiese llevado mejor. Pero ellos fueron los primeros en tachar la epilepsia de «silenciosa», de «miedo al qué dirán», cuando yo no tuve culpa alguna. Es una losa grande que quitaría sin dudarlo si pudiera dar todo lo que tengo en la vida para así sentirme una persona «normal», por mucho que mi mujer diga que soy y sigo siendo yo, Jorge. Unas fiebres y un exceso de confianza de mi madre hicieron que, de padecer treinta y ocho de temperatura a las diez de la noche esta ascendiera por encima de los cuarenta a primera hora de la mañana. Se fue a la cama. Mientras yo convulsionaba en la cuna, en lugar de quedarse a mi lado vigilándome, se fue a dormir a pierna suelta.

      Puede sorprender leerlo. La cara de Jorge cambia cuando me narra la razón de su enfermedad y cuando me explica que fue hace unos cinco años cuando supo la verdadera causa del mal que le aplasta más y más cada día que pasa. Tras sufrir un estatus convulsivo, en una de las revisiones médicas en la habitación de la segunda planta del Hospital en la que estaba ingresado, el neurólogo preguntó a la madre la razón por la que podía haberse derivado la enfermedad, explicando con detalles, tranquila, sin conciencia alguna, las fiebres altas del mediano de sus tres hijos. Quizás la epilepsia hubiese acontecido igualmente, esas son las palabras que le digo a Jorge para intentar calmarle, si bien no duda en contestarme que a lo mejor hubiese sido un muchacho sano de haber actuado su madre de otra manera bien distinta, no aquejado de esta enfermedad que llevaba en épocas pasadas a ser quemados en la hoguera por creerse poseídos por el diablo. Nunca se llegará a saber la verdad de lo que hubiera sucedido de haber ingresado en urgencias con treinta y ocho de temperatura en lugar de con más de cuarenta como sucedió aquel 28 de diciembre de 1978. Este episodio será retomado nuevamente más adelante. Que sea Jorge el que continúe narrando su historia y no yo, porque el corazón se me encoge al escucharle y ver sus lágrimas caer por sus mejillas sin tener palabras que expliquen lo que ahora mismo siento.

      De mi época infantil pocos son los recuerdos que vienen a la memoria. Tenía casi prohibido moverme por casa. Recuerdo a mis hermanos corretear, jugar ellos dos juntos mientras a mí apenas me hacían caso alguno. Era como un apestado, como un marginado al que nadie prestaba atención alguna. Es más, puedo decir que mis padres no me ayudaron en el momento de la escolarización. Todo lo contrario. La epilepsia, o más bien la medicación, me hacía ir un poco más lento que el resto de mis compañeros y, cuando no, me producía irritación y pérdida de atención. El consejo que mis progenitores dieron a los profesores fue que me dejaran apartado, que me dejaran hacer lo que me diera la gana. La misma actitud que ellos tuvieron conmigo. Cuenta mi madre que ya era muy movido siendo un niño. Aún hoy me pregunto cómo puede creerse la siguiente mentira: que siendo un bebé me escapara de la cuna y me metiera en la bañera a dormir. ¿Un nene de menos de un año? No lo veo factible. Más bien… imposible. Nunca se lo he discutido porque mi padre no dejaba de decirme que soy un cabezón y que conmigo no se podía hablar, así que, día tras día, según fui creciendo, decidí aislarme más y más. Guardarme en mi interior todo aquello que sentía o que me atormentaba. Escondía la fruta debajo de la mesa de la cocina, la odiaba; los vegetales nunca me han gustado; y observaba a mi madre pasar de todo, dejarme, en definitiva, abandonado. Mis hermanos eran dos chicos normales que disfrutaban de todo aquello que se les antojaba: que si campamentos, que si actividades extraescolares, que si piano, porque el niño quiere aprender a tocarlo. Y yo, el bicho raro. Nada de lo que pedía me era concedido. Solo tengo recuerdos buenos de los días que pasábamos en Burgos en casa de mis tíos, junto a mis primos, correteando por el campo y escuchando las confidencias de mi primo Alberto cada noche antes de ir a dormir. Con él compartía habitación. Pocos son los recuerdos de mi niñez; una pena. Si echo la vista atrás, pocas cosas podré contar a mis hijos o hijas, si es que tengo alguno en el futuro cercano que se avecina, porque todo se me pone cuesta arriba. Poco a poco descubriréis qué es lo que me ocurre, todo derivado de esta enfermedad y de la sociedad que me rodea, gente sin corazón, sin escrúpulos a insultar y criticar aun cuando no saben de lo que hablan.

      Atrás dejé el parvulario para comenzar una etapa que duraría ocho años. La temida EGB, así se llamaba entonces, educación general básica. Con seis años entré en aquella aula llena de compañeros nuevos y también conocidos, esos que, como yo, habían cursado el parvulario en el colegio Aurrentzi al que mis padres decidieron apuntarme sin comprender el porqué. Como mi padre nos hablaba en el idioma de la tierra, ese que aprendió de mi abuelo, el cual se negaba a hablar español por mucho que Franco se lo ordenara, cursé mis estudios en euskera, lengua del País Vasco. Una profesora, a la que no debía caerle muy bien, decidió que los estudios me irían mejor en castellano si no querían ver mi futuro echado por la borda. Insistió e insistió en que era lo adecuado, para que ambos progenitores pudieran ayudarme en las tareas escolares, dado que mi madre poco euskera sabía. Por este motivo recurría a mi padre ante cualquier problema con los deberes, cada noche al llegar del trabajo. Hasta que, como bien habréis supuesto, dejé de hacerlo porque solo recibía malas caras y desprestigios, haciéndome creer que era más tonto de lo que realmente era. Comencé mi andadura en castellano con compañeros y compañeras nuevas que me miraban como un bicho raro cada vez que me daba una crisis de epilepsia delante de ellos. Me tiraba algo más de un mes sin ir a clase, debido a los largos periodos que estaba hospitalizado. Perdía muchas clases, muchas explicaciones de profesores que no se dignaban en explicarme las dudas que tenía al respecto sobre la materia no dada. No tenían tiempo que dedicarme. La epilepsia era mi problema y a ellos no les salpicaba. Su trabajo era el que era: leer el libro, poner deberes, corregirlos y, en época de exámenes, pasar al tutor la nota conseguida por cada alumno, deseando todos ellos que llegara la época veraniega para ostentar tres meses a la bartola, como suele decirse, sin dar un palo al agua. Fue en segundo de EGB cuando me di cuenta de lo bien que viven los profesores. Solamente tuve dos profesoras que hoy en día mi corazón las tiene una gran estima, Edurne y Nieves. Me trataban


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