Guerra de nervios. Mónica Gallego
y marchar de la orilla en la que yo estaba sentada. Era una forma de bajar mi nivel de ansiedad; de evadirme de alguna manera de la vida real que estaba viviendo. Y me resultaba muy duro volver a ella; no creas que era sencillo.
—Mi día a día está siendo muy duro Verónica —los ojos de Natalia comenzaban a humedecerse y las lágrimas a descender por sus mejillas—. Me levanto diciéndome a mí misma… «otro día más». Con ganas de luchar por mi matrimonio. Por una unión que dejó de serlo hace ya mucho tiempo. No llego a él. No sé lo que le pasa. Todo son malas contestaciones. Todo son monosílabos o falta de respuesta alguna. Es como si pasara de todo, como si le resbalase todo lo que le digo —Verónica no podía llegar a entender cómo un marido podía no darse cuenta del sufrimiento de su mujer pero desconocía lo que la enfermedad de la epilepsia suponía—. El afecto se ha quedado atrás. Ya no recibo ni un abrazo. Ni un beso. Ni una caricia. Ni una palabra bonita. Solo malas contestaciones. Me hace sentir culpable de todo. Si le digo que nos estamos distanciando, que al final me va a perder, su respuesta no es otra que «qué bonito, así luchas tú por el matrimonio». ¿Luchar? ¿Cómo me puede decir eso? Si lucho cada día. Me levanto y le pongo buena cara. Le hablo con amabilidad y dulzura. Intento no enfadarme cuando me contesta de malas formas o me empuja o me manda callar porque insisto en preguntarle qué le ocurre, en qué le puedo ayudar, o le doy consejos para que esto no se vaya al traste.
—Natalia… —el corazón de Verónica comenzaba a sentir el sufrimiento. Podía darse cuenta del dolor tan profundo que estaba padeciendo su amiga. De los miedos que pronto su cuerpo albergaría. De las múltiples preguntas y buenas acciones que estarían bombardeando su cabeza. En su vida algunas de ellas habían quedado sin responder asumiendo que nunca las obtendría— Vas a caer enferma, mi amor —Ya lo estaba. Hacía unos días que le habían diagnosticado fibromialgia y fatiga crónica, a la par que la ansiedad y depresión que su cuerpo albergaba—. Uno lucha y lucha y vuelve a luchar por conseguir lo que uno quiere; esa vida perfecta con la que todos soñamos. Luchamos por conservar una amistad cuando en verdad la otra parte quiere alejarse de nosotros y, cuando lo hace, sufrimos. Conservamos en nuestro interior una herida que permanece ahí, año tras año. Si hacemos eso por amigos, ¿qué no hacemos por un marido? Por ese que hemos prometido ante Dios y ante los invitados «en lo bueno y en lo malo». Te entiendo, Natalia; te entiendo. Comprendo tu lucha, que busques una solución al problema pero, te diré, que a veces no existe. Que las personas son así. Que no se dejan ayudar. Que quieren, de alguna manera, ser como son o permanecer inmersos allá donde estén. Yo podía haberme convertido en una persona totalmente distinta. Haber abandonado mis estudios. Haberme suicidado. Haberme convertido en una «maltratadora». ¿Por qué no? Mi padre me había maltratado, ¿por qué yo no hacerlo? Vi que no estaba bien. Lo que yo no quería para mí no quería para los demás; así que busqué ayuda a esa depresión y ansiedad. A esos miedos que me albergaban. A ese anclaje de mi vida. Y alabo que tú también lo estés haciendo. ¿Qué me dices de él? ¿Ha pedido ayuda psiquiátrica o psicológica? ¿Estáis en contacto con alguna asociación experta en esa enfermedad?
—Después de muchos años instándole a que acudiera a tratamiento (porque, sinceramente, esto no es nuevo; sé que su enfermedad le está hundiendo), por fin me hizo caso y pidió al médico de cabecera el volante para el especialista. Ahora bien, no te puedo decir qué cuenta. Ojalá lo supiera. Lo único que sé es que de cada sesión sale como crecido. Entra por la puerta de casa con una prepotencia y una chulería que no entiendo. He de ir con él a la siguiente sesión, si bien desconozco el porqué de ello. Llevo muchos meses instándole al neurólogo que por favor le mire bien qué le sucede. Si es todo producto de su enfermedad, si está aquejado de otra, si está intoxicado ante tanto cambio de medicación o, simplemente, después de diez años de matrimonio, ha aflorado la persona que es y que yo no conocía. Es cierto que siempre ha sido cerrado pero nunca hasta el punto que es ahora. ¿Cómo sobrevivir a un matrimonio sin amor? ¿Cómo subsistir en un matrimonio en el que una se siente «chacha» y nada más? No es esto lo que yo quiero. Me gustaría tener familia. Tener un marido con el que conversar. Con el que dialogar. Con el que planear un futuro. Pero es más que imposible. No llego a él. Todo le enfada. Mi vida se ha parado hasta tal punto que vivo el día a día sin nada en mi haber. Y conociéndome, como creo que me conoces, yo no soy así.
—Lo sé, eres luchadora, como yo, y apasionada del conocimiento. Te gusta aprender cosas nuevas. Intentar aquello que nunca has hecho…
—El «no» ya lo tengo, Verónica —Esta no pudo sino asentir ante tales palabras, acertadas, de su amiga—. Si me pongo a repasar inglés, porque de no usarlo el vocabulario se me va olvidando, eso provoca una discusión. Si quiero relacionarme con gente (lo necesito; no hablo con nadie), otra bronca argumentando que me involucro en muchas cosas. Intento estar ocupada. No me veo bien. Me miro al espejo y hay días que no me gusto. Me cuesta incluso levantarme de la cama, si bien lo hago, por aprovechar el tiempo en algo productivo intentando que la vida me sonría porque aún no me ha sonreído. Debí de ser muy cabrona en otra vida y ahora lo estoy pagando en esta —esa frase a Verónica le resultaba familiar. Ella misma se la dijo en más de una ocasión al no poder entender la dureza de la vida que le estaba tocando vivir—. Si le pido que me ayude a hacer alguna cosa, o bien la hace mal o me grita: «orden y mando, orden y mando». Me gustan las cosas bien hechas; no soy una maniática de la limpieza pero sí que me gusta que si barres lo hagas bien y no solo limpies la cara. No quiero vivir rodeada de mierda. El baño si no lo limpio yo sería un cúmulo de bacterias. Si no hago la comida, bronca, malas caras, en definitiva, no se come si no cocino. Y yo no tengo tiempo; me faltan horas. Seguro que te estás preguntando qué es de su vida. No hace nada. Desde que le jubilaron su existencia es estar con el móvil, sentado en la cama o en el sofá. Todo lo llevo yo.
—¿No le mandas hacer cosas? Creo que podría hacer mucho y no estar sin hacer nada día sí y día también.
—No sé cómo acertar porque no quiero malas contestaciones. Él sabe que hay que hacer de comer. Sabe que hay que preocuparse del dinero, de los pagos, que hay que lavar la ropa o recogerla porque ya está seca, que hay que planchar, limpiar la casa, ir a hacer recados. Lo que sea que implica una familia. No hace nada y ya me estoy cansando. No solo por la falta de ayuda, de pasotismo total, sino también porque no hay conversación alguna entre nosotros.
—¿Y qué te dice al respecto? ¿Te has sentado a hablar con él?
—Lo habitual es que no conteste. Que se tape los oídos. Que le dé una rabieta. Que me grite que me calle. Cuando dice algo productivo es, simplemente, «no lo sé». ¡No me jodas! ¡Enfréntate a la vida, cojones! Yo también estoy enferma. Y por tanta lucha, me estoy matando yo misma. Mi estómago lleva semanas que no tolera la comida. Me dan arcadas y a veces vomito lo ingerido. Hay días que mal como porque el ánimo está por los pies. Intento ir al gimnasio para adelgazar y verme así más guapa, si bien reconozco que se me hace cuesta arriba. No tengo apoyo alguno. Me gustaría una palabra bonita de aliento. Muchas son las veces que me pregunto qué estoy haciendo mal…
—¡No jodas! No te preguntes eso. Yo también me hacía la misma pregunta, por qué mi padre me pegaba. Por qué no tenía una figura paterna a mi lado; todo lo que ello conlleva. Me martirizaba a mí misma. El peor enemigo que puedes tener eres tú misma. Eres tú quien más daño te puedes hacer si no eres fuerte y permites que los demás te lastimen. Primero debes quererte tú. Si no te amas nadie te querrá. El mejor amigo tuyo eres tú misma. Ni yo, ni tu marido, ni tu familia, ni tu mejor amiga. Tienes que aprender a ir con la cabeza bien alta. Tienes que mirarte en el espejo y sonreír. Tienes que decirte a ti misma que vales mucho porque si no te hundirán y dejarás de ser Natalia.
—Ya hace mucho que dejé de ser yo. Dejé de bromear, con lo que me encanta a mí bromear. Hace mucho que dejé de sonreír, de divertirme en una reunión de amigos. Sonrío falsamente. La cabeza me duele, en especial entre los ojos. Los párpados me pesan. Me desvelo por la noche. El estrés que siento me produce padecer cistitis e incluso candidiasis. Es horrible. Deseo dejar de sentirme como me siento. Deseo ser amada, deseo que me quieran de verdad. Que el «te quiero» que escuchen mis oídos sea auténtico. Deseo que me hagan el amor (algo que llevo tiempo sin sentir), disfrutar con mi pareja (mejor me abstengo de decirte cuántos meses han pasado desde