Guerra de nervios. Mónica Gallego

Guerra de nervios - Mónica Gallego


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ellos, por sí solos, de no haber nacido él, la hubieran visto. Junto a su fuerza, junto a su sonrisa diaria, siguieron viviendo como si una enfermedad no se hubiera instalado en el cuerpo de su segundo hijo, algo que no hubieran conseguido de no haber sido Jon como fue. Luchador y optimista, a pesar de la dureza de su enfermedad, una de las muchas que hoy en día son conocidas como «enfermedades raras».

      Una mañana, en el descanso de veinte minutos, le propuso buzonear propaganda. Jorge nunca antes había trabajado en nada pero la idea de ganar una peseta y media por folleto repartido le resultaba más que apetecible. Comenzaron la aventura repartiéndolos todas las tardes en que no tenían deberes de la Escuela Técnica, montados en la furgoneta de empresa de su padre. Uno a uno, con paciencia, ambos muchachos iban insertando folletos de “Muebles Noches” en los buzones de cada uno de los portales. Varios meses de buzoneo le sirvieron a Jorge para sentirse un pelín más útil. Pudo ver y darse cuenta de que la epilepsia no le impedía hacer cosas. Comenzaba a preguntarse si lo que su cabeza pensaba y el dolor que su corazón sentía no se debía más bien a lo que sucedía a su alrededor, a ese vacío, a la par del daño físico y verbal recibido durante años. Estuvo meses junto a Jon buzoneando, a pesar de la negativa de sus padres a que lo hiciera. Querían tenerle preso en su habitación, con la puerta cerrada, oculto a la sociedad.

      Nos detenemos unos segundos. Doy un sorbo al vaso de agua; mi cabeza no deja de hablarme. ¿Cómo puede permitirse a una mujer ser madre si luego se avergüenza de su sangre? ¿Cómo puede ser que otras mujeres que desean serlo, buenas y cariñosas, sean castigadas con esterilidad, no pudiendo cumplir un deseo que nació en ellas desde el primer día en que en sus brazos tuvieron a ese muñeco bebé que tanto adoraban y que seguro conservan en una caja en el desván de sus casas? La vida es injusta, muy injusta. Muy dolorosa si uno observa la realidad del mundo que nos rodea.

      La vida de Jorge pega un cambio radical cuando termina la Escuela Técnica. Con el graduado escolar en su mano, orgulloso de haberlo conseguido a pesar de la falta de apoyo total de su familia, es en el año 2000 cuando firma su primer contrato de trabajo. Es así como comienza su carrera en la hostelería, un trabajo esclavo, mal pagado desde mi punto de vista, donde cuarenta horas semanales se convierten en sesenta o más en la mayoría de los casos; donde muchos empresarios no abonan esas horas extras sino que «abusan» del trabajador bajo la amenaza de «si no te gusta, ahí tienes la puerta», más si cabe en los tiempos que corren hoy en día, con la crisis que nos rodea, que obliga a los jóvenes a emigrar ante la imposibilidad laboral existente en nuestro país. Tiempos en los que los altos niveles de paro llevan a muchos empresarios a un abuso incontrolado, donde las personas aceptan condiciones laborales infrahumanas por no haber unas leyes que protejan al trabajador, que le hagan sentirse al menos «valorado». Quizás algún lector se sienta identificado… La inocencia de Jorge, su corazón bondadoso, su forma de ser transparente le llevaba a decir la verdad de la enfermedad que padecía, sin darse cuenta de la cara que sus compañeros, o incluso su jefe, ponían al escuchar «tengo epilepsia». Muchas veces la sociedad se guía por lo que ve en televisión: un epiléptico que echa espuma por la boca, que agita manos y piernas. Sin llegar a informarse de lo que realmente es y de los diferentes síntomas y ramas que existen. Como cabía de esperar, Jorge era despedido casi al día siguiente de empezar, como si de un leproso se tratara. En cuanto decía la verdad, más que nada para ser honesto y así sentirse arropado en caso de que una crisis le aconteciera, la reacción de cada uno de ellos fue siempre la misma, apartarse a su paso, no mantener conversación alguna con él, e incluso ir contando mentiras al jefe, tales como que hacía mal su trabajo, que no valía para el puesto de camarero, o mentiras mayores como haber contestado indebidamente a unos clientes. Todas ellas infundadas, que el jefe propietario del local no verificaba porque, seguramente (no lo voy a afirmar), él también deseaba quitarse a Jorge de encima. Es cierto que algunas medicaciones antiepilépticas obligan al enfermo a ir algo más despacio de lo que se considera movimiento normal de una persona no consumidora de tal fármaco pero, desde mi punto de vista, esa no es razón para un despido, a todas luces, improcedente. Quizás en su empresa tenga a un trabajador que, digamos, no padece enfermedad alguna, pero que es más antipático que lo que Jorge era con los clientes que entraban en el bar, o peor aún, que tenga la mano larga y robe dinero de la recaudación diaria, o que, incluso, beba alcohol durante su jornada laboral. La epilepsia es una palabra que la sociedad no quiere escuchar, con un alto grado de estigma social. Injusto a mi parecer. Muy injusto. Siento mi sangre hervir cuando escucho a Jorge contarme historietas que voy a omitir por respeto a su persona. Los leprosos eran apartados de la sociedad y los epilépticos quemados en la hoguera. Eso era el pasado, si bien, en la actualidad, poco ha cambiado la historia, teniendo en cuenta testimonios reales que he podido escuchar, no solo de este caso, sino de otras personas con las que también he hablado para poder escribir lo que hoy llega a tus manos. Jorge abre una carpeta de plástico negra que porta sin saber bien qué es lo que contiene. Me quedo mirándole. Sus ojos cristalinos están intentando que sus lágrimas no se dejen ver. Que no desciendan sus mejillas para evitar así que yo me dé cuenta. «Los chicos no lloran», me lo ha dejado más que claro. Yo no comparto su opinión. Todos lloramos. Eso no nos hace débiles. Todo lo contrario; nos hace más humanos y mejores personas en el mundo. Nos deja ver el dolor interior que llevamos dentro bien guardado e incluso la calidad del individuo que somos. Yo he llegado a llorar en muy diversas ocasiones: por la muerte de un familiar o la de un amigo allegado; por las injusticias que veo en el día a día. El sol sale y se pone todos los días; eso no implica que marque al cien por cien las vidas de las personas, sean las que sean. También he llorado por escuchar una historia tan desgarradora como la de Jorge, dejándome helada, llena de rabia e impotencia al no entender cómo el ser humano puede llegar a ser así, de esa calaña. Palabras que me llenan de fuerza para luchar por el propósito que persigo: cambiar la visión de esta enfermedad y ayudar a todos aquellos que, como él, sufren a diario. No es justo para ninguno de ellos, ni para los familiares que les tienden su apoyo. Su vida laboral me es mostrada con suma transparencia; percibo la dureza de su vida que marca y coincide con lo que me enseña a continuación. Sus entradas y salidas del hospital, ya fuera por sufrir crisis epilépticas o por estatus convulsivos. Su historial médico también me es mostrado, desde su primer ingreso, con solo nueve meses de edad, hasta el último acaecido hace ya unos años. Me quedo mirando toda la información que me muestra, le echo un vistazo rápido, como queriendo memorizar datos que me serán revelados. Pierdo la cuenta de cuántos estatus ha sufrido Jorge porque lo que siento en ese momento es dolor, como si pudiera percibir lo que está pensando y no quiere contarme. Una incertidumbre constante en el día a día. Segundo a segundo. Minuto a minuto. El no saber si una ausencia, ataque o estatus acontecerá dentro de cinco minutos o una hora después de, quizás habernos dicho adiós, o quién sabe, durante nuestra conversación. La dureza de no saber lo que será de él, de estar tranquilamente paseando por la calle y, de repente, despertar en la UCI del hospital más cercano, intubado, rodeado de cables, con máquinas que controlan los latidos de su corazón, a la par que su pulso. Con la pregunta constante de qué ha sucedido o de si alguna secuela en su cuerpo quedará después de que su vida se haya detenido en ese momento que no llega a vivir por no ser consciente de nada de lo que acontece a su alrededor. Me pongo en su piel; intento imaginarme con esa enfermedad. Siento lo dura que tiene que ser para todo aquel que la padece, más, si cabe, no teniendo apoyo social alguno. Sigo leyendo para intentar así concentrarme en su vida laboral, en los distintos periodos de tiempo cotizados en cada una de las empresas en las que ha trabajado. Unos más largos. Otros más cortos. La razón que explica el porqué de ello no es que se topara con jefes–empresarios que apoyaran la epilepsia. La verdad fue otra muy distinta. Calló, ocultó la verdad, evitando así el despido inmediato. Aguantando en el puesto de trabajo, angustiado, no me cabe duda alguna, el mayor tiempo posible, hasta una nueva crisis que le llevara a un cambio radical en materia laboral, comenzando el periplo de búsqueda de empleo desde cero. Me quedo sin palabras al saber que llegó a crear explicaciones absurdas en las posteriores entrevistas de trabajo que tuvo después de tener claro que era mejor para él mentir. Desde «me contrataron para unos meses», «me fui de la empresa voluntariamente», «no es que duren mucho los trabajadores», argumentos que les obliga la sociedad existente a utilizar a todos los afectados de epilepsia si quieren labrarse un porvenir, con más o menos trabas e ingresos hospitalarios en todos ellos.

      La entrevista finaliza al poco más


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