Guerra de nervios. Mónica Gallego
me sentía querido, y me ayudaban en todo aquello que me era dificultoso, ya fuera la materia que ellas impartían o en situaciones de auténtico vacío por parte de quienes eran mis compañeros. No es fácil para un niño de una edad comprendida entre seis y catorce años sufrir lo que hoy en día las televisiones califican de bullying. No es fácil para un niño entender por qué le insultan llamándole «bicho raro», «subnormal», «cortito», por el solo hecho de padecer una enfermedad que, en mi caso, afecta al sistema neurológico. Cuando, en realidad, bien medicado, soy un niño como cualquier otro al que no se le nota mi cruz (así la llamo yo), porque es una losa de piedra que año tras año, día tras día, me va aplastando más y más. Podía jugar al futbol, al baloncesto, al pilla pilla, al escondite, a multitud de juegos a los que se jugaba en la hora del recreo, sin necesidad de ser marginado y apartado a una esquina observando a todos ellos reírse de mí en mi cara, susurrando por lo bajito lo raro que era. Si hoy en día les tuviera enfrente no dudaría en decirles lo crueles que fueron conmigo. El poco corazón que tuvieron. El daño tan grande que me hicieron, hasta tal límite de hacer que ese niño que quizás pude ser quedara relegado a otra parte, convirtiéndome en quien soy ahora, un muchacho retraído que no habla para nada. Tuve que ponerme una coraza si no quería que nadie me lastimara. Tuve que aprender a divertirme solo, a ver a la sociedad como seres diferentes que no tenían nada que ver conmigo. Tan solo Edurne y Nieves se dieron cuenta de mi sufrimiento, cada día a la hora del recreo. Lo sumamente mal que lo pasaba. Cómo ponía excusas tontas para no salir al recreo Prefería quedarme en clase mirando a la pizarra esa media hora libre que estar en una esquina viendo a mis compañeros y compañeras reír, divertirse, o incluso caminar por el patio del colegio, dando vueltas y vueltas al redil sin parar, deseando escuchar la sirena pulsada por la secretaria del director indicando el fin del recreo y el regreso a las aulas.
Hacemos un descanso porque hasta a mí me está resultando difícil escucharle. Siento cómo toma aire, cómo le cuesta hablar y recordar aquella época que ningún niño o niña debería vivir. A mis recuerdos vienen gente mala de mi colegio, gamberros sin escrúpulos que hacían bromas nada graciosas a compañeros o compañeras, o aquellos que a sus espaldas criticaban por ser «diferentes», llamémoslo así, cuando en realidad nadie es distinto a nadie, sino que todos somos humanos, con unos u otros rasgos, con uno u otro color de piel, o con una u otra enfermedad. Recuerdo a mi compañero Paco, muchos le apodaron «Porki»; me detengo en la escritura porque hasta hoy no me había preguntado por qué comenzaron a llamarle así, si bien hubo varias ocasiones en que le dije «¿Por qué lo permites?». Ciertamente nunca he llegado a comprender por qué se reía en lugar de imponerse, ante unas bromas que no tenían ninguna gracia. Tenía que parar ese apodo que no le hacía ningún bien, dado que muchos eran los que a sus espaldas, a su paso por delante de ellos, pronunciaban el sonido que el cerdo hace en forma de habla. ¿Qué tenía esto de gracioso? Nada, esa es la respuesta correcta. Ahora bien, quizás algo de culpa pueda derivarse a los profesores cuando la mano, en aquella época, estaba muy suelta y podían lanzar a un alumno un borrador a la cara, mandar a alguien sentarse en una papelera y empujarle hacia el interior de esta o incluso pegar una bofetada o una colleja por el solo hecho de colgar de su casa un diploma en el que rezara «Diplomado en magisterio». Algunos conocen la historia siguiente que me hizo enseñar a todos que era mejor no meterse conmigo. Cursaba segundo de EGB cuando el profesor de inglés pasó a mi lado y me dio un capón en la cabeza porque, según él, estaba hablando, cuando realmente estaba atendiendo a sus explicaciones. Reconozco que era una buena alumna a la que le gustaba estudiar, que sacaba sobresalientes. Era más que ilógico que hubiese escuchado mi voz en mitad de su conversación sobre la materia a dar. Me hizo tanto daño que cogí mis cosas y me marché a casa, no sin antes decirle: «Tú no eres mi padre y no tienes derecho a pegarme». Como cabía esperar, llamó a mi madre (no penséis que fue para hablar de mi comportamiento, todo lo contrario, para disculparse). Minutos después supo que era mi compañera Ainara, y no yo, quien no atendía a la explicación del pretérito imperfecto. Había obrado incorrectamente; incluso en el caso de que hubiese sido yo la que hubiese estado cuchicheando no tenía ningún derecho a ponerme la mano encima. Mi madre, como matriarca, sabía muy bien cómo era. El coraje de su pequeña la hacía valerse por sí misma. Le dejó claro al profesor que no iba a permitir que a su hija le pegaran y que, si no se disculpaba, no volvería a ir a sus clases. Mi profesor de inglés acabó llorando al otro lado del hilo telefónico. Cosas del destino, así estaba marcado; al día siguiente la clase de inglés era a primera hora de la mañana. Mientras mis compañeros se iban sentando a su mesa yo me quedé en el quicio de la puerta esperando su llegada ¿Qué creéis que hizo al verme? Disculparse delante de ellos, pedirme perdón, agachando la mirada hacia el suelo. A pesar de ello yo no dudé en decirle a la cara que no se le ocurriera ponerme la mano encima. Tenía siete años en aquel entonces pero, cinco años después, en que volvió a ser designado mi profesor de inglés nuevamente, aún se acordaba de tal acontecimiento, siendo él quien me lo recordó. Me miraba y sonreía como preguntándome «¿Lo recuerdas?». Una época totalmente distinta a la de ahora en la que la educación se ha perdido. Muchos son los días en que observo a la juventud y me pregunto cómo es posible que la sociedad haya cambiado tanto. ¿Dónde han quedado los valores de respeto, cordialidad y educación? Hoy en día no me hubiera gustado ir al colegio porque creo que no hubiera soportado ver lo que los niños y niñas hacen a otros iguales que ellos, hasta el punto de suicidarse algunos o tener que cambiar de ciudad para dejar atrás una herida que nunca se les curará. A colación de esto último pregunto a Jorge sobre excursiones y actividades extraescolares. No tiene reparo en contestar, si bien me vuelve a dejar claro que no tiene mucho que contarme.
La única excursión que hizo con el colegio fue la visita al pueblo de Balmaseda para conocer uno de los más bonitos pueblos de las Encartaciones. Nunca más sus padres le permitieron apuntarse a otras que hubo durante todo el largo periodo de EGB, y no sabe el motivo de su negativa a participar en una de las actividades que más ansían los niños y mucho más a esas edades. Le apartaban, insiste una y otra vez en esa palabra; no le hacían caso, no se preocupaban ni una pizca de él. La enfermedad era un tabú, una lacra en su familia. Mejor ocuparse de los hijos «sanos» y, al «enfermo», apartarlo. En cuanto a las actividades extraescolares, no hizo ninguna. Tan solo gimnasia, una hora de deporte y una hora de piscina a la semana; las obligatorias. No se le permitía apuntarse a nada, ni siquiera en fin de curso ir de campamento, no fuera que le sucediera algo. «Y tú, ¿has hecho alguna?». No dudó en preguntarme. En ese instante reconozco que no supe qué contestar. Me considero sincera, así que no iba a mentir a una persona que me estaba abriendo su corazón en una vida que le estaba resultando sumamente dura. Por supuesto que hice actividades extraescolares. Mi colegio organizaba todos los años una diferente. Según el curso en el que estuviéramos sabíamos de antemano cuál nos tocaba. Nuestro recinto escolar no tenía piscina así que los dos primeros cursos de EGB disfrutamos de cursillos de natación. En tercero y cuarto conocimos a la bruja que habitaba una escuela colonia en Pedernales. Allí aprendí a hacer queso y cestas de mimbre, a la par que dar de comer a diferentes animales, gallinas, caballos y cerdos entre otros, a los que desmigábamos las acelgas como si de humanos se trataran hasta que el cuidador nos dijo que no era necesario hacerlo, que bastaba con dejárselas en el suelo, que ellas mismas las picoteaban, o bien les dábamos pienso compuesto en nuestras pequeñas manos sonriendo viéndoles comer a nuestro lado. En cambio, a vela no fui; no me llamaba la atención navegar por la ría de Bilbao. Dejé pasar un curso sin actividad extraescolar, sin importarme para nada después los comentarios que escuchaba acerca del frío que estaban pasando. Y llegó hípica; mi caballo se llamaba Castaño, con sus grandes ojos marrones y su pelo marrón brillante, que me miraba a los ojos como intentando descubrir si le tenía miedo alguno. La monitora nos dejó claro el primer día de cursillo que ni por asomo se nos ocurriera hacerlo porque si no él podría con nosotros. No hubo día que, a escondidas, no le llevara zanahorias o la piel de peras o manzanas. Aún le recuerdo, a pesar de haber pasado ya muchos pero que muchos años de aquello. El viaje de estudios puso fin a la EGB, algo a lo que Jorge tampoco fue. Me di cuenta de que se había perdido grandes cosas de la vida. Experiencias que todo niño o niña debe vivir. Con ellas uno se hace más independiente. Aprende a valerse por sí mismo. Entre otras cosas, a no estar tan enmadrado. Se las tiene que apañar solo, desde atarse los cordones de los zapatos a bañarse cada mañana antes de bajar a desayunar. Algo