Guerra de nervios. Mónica Gallego

Guerra de nervios - Mónica Gallego


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que no ha sonreído en la hora y media que llevo entrevistándole, únicamente, por decir algo, cuando menciona a las dos profesoras que de alguna forma le mostraron su apoyo. Deseaba verle sonreír, mostrar una sonrisa auténtica de felicidad plena. Ansiaba que me dijera, «la enfermedad no me aplasta» (verbo que ha estado usando continuamente), que solo le acompañaba. Cuando pienso que el periodo de EGB ha llegado a su fin, que no tiene nada más que aportarme, me interrumpe, me pide disculpas contándome lo siguiente.

      Recuerdo sexto de EGB. Fue una época dura porque tuve que repetir curso. Me vi nuevamente con compañeros nuevos. Otra vez el miedo se apoderaba de mí, más si cabe teniendo en cuenta que íbamos siendo adolescentes, con lo cual mucho más crueles. Solo dos continúan hoy en día siendo amigos míos, si bien no tengo mucho trato con ellos. Es una época que no quiero recordar; fue un periodo sumamente difícil para mí que prefiero olvidar. Séptimo de EGB se me hizo cuesta arriba pero con mi fuerza y constancia logré superar el curso, no así octavo en que de nuevo tuve que repetir, o eso pensaba yo, que podría hacerlo, porque el director del colegio no me lo permitió. La normativa imperaba aún por encima de mi enfermedad, de los largos periodos de hospitalización que a la fuerza me impedían ir al colegio y atender a las materias dadas. Ante tal acontecimiento, ¿qué crees que hicieron mis padres? En ese momento no dudé en contestar, «te apuntaron a un colegio nuevo», sin esperar para nada lo que escucharía a continuación. ¡Ni por asomo! No me escolarizaron. ¿Para qué hacerlo? Según palabras textuales de ellos, no iba a servir para nada. Con dieciséis años terminé mi andadura estudiantil, al menos eso es lo que ellos querían que hiciera, a edad más temprana que la que al final fue. Sin apoyo alguno, sin una palabra de aliento, con broncas continuas que eran puñaladas que provocaban heridas que no cicatrizaban. Mi enfermedad fue para ellos como un castigo; no entendían que no era culpa mía y que para mí era una dificultad y un problema que cambiaba totalmente mi vida. Muchas actividades, muchos empleos soñados, se quedarían ahí; no los podría ejercitar debido a mi enfermedad. ¿Por qué mi familia no me apoyaba? ¡Qué menos; cojones! Ante este sufrimiento solo puedo intentar hacerle entender que no podemos decidir en qué familia nacer. No podemos decir no al nacimiento o dar marcha atrás porque nuestra madre o padre no sea perfecto. A la familia no la elegimos; de alguna forma se nos impone. Tenemos que convivir con ella, con sus normas, con su amor o desamor hasta la edad adulta e incluso más allá. Cuántos hay que mandarían a la mierda a sus padres y hermanos, que desaparecerían dejando atrás esa vida de dolor y sufrimiento para intentar comenzar una nueva a kilómetros de distancia del lugar natal pero, sea por el motivo que sea, no tienen el valor o el coraje suficiente para decir adiós por el hecho de su conciencia. Del qué dirán. Del si está bien hacerlo. Cuando en realidad están hipotecando su vida, no siendo felices, poniendo buena cara a todo cuando, en verdad, ansían llorar, huir, luchar por eso que anhelan. La piedra de la familia no debe ir en la «mochila de la vida». El pasado se debe dejar atrás. Se debe vivir sin odio. Dejar vivir a quienes llevan nuestra sangre. No desearles ningún mal. Que sean felices y que permitan que nosotros lo seamos. Que hagamos con nuestra vida lo que queramos. Si erramos que sea porque nosotros hemos tomado ese camino y no porque ellos nos lo han marcado. Eso es realmente la vida. Jorge insiste en que no sabe de qué piedra le hablo, si bien yo sé, porque se le nota, que aún carga con ella en la mochila que lleva a sus espaldas.

      Capítulo 3

      Verónica no podía evitar recordar el sufrimiento de su vida anterior. Aunque las cicatrices habían sanado, nunca llegarían a cicatrizar al cien por cien. Los recuerdos siempre estaban y estarían ahí. Las imágenes estaban bien almacenadas en su memoria. Los sentimientos de la dureza de su vida no se podían dejar atrás y decir «hale, quedaos ahí y no volváis». Cada vez que observaba a un padre jugar con sus hijos se quedaba como hipnotizada viéndoles sonreír, darse amor de una forma tan sencilla como esa. Un momento de felicidad y alegría que padre e hijo siempre recordarían. Ella no albergaba ninguno pero, la verdad, era algo que no le importaba para nada. Había aprendido a vivir sin él, sin su figura. A sacarlo de su corazón sin desearle nada malo porque la maldad no le hubiera permitido seguir adelante y llegar a ser feliz como realmente era ahora. Estaba como en trance recordando momentos y sentimientos vividos cuando la pantalla de su ordenador comenzó a sonar con el ruido característico del programa Skype. Sabía quién era, aun sin mirar el nombre de la persona que en ella aparecía. Natalia.

      —¡Esa! ¿Qué tal estás? —la voz de Natalia sonaba al otro lado de la pantalla similar a la que ella usaba en los periodos en que ocultaba el sufrimiento que padecía por no querer que la sociedad se diera cuenta de lo hundida que estaba— No has cambiado nada, tía. Sigues estando igual. De haberte visto por la calle te hubiera reconocido de inmediato. No han pasado los años por ti.

      —Anda calla… —la interrumpió sin planearlo siquiera porque los halagos no iban con ella— Si vieses fotografías de años atrás te darías cuenta de que los años pesan. La cara refleja una edad aproximada. Ya no somos unas niñas, unas adolescentes cuyo corazón busca a su príncipe azul. Sabemos lo que queremos. Apreciamos las grandes cosas de la vida; cada una a lo que realmente damos importancia. Y nos quedamos con aquellas personas que nos llenan, dejando marchar a esas otras que estuvieron de paso y que ya no nos aportan nada.

      —¡Qué filosófica te has vuelto! —Verónica no pudo evitar sonreír; si bien la vida le había enseñado que el corazón sufre y sana cuando uno se da cuenta de lo que realmente importa, aún le quedaba aprender a mirar por ella y no tanto por los demás, como seguía haciendo día sí y día también. Dejar de anteponer la vida de los demás a la suya propia. Decir «no» a situaciones que aún la paralizaban— No me creo realmente tus palabras porque de alguna forma te conozco.

      —Aún tengo mucho que aprender pero poco a poco llegaré a ser la Verónica que ansío ser —A Natalia no le cabía la menor duda al respecto. Su amiga era una luchadora. Muchas otras personas, en su situación, con la vida que a ella le había tocado vivir, se habrían quedado en el camino o se habrían convertido en auténticos demonios a quienes nadie hubiese amado. Empero, ella era única; miles de personas que la conocían la amaban por su gran corazón y calidad de persona humana que albergaba—. Pero no soy yo el tema que nos ocupa sino tú. ¿En qué puedo ayudarte?

      —No sé por dónde empezar. No he hablado de este tema con nadie. Es algo que llevo dentro de mí, que oculto cada día porque nunca jamás llegué a pensar que mi vida fuera tan triste como últimamente es. Me siento sola, auténticamente sola. El mundo se me viene encima. Me aplasta y no me deja respirar. Padezco de ataques de ansiedad día sí y día también hasta el punto que me falta la respiración. Hay momentos en que llego a pensar que me ahogo, así lo siento, angustiándome más y más. Me han dicho que eso no ocurrirá pero uno debe estar en la situación para saber lo que realmente se siente en ese momento en que falta el aire que llena nuestros pulmones. Me veo morir. Mi mente cree que es el último aliento que voy a dar, que ya es el fin de la vida angustiosa que en mi caso me está tocando vivir. Y, es curioso, aunque hay días en que deseo morir, que un cáncer me ataque para así palmar en unos meses (porque no creas que me daría quimioterapia, ni hablar, pondría fin a mi vida, a mi sufrimiento, a mi tormento), en ese instante de ahogo deseo que no sea el último segundo de vida que me reste por vivir en la tierra.

      —Te entiendo perfectamente. Yo también sufría ataques de ansiedad, esos ahogos que describes. Aún recuerdo los niveles altos que tenía y los ejercicios que la psicóloga me mandaba para irlos disminuyendo, nada sencillos por cierto.

      —En el momento en el que estoy sufriendo el ataque me resulta más que imposible recordar nada de lo que mi psicóloga me dice —Verónica se alegraba de que su amiga estuviera recibiendo asesoramiento, ayuda ante una situación que pintaba complicada. A ella le vino muy bien y así lo recomendaba a toda persona que por uno u otro motivo estuviera, en ese momento, pasando un duro bache en su vida—. Me siento morir. Te lo juro. No puedo hablar. No puedo respirar. Es como si mis pulmones no pudieran recibir oxígeno. Como si mi garganta se hubiera cerrado. Me fatigo más y más. Últimamente salgo a la terraza a respirar aire puro, como si eso me hiciera sanar más rápidamente…

      —No es eso Natalia —la cara de esta fue de asombro. ¿Tenía una explicación para ello? —. De alguna forma, saliendo a la calle sales de la angustia.


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